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Opinión

17 de Junio de 2020

Columna de Agustín Squella: ¿Será mucho pedir?

Lo que parece requerirse en este momento es un acuerdo general, amplio, pero, a la vez, suficientemente explícito, y que pueda servir de marco para los muchos acuerdos específicos que se necesitarán después. Un acuerdo que no signifique el fin de la política, sino la elevación de ella a las actuales circunstancias, y que demandará a nuestros políticos alcanzar la prominencia de hombres de Estado.

Agustín Squella
Agustín Squella
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No es conveniente ver las cosas de manera distinta a cómo ellas son, especialmente cuando se viven momentos tan extraordinarios como los que el país y el mundo están pasando en este instante: la política es una actividad entre rivales que compiten por el poder, si bien pacíficamente, a fin de conseguirlo, ejercerlo, incrementarlo, conservarlo y, si se lo hubiere perdido, recuperarlo. No sacamos nada con intentar presentar la política de otra manera, salvo engañarnos a nosotros mismos, aunque se debe destacar que esa competencia por el poder, a diferencia de lo que ocurre en una guerra, se da entre adversarios y no entre enemigos, entre rivales que sustituyen por el voto y la adhesión popular el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido. Al revés de la conocida fórmula de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, es esta la que prolonga la guerra, aunque por medios pacíficos, permitiendo poner y sacar del poder a gobernantes, legisladores y otras autoridades sin derramamiento de sangre y por período acotados de tiempo.

En medio de circunstancias adversas tan graves y excepcionales como las que estamos viviendo, la política no va a dejar de ser lo que es ni tampoco es del caso pedir que se transforme en otra cosa. Lo que sí podemos esperar, y hasta exigir, es que esa actividad, sin perder por ello la índole o naturaleza que le es propia, mejore su calidad y se ponga a la altura de circunstancias locales y planetarias tan inusuales y cuyos perniciosos efectos económicos y sociales, muy hondos, serán también prolongados. Y pedir eso a la política es pedirlo a quienes son en este momento sus agentes más directos, los políticos, porque son ellos, ya en el gobierno, ya en la oposición,  los llamados a tomar  decisiones colectivas en un momento enteramente inesperado y singular.

En medio de circunstancias adversas tan graves y excepcionales como las que estamos viviendo, la política no va a dejar de ser lo que es ni tampoco es del caso pedir que se transforme en otra cosa. Lo que sí podemos esperar, y hasta exigir, es que esa actividad, sin perder por ello la índole o naturaleza que le es propia, mejore su calidad y se ponga a la altura de circunstancias

En tiempos de normalidad, la política tiene que ver con los desacuerdos, e incluso con los conflictos, sin que por ello haya que temer a unos ni a otros. Los desacuerdos, lejos de obstaculizar la política democrática, la movilizan, y en cuanto a los conflictos, si bien no deseables, encuentran en el derecho las reglas, instancias y procedimientos que permiten darles un curso pronto, pacífico y eficaz. Con todo, no es este el momento del conflicto, y menos el de los conflictos a cualquier precio, porque sabemos que ese precio sería muy elevado y que resultaría pagado en muy alta medida por los sectores más desprotegidos y vulnerables de la población.

Este es tiempo de acuerdos, y hemos tenido ya varios en el Congreso Nacional a raíz de iniciativas del gobierno o de mociones de parlamentarios. Que esos acuerdos -el más importante  se produjo a inicios de esta semana- hayan estado precedidos de desacuerdos y debates es perfectamente entendible, por mucho que tales discrepancias y discusiones hayan pasado por momentos difíciles que producían alguna crispación y desesperanza en quienes trabajaban en ellos y en los millones de habitantes del país que observaban desde sus casas.

Además de esos acuerdos puntuales, lo que parece requerirse en este momento es un acuerdo general, amplio, pero, a la vez, suficientemente explícito, y que pueda servir de marco para los muchos acuerdos específicos que se necesitarán, especialmente en sede legislativa, durante lo que queda de año y, casi seguro, más allá de él. Un acuerdo que no signifique el fin de la política, sino la elevación de ella a las actuales circunstancias, y que demandará que nuestros políticos, incluidos quienes están a cargo del gobierno, se esfuercen no por dejar de ser tales ni tampoco por abandonar sus posturas de gobierno o de oposición, sino por alcanzar la prominencia de hombres de Estado, del Estado de Chile, que en todas sus Constituciones a lo largo de la historia se ha definido a sí mismo como una república, una definición que con toda seguridad aparecerá también en el título de una muy probable nueva Constitución. Un acuerdo, por lo demás, que por ningún motivo perjudique y menos clausure el más importante que hemos tenido en décadas: el acuerdo de dar inicio a un proceso constituyente.

Una república no es solo una condición que se opone a monarquía y  que tampoco se reduce a ese fervor emocional que sobreviene en presencia de algunos  actos públicos especialmente solemnes. Si la palabra clave es aquí y ahora “república”,  lo es en su sentido más propio: gobiernos, políticos y ciudadanos probos en busca del bien común, que no es el bien de uno u otro grupo y ni siquiera el de la mayoría, sino el bien de todos.  

Una república no es solo una condición que se opone a monarquía y  que tampoco se reduce a ese fervor emocional que sobreviene en presencia de algunos  actos públicos especialmente solemnes. Si la palabra clave es aquí y ahora “república”,  lo es en su sentido más propio: gobiernos, políticos y ciudadanos probos en busca del bien común

Un bien común que no es posible escrutar ni encuestar, como si estuviera allí, claro y preciso, aunque aún oculto a la vista, y que es necesario concordar entre quienes puedan tener distintas apreciaciones sobre el particular. Una sociedad, que es siempre un hervidero de intereses no siempre compatibles y que por eso bregan unos con otros, tiene sin embargo el deber, cuando vive una situación excepcional –y la que vivimos y viviremos en el futuro próximo es manifiestamente una de ellas- tiene el deber, digo, de ponerse de acuerdo más allá de esos intereses sectoriales, y ello sin necesidad de renunciar definitivamente a estos.El bien común no es hoy una verdad que tengamos que descubrir. Se trata, en cambio, de algo que solo puede ser fruto de un acuerdo, pero de un acuerdo más general y ambicioso de los que hemos alcanzado hasta ahora acerca de cómo calcular el número de muertos a causa de la pandemia o del monto y forma de ir en ayuda económica de las familias.  Un acuerdo no solo en los números, sino en las intenciones, en los propósitos de corto y mediano plazo. Un acuerdo reflexivo, suficientemente meditado, y que sea el resultado de asumir cabalmente que el colectivo del que todos formamos parte  es un país que tiene un nombre determinado: Chile. Solemos creer que nos ponemos de acuerdo cuando alcanzamos la verdad, pero en situaciones como la presente las cosas funcionan exactamente al revés: encontramos la verdad cuando nos ponemos de acuerdo.

El bien común, al menos aquél que debemos buscar en medio de circunstancias tan extraordinarias como las actuales, no está escrito en un libro sagrado. Tampoco en algún otro que sea el fundamento de una u otra ideología. Menos aún en la solitaria cabeza de alguna figura providencial que sepa lo que debe hacerse y a la que solo falte consultar. Esa idea y  sentimiento que es el bien común sólo puede ser el  fruto de la deliberación y el acuerdo, de un acuerdo no a cómo de lugar, no a costa de los principios, y que sea buscado con confianza, lealtad, buena fe, y con esa disposición, que tanto puede ser evangélica como laica, que ostentan los hombres y las mujeres de buena voluntad. Sin una disposición benevolente y racional, ninguna crisis tan aguda como la presente puede ser manejada de manera a la vez colectiva y eficaz. Hombres y mujeres de buena voluntad que obren sin intereses egoístas ni inclinaciones inmediatas.

Un acuerdo reflexivo, suficientemente meditado, y que sea el resultado de asumir cabalmente que el colectivo del que todos formamos parte  es un país que tiene un nombre determinado: Chile. Solemos creer que nos ponemos de acuerdo cuando alcanzamos la verdad, pero en situaciones como la presente las cosas funcionan exactamente al revés: encontramos la verdad cuando nos ponemos de acuerdo.

Si bajamos ahora a terreno, ese acuerdo general, breve, claro y transversal que se pide en este artículo podría tener una primera versión a cargo de un grupo limitado de personas que inspiren suficiente confianza por su trayectoria, por su integridad, por su independencia de juicio, por su biografía, por la credibilidad que inspiran, para luego ser sometido, ampliamente, a gobernantes, legisladores, partidos políticos, organizaciones sociales, gremios, grupos empresariales, universidades, entidades estudiantiles, etc. Un acuerdo consciente de nuestra diversidad de posiciones filosóficas, religiosas, científicas, políticas, económicas y de cualquier otro tipo, y consciente también del valor que tiene esa rica y amplia diversidad, y que pueda concitar un respaldo lo más extendido posible. Un acuerdo que en adelante opere como un marco que inspire, estimule y controle futuros acuerdos específicos. Un acuerdo que marque algo así como un modus vivendi, o sea, como la manera en que decidimos vivir y aminorar los graves efectos sanitarios, económicos y sociales de una pandemia. Un acuerdo que no acabe con la política, que no pida a ésta que deje de ser lo que es, pero que le exija mayor calidad y un mejor ajuste a la situación tan excepcional y dañina que viven el país y el mundo.

Algunos filósofos ven la historia de la humanidad con una extensa conversación en la que, de manera contingente, se van analizando, discutiendo y resolviendo problemas a medida que estos se presentan y sin la pretensión de alcanzar algo así como una verdad única, universal, irremplazable. A tales problemas se dan soluciones que se consideran adecuadas, pero sin descartar que las soluciones de hoy puedan traer mañana nuevos problemas. Y vaya los problemas que tenemos hoy a causa de la propagación global de un virus muy contagioso y  letal del que sabemos poco y del que tampoco conocemos cómo se podría comportar en el futuro. Hora de esa conversación junto a la hoguera, entonces, llevando leños a ella para que los que conversan no sientan frío ni se levanten y  alejen del lugar.

No termino de escribir este artículo y se me viene a la cabeza preguntarme lo que hace el título de él: ¿no será mucho pedir? Seguro que lo es, pero si no pensamos en lo difícil, e incluso en lo imposible, nunca conseguiremos lo posible, a propósito de lo cual viene a cuento recordar, una vez más, la lógica del escepticismo de la razón y del optimismo de la voluntad, una muy estimable fórmula política y moral que dice lo siguiente: podemos tener buenas razones para creer  que las cosas irán mal o no todo lo bien que queremos (escepticismo de la razón), y, a la vez, mostrarnos cada cual dispuesto a hacer lo que esté al alcance de su mano para que las cosas vayan lo mejor posible (optimismo de la voluntad). El pesimismo de la voluntad, en cambio, es el de aquel que baja los brazos y se sienta a aguardar a que ocurra la tragedia.

No hay que esperar a que la historia nos juzgue (algo así es demasiado cómodo, porque ya no estaremos aquí); es el presente el que nos está juzgando, ahora mismo, y el que nos exige a todos ponernos a la altura de cómo se nos presenta.

*Agustín Squella es abogado, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009.

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