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Opinión

23 de Julio de 2020

Columna de Agustín Squella: “El Regreso de los Aromos”

"Veo los aromos de la calle por la que camino todos los días, y en su homenaje, al pasar junto a uno cualquiera de ellos, me quito la mascarilla para que mi cerebro reconozca su olor y me otorgue la gratificación que busco y preciso. Ahí están de nuevo, otra vez, puntuales, fieles a su rutina invernal, y sólo lamento no poder ver aún los aromos que en gran cantidad crecen en la ruta que une Valparaíso con Santiago".

Agustín Squella
Agustín Squella
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No es primera vez que escribo sobre el florecimiento de los aromos y espero que tampoco sea la última. Típica flor de invierno que algunos confunden con la inminencia de la primavera, ella aparece en julio, en pleno invierno, muy lejos de la siguiente estación, y tiene entonces la virtud, lo mismo que la del jazmín, de recordarnos que hay especies que no necesitan esperar la llegada de la primavera para  mostrarnos sus flores y regalarnos su perfume.

La flor del aromo, redonda, pequeña, de tonalidad intensamente amarilla, despide una fragancia que es posible percibir a varios metros de distancia. Ni qué decir si cortamos algunas de sus ramas florecidas y las llevamos a casa. Allí donde las pongamos imperará la fuerza de su aroma, poniendo a funcionar a toda máquina nuestro sentido más rememorativo y posiblemente menos utilizado: el olfato.

Puestas en un florero, de las ramas floridas que hemos cortado caen motas amarillas sobre la superficie de la mesa y que no es necesario remover, sino dejar allí, intactas, lo mismo que haremos en primavera con las azules del jacarandá que caen sobre jardines y veredas y  que espejean a las compañeras que permanecen un tiempo más en el árbol.

Veo los aromos de la calle por la que camino todos los días, y en su homenaje, al pasar junto a uno cualquiera de ellos, me quito la mascarilla para que mi cerebro reconozca su olor y me otorgue la gratificación que busco y preciso”

Barremos muy a menudo, demasiado, y olvidamos el canto de Atahualpa Yupanqui: “porque no engraso los ejes/de mi carreta/me llaman abandonao/ porque no engraso los ejes/de mi carreta/me llaman abandonao/ si a mí me gustan que suenen/ ¿pa qué los voy a engrasar?”

Veo los aromos de la calle por la que camino todos los días, y en su homenaje, al pasar junto a uno cualquiera de ellos, me quito la mascarilla para que mi cerebro reconozca su olor y me otorgue la gratificación que busco y preciso. Ahí están de nuevo, otra vez, puntuales, fieles a su rutina invernal, y sólo lamento no poder ver aún los aromos que en gran cantidad crecen en la ruta que une Valparaíso con Santiago.

Poco antes del lago Peñuelas empiezan a mostrarse casi con infatuación, aunque algunos de ellos esta vez no volverán, arrasados por los frecuentes incendios del sector. Pero el aromo es una especie fecunda que se reproduce profusamente gracias a sus esporas que van de un lado a otro, llevadas por el viento,  fecundando de inmediato la tierra en que puedan caer.

Da el caso que vivo cerca de un hipódromo y en uno de sus rincones, al pie de un cerro frío y rocoso, hay 9 castaños que tienen una rara particularidad: echan sus brotes mucho antes de la llegada de la primavera y están ya llenos de hojas nuevas cuando esa estación recién está comenzando. Por lo mismo, y como natural contrapartida, empiezan a perder las hojas en medio del verano, sin aguardar el otoño para ese final. Espero  ver esos castaños dentro de dos o tres semanas para comprobar que siguen allí y que, una vez más, se han adelantado a sus compañeros que crecen en el mismo lugar. Ese adelanto me produce todos los años tanta alegría como abatimiento me causa verificar que en pleno verano sus hojas  empiezan a morir lentamente antes de tiempo.

Después de los aromos, en pocas semanas más, vendrán las flores de ciruelos y duraznos, y, más adelante, llegado el verano, las del retamo, cuyo fuerte aroma se instala en esa época como perfume oficial del estío en la zona central y sur de Chile. Otra flor amarilla, pequeña, que crece en un arbusto de follaje más bien magro, y que, lo mismo que la del aromo,  desplaza su efluvio  varios metros de distancia más allá de la mata en que crece. Una fragancia algo más pesada y dulce que la flor del aromo, pero que, al menos para mí, certifica mejor que nada la llegada de la estación que se parece al amor. F. Scott Fitzgerald, autor de novelas  inolvidables como “Tierna es la noche” y “El gran Gatsby”, decía que el verano se parece al amor y el invierno al dinero.

Aprovecho estas líneas para celebrar también lo que me gusta llamar “jardines ciudadanos”. No me refiero a jardines comunitarios, tan habituales en barrios de otros países, sino a las especies vegetales, especialmente enredaderas y ramas de grandes árboles, que algunos vecinos dejan crecer libremente hacia la calle, y que salen allí al paso de los transeúntes que circulan por las veredas.

Después de los aromos, en pocas semanas más, vendrán las flores de ciruelos y duraznos, y, más adelante, llegado el verano, las del retamo, cuyo fuerte aroma se instala en esa época como perfume oficial del estío en la zona central y sur de Chile.

Tanto salen afuera que es necesario hacerles el quite para no pasarse a llevar la cabeza con ellas, pero,  lejos de molestar, permiten que uno advierta que están allí. De otra manera no nos daríamos cuenta de su presencia y pasaríamos de largo. También echo de menos esos jardines ciudadanos, en alguna forma compartidos, que agradezco infinitamente a sus generosos propietarios.

Entretanto, y aunque no estará con flores sino hasta noviembre o diciembre, aprovecho de dar agua a la cochabambina de mi vecina cada vez que riego mi jardín, para ayudarla a dar mejores flores que las muy bellas, firmes y abundantes que echó el verano anterior. Unas flores que, como siempre, serán asediadas por moscardones de hermosos colores que zumbarán entre ellas y la efímera flor de la pluma.

*Agustín Squella es abogado, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009.

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