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Reportajes

14 de Agosto de 2020

Mi historia con la tía Contxi

Crédito: Registro familiar.

Un hombre le disparó a su esposa en un mirador y arrojó su cuerpo al dique Potrerillos en Mendoza. Fue en 2018. Se llamaba Concepción Arregui, tenía 58 años y era chilena. Su rostro apareció en noticiarios y su nombre abultó las cifras de femicidio. Sus seres queridos se enteraron por los diarios de su muerte. ¿Cómo se asimila un femicidio al interior de una familia? En medio del caso Ámbar y otros episodios de violencia de género en Chile, la periodista Javiera Briones Moraga desentraña su historia y vínculo con Concepción, Contxi, esa tía querida y cariñosa que soñaba con construir un hogar.

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Recién entendí que era grave cuando vi su foto en la portada de Las Últimas Noticias. No eran más de las 10 de la mañana y estábamos en la Amasandería Olivares de Tongoy comprando pan amasado, cuando vimos la cara de mi tía impresa en las vitrinas del local. Me paralicé y por primera vez sentí que esa historia no era nuestra, que a mi familia no le podía estar pasando esto.

***

Mis papás son primos de segundo grado. Cuando chica me parecía muy romántico que se conocieran de toda la vida. Con el pasar de los años, los chistecitos de “los hijos con cola de chancho” y que son “los opus dei los que se casan entre familiares” se hicieron frecuentes. Ahí me empecé a dar cuenta de que ese tipo de matrimonios es un poco tabú. No sé si fue por eso que mis abuelas se opusieron a la relación de mis papás. Por eso o porque, según ellas mismas contaban, eran primas enemigas, celosas la una de la otra. Me imagino algo como los Capuleto y los Montesco, pero en este caso los Arregui con los Arregui.

Fue así como desde un principio mi historia familiar estuvo gestada y marcada por los quiebres. Mis papás se fugaron y se casaron en Putre. Ese hermetismo se repitió en todas las reuniones y celebraciones familiares. Es que era imposible juntar a mis dos abuelas y que no hubiese conflicto. Así que los bautizos, cumpleaños, primeras comuniones, navidades y años nuevos los pasábamos entre las cuatro hijas y mis papás. Invitar a un tío o tía era invitar al otro bando. 

Pero en esa rivalidad había una persona de consenso: mi tía Contxi.

La Contxi era la tía más querida por todos los sobrinos. Era ruidosa, garabatera, buena para comer y fumar. No tenía hermanos ni hijos, por lo que la atención a sus sobrinos era total. Me encantaba ir a su casa. De partida, porque era una casa. Nosotros seis vivíamos en un departamento chiquitito, así que amaba todos los espacios con jardines. Además, encontraba bacán ver cable en su pieza. Ese era su espacio. Ella era adulta y tenía su refugio, y para mí -que compartí pieza con mis hermanas hasta los 16 años- eso era lo máximo.

Concepción Arregui en uno de sus viajes. Crédito: Registro Personal

Mis hermanas y yo recordamos con especial afecto las dos semanas en que nos cuidó durante 1994, cuando mis papás se fueron de viaje. Mi hermana menor, Maite, tenía poco más de un año. Que la Contxi se quedara con nosotros desdibujó la rígida estructura que mi papá tenía en la casa, siempre llena de reglas y horarios. Su alegría y simpatía nos hacían sentir en unas mini vacaciones que incluían Galletas Museo con manjar todas las noches. 

La Contxi era, además, una enciclopedia familiar. Se sabía de memoria todas las historias de nuestros antepasados vascos que llegaron a Chile, las historias de los descendientes y las historias (copuchas) de todos los contemporáneos. Me fascinaba escucharla contar relatos de personas con nombres como Sinforoso, Bautista y Cipriano. Historias de mayorazgo, de pastores, de viajes en barco, del restaurante ‘El Buen Gusto’ de mis bisabuelos, de enfermedades y de política.

Ella no era la hermana de mi mamá ni de mi papá, pero era prima de ambos. Siempre que me preguntan “¿Cuán cercana era para ti?” yo respondo: “Era tan importante, que fue la única tía que invité a mi titulación”.

***

Compramos el pan amasado y un ejemplar de cada diario. Caminamos de vuelta.

Para nosotras esas vacaciones eran especiales por varios motivos. Una de mis hermanas, la Pollo, había comprado junto a su marido una casa en Tongoy, y era nuestro primer verano ahí. Otra de mis hermanas, la Nacha, había sido trasplantada de riñón, por lo que era la primera vez en años que podía salir de Santiago sin tener que depender de una máquina para dializarse. Y además, habíamos logrado que mi papá se tomara vacaciones y saliera de la ciudad.

Siempre que me preguntan “¿Cuán cercana era para ti?” yo respondo: “Era tan importante, que fue la única tía que invité a mi titulación”.

Llegamos con el desayuno y los diarios.

-¿Has sabido algo nuevo? – le pregunté a mi papá.

-La mamá mandó un audio.

Les mostré los diarios. No decíamos mucho, no somos de rellenar con palabras, somos más bien una familia que se entiende en los silencios.

Salí a la terraza a pensar y a repasar lo que había pasado en los últimos tres días. Adentro, mis hermanas se quedaron leyendo la historia de nuestra familia escrita por periodistas que no conocíamos.

Todo empezó cuando mi mamá, que se había quedado en Santiago, nos mandó un mensaje por Whatsapp: “Niñas, hace días no hemos sabido nada de la Contxi”. Estábamos tomando sol a orilla del mar. Pensé que mi mamá estaba exagerando y que quería encontrar drama donde no lo había. Mi tía llevaba cuatro años viviendo en Mendoza. Después de que sus padres murieron, comenzó a vivir la vida que nunca había tenido. Cambió su figura gracias a un bypass gástrico, viajó por el mundo y comenzó a pololear. Fue, sin duda, su relación más importante. Él era un hombre 12 años mayor, con hijos y nietos. Pololearon a distancia por unos años y ella decidió dejar su vida en Chile para formar su proyecto más ambicioso: una familia propia.

Foto de la última reunión familiar junto a Contxi. Crédito: Registro personal.

La última vez que la vimos fue en mi departamento. Ella estaba silenciosa, pensativa, triste. Así lo entiendo ahora. En ese entonces la sentí apática y distante. Me dolió que fuera evasiva cuando le propuse ir a Argentina en las vacaciones. Y es que nunca dejó que la fuéramos a visitar en su nueva vida. ¿Sería que ahora éramos parte de un pasado que quería dejar atrás? ¿Sería que en su corazón ahora sólo había espacio para sus nuevos nietos? Comimos unos pancitos y nos sacamos fotos en mi jardín. Sentada en la terraza trataba de aferrarme a este momento, a esa última vez que vibró su voz en mis oídos, a su olor en nuestro abrazo. “Mierda, ¿esa va a ser nuestra última foto?”, pensé.

Tomé mi celular y puse play al audio que mi madre le mandó a mi papá. Era un mensaje que Audano, el marido de la Contxi, decía: “Y… mirá… llevo días sin dormir, voy a ver si me tomo ahora una pastilla. Tengo el corazón en el suelo. Muchas gracias Luchi por preocuparte y por ocuparte. Los quiero mucho”. 

Después de que sus padres murieron, comenzó a vivir la vida que nunca había tenido. Cambió su figura gracias a un bypass gástrico, viajó por el mundo y comenzó a pololear. Fue, sin duda, su relación más importante. Él era un hombre 12 años mayor, con hijos y nietos. Pololearon a distancia por unos años y ella decidió dejar su vida en Chile para formar su proyecto más ambicioso: una familia propia.

***

Era 8 de marzo y Audano había confesado hacía dos días el asesinato de la Contxi y el  ocultamiento de su cuerpo en el fondo del dique de Potrerillos. Nosotros ya estábamos de vuelta en Santiago. Con mis hermanas y primas nos organizamos con chapitas, carteles y un lienzo para marchar. Estuvimos un mes haciendo campaña en redes sociales y medios de comunicación. Con el asesino confeso, sólo faltaba la reconstitución de escena para poder encontrarla. Sentíamos que estábamos más cerca de tenerla. Nuestra consigna era: “Antes era hasta encontrarte, ahora es hasta hacer justicia”.

Foto de la marcha realizada el 8 de marzo de 2018. Crédito: Registro personal.

Llegaron a marchar con nosotros familiares, amigos, colegas y personas desconocidas. Mis amigas lloraban y me abrazaban. Mi sensación era que estábamos escribiendo la historia de alguien más, que esta familia no era mi familia, que la Contxi que buscábamos no era mi tía Contxi. 

Había mucha gente y nos costaba avanzar. Pensaba en el grupo de Whatsapp que ella misma había creado dos meses atrás: “Mujeres al rescate”. Reunió a todas las mujeres importantes de su vida para que la contuvieran. Les contó que su matrimonio no andaba bien, que iba a vender la casa que había comprado en Argentina y que volvería a Chile a rearmarse. Mi mamá y mi tía Pía estaban en ese grupo. Ahora ellas estaban en Mendoza luchando contra un sistema judicial desconocido. Cuando mi mamá nos mandó el primer mensaje, yo no sabía que mi tía estaba separándose. Por eso me costó creer las primeras teorías de mi mamá, de que él le había hecho algo, de que si ella no contestaba el teléfono era porque algo malo había pasado.

Empezamos a caminar por la Alameda hacia el poniente. Pasamos el Cine Arte Alameda y mi cabeza estaba en su cuerpo. ¿Sería verdad que la escondió al fondo del dique? Todas las pruebas que la fiscalía arrojó en su contra, y que lo obligaron a confesar, indicaban que así era. Si ya llevaba más de un mes en el agua, ¿cómo estaba su cuerpo? ¿Hinchado? ¿Desintegrado? Por mi cabeza pasaban imágenes que armaban la película del guión que escribió Audano. Que sería más o menos así, sobre la base de la confesión que él mismo hizo:

-Hay un terrenito que quiero comprar cuando te vayas, ahí construiré una cabaña. Quiero llevarte y mostrártelo. Podemos ir después de que vayas al oftalmólogo -le dijo él.

-Claro, vamos a verlo – le respondió ella, sorprendida de su buen trato. Y es que él llevaba meses siendo hiriente y distante, meses haciéndola sentir que ella le estorbaba.

Subieron a la camioneta de Audano, pasaron al doctor y, según lo acordado, fueron a ver el lugar al que él se iría a vivir. En el camino, ella pensó que quizás las cosas entre ambos podían arreglarse, que quizás no debía volver a Chile. Ella lo amaba. “No te amo, me das asco, tu cuerpo siempre me ha dado asco”, le había dicho él tres meses antes. Aún habiendo escuchado eso, ella lo seguía amando.

Estaban ya en un lugar alejado de la carretera. Él estacionó el auto.

-¿Podés bajarte a ver si viene alguien? Quiero mear–dijo él.

-Claro –respondió Contxi, que iba en el asiento del copiloto, mientras abría la puerta y giraba hacia su derecha. Fue ahí cuando recibió una bala en la nuca. Le siguió una segunda.

Audano bajó el respaldo del asiento donde estaba ella y la metió dentro de un saco de dormir. Escuchó en la radio que había un accidente de tráfico, así que tuvo que esperar un par de horas para poder manejar hasta el dique, y así no arriesgarse a un control policial en el camino.

Antes del anochecer, llegó a orillas del dique de Potrerillos. Esperó a que el sol se escondiera y sacó del maletero un candado, una lona azul, una llanta inflada, un chaleco salvavidas, cuerdas, dos linternas y un balde relleno de cemento del que asomaba una cadena. El hombre de 70 años amarró una cuerda al auto y bajó por una la empinada pendiente sus materiales, el cuerpo de la mujer de 58 años y su propio cuerpo. 

Envolvió el saco de dormir en la lona y la ajustó con cuerdas. Cerró con un candado la cadena a la cintura de su esposa. Ubicó una linterna en la orilla para tener un punto de referencia y puso la otra linterna en su boca. Con el cuerpo sobre la llanta nadó agua adentro. Cuando creyó haber alcanzado unos 200 metros de distancia, soltó el cuerpo, el que se fue hasta el fondo gracias al peso del cemento.

Javiera Briones en la marca del 8M del año 2018. Crédito: Registro Personal.

A la altura de La Moneda nos detuvimos con el lienzo aún desplegado. Algunas personas nos fotografiaban, otras se acercaban a decirnos cosas como “ay, pobre Contxita”, “mucha fuerza” y “maldito”, mientras mis manos se aferraban a un plástico con una foto de ella sonriendo en el Caribe. 

***

Mi mamá ya llevaba más de un mes en Argentina. Los equipos de búsqueda no lograban dar con el cuerpo, ya que el fondo del dique era muy pantanoso. Los buzos no eran capaces ni de ver sus propias manos bajo el agua. Decidimos que había que acompañar a mi mamá. Fui yo la elegida para ir a darle un abrazo en nombre de todas y a ayudarla con los trámites legales.

Sobrevolé la cordillera, llegué al aeropuerto y tomé un taxi hacia un departamento que mi familia había arrendado. Abajo del edificio estaba mi mamá, mi tía Pía, el esposo de mi tía y Marisol, la mejor amiga de la Contxi. Me recibieron con actitud diligente y amorosa. Subimos. En el living había un cartel gigante sostenido por una tabla de madera, una impresora para agilizar los trámites y un altar con velas y tres fotos: una de mi tía y dos de sus padres. 

¿Sería verdad que la escondió al fondo del dique? Todas las pruebas que la fiscalía arrojó en su contra, y que lo obligaron a confesar, indicaban que así era. Si ya llevaba más de un mes en el agua, ¿cómo estaba su cuerpo? ¿Hinchado? ¿Desintegrado? Por mi cabeza pasaban imágenes que armaban la película del guión que escribió Audano.

Estuve allá dos semanas. Ayudé a mi mamá a leer el expediente de la causa: transcripciones de llamadas telefónicas, declaraciones de mi familia, declaraciones del asesino, rastreos satelitales, conversaciones de Whatsapp, bitácoras de decomisos, análisis de ADN y mapas del dique.

La casa de la Contxi estaba en las afueras de la ciudad. La primera vez que la visité entendí porque nunca nos quiso ahí. Estaba a medio construir, los clavos se veían sobre la vulcanita sin empastar ni pintar y había partes con suelo de tierra. Viendo un retrato de ella colgado sobre su living, trataba de pedirle perdón por no haberla entendido la última vez que la vi. Me sentí intrusa, que la estábamos pasando a llevar, que estábamos escarbando en una realidad que ella nos quería ocultar. Audano no sólo le había quitado la vida, sino que también le había arrebatado la vida que ella quería proyectar. 

Durante varias noches, soñé que vomitaba carne humana, que me la sacaba de la boca con las manos. Durante el día, me dedicaba a observar a mi mamá. Pensaba qué iba a pasar con ella si no encontraban a mi tía. ¿Cómo puede una familia vivir sin encontrar el cuerpo de un ser querido? Todavía no tengo la respuesta. La lona azul fue sacada del agua a los 58 días de que el cuerpo que estaba adentro dejó de vivir. Tras casi dos meses de búsqueda pude llorarla. 

Finalmente acepté que esta sí era nuestra historia.

Por la Contxi, por mí y por todas.

“¿Cómo puede una familia vivir sin encontrar el cuerpo de un ser querido? Todavía no tengo la respuesta. La lona azul fue sacada del agua a los 58 días de que el cuerpo que estaba adentro dejó de vivir. Tras casi dos meses de búsqueda pude llorarla”.

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