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Opinión

20 de Agosto de 2020

Columna de Agustín Squella: “La tiranía del miedo”

Agustín Squella
Agustín Squella
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¿Estamos hoy gobernados por el miedo, y eso más allá del muy comprensible que hemos desarrollado ante una inesperada pandemia que junto a sus devastadores efectos para la vida y la salud de las personas ha sumido al planeta y a cada uno de los países en una crisis social y económica de grandes proporciones?

¿Estamos gobernados por esa emoción tan primaria y difícil de eludir que es el miedo? ¿Es el miedo, y a continuación la ira y el rechazo, dos vástagos de aquel, lo que ha comenzado a dominar nuestras vidas y a volvernos cada vez más desconfiados e intolerantes y a buscar culpables a diestra y siniestra a quienes achacar nuestro desasosiego,  nuestro desamparo, la confusión vital en que estamos sumidos?

¿Se nos habrá metido en el cuerpo el miedo con que todos nacimos y que fue la causa de nuestras primeras quejas por abrigo, protección y alimento, infectándonos la completa vida y poniéndonos a unos contra otros?

La simpatía, la cordialidad, la reciprocidad, parecen batirse en retirada, mientras el resentimiento gana terreno cada día. ¿No es prueba de eso la soez agresividad que abunda en redes sociales, transformadas en una especie de masivos tribunales populares que practican a diario una justicia exprés?

Es prudente tener alguna conciencia del peligro, puesto que eso nos permite ser precavidos y alejarnos de las amenazas de daño y dolor que nos acechan. Como decía Ray Bradbury, si voy de frente soy liberal, pero en cuanto a mi trasero soy conservador. Nadie camina mirando a cada instante para atrás cuando va por la calle a plena luz del día, pero no está mal hacer algo así al momento en que nos dirigimos a casa en horas de la noche y por una vía que se ve completamente desierta.

Pero una cosa es la precaución como hija del miedo y otra muy distinta la ansiedad que nos produce la constante sensación de que algo horrendo y descontrolado está  próximo a ocurrir, una sensación, esta última, que se acrecienta al observar la pléyade de fanfarrones con aires y conductas pendencieras que han empezado a ganar el poder en importantes países.

La filósofa norteamericana Martha Nussbaum se ha hecho cargo de este tema en un libro cuyo título lo dice todo: “La monarquía del miedo”. Como sabemos, la monarquía es una forma de gobierno que se caracteriza porque el que manda es uno solo –el rey-, y ese monarca que en la actualidad nos mantendría sometidos sería precisamente el miedo, con las secuelas de crispación, desconfianza, rechazo y aislamiento que él produce.

A cada momento suena una alarma y lo que hace cada cual es correr en dirección a su guarida, encontrarse allí con su tribu, grande o pequeña, y prepararse para la agresión o la defensa. Se enfadan las personas, se enfadan los distintos grupos de los que ellas forman parte, se enfadan los países, se enfadan también los continentes, y si pudiéramos observar la Tierra desde el espacio exterior, lo que veríamos ahora sería un rostro con el ceño muy fruncido, las manos y dientes de todos muy apretados, y en los ojos un inquietante fulgor que expresa algo muy parecido a un sentimiento de venganza contra un enemigo que no sabemos bien cómo identificar.

Ni qué hablar del miedo que todo un sector político le tiene al proceso constituyente y a la aplicación que en él va a tener un principio que se invoca tanto como no se aplica: el de la soberanía popular”

La simpatía, la cordialidad, la reciprocidad, parecen batirse en retirada, mientras el resentimiento gana terreno cada día. ¿No es prueba de eso la soez agresividad que abunda en redes sociales, transformadas en una especie de masivos tribunales populares que practican a diario una justicia exprés?

¿No se han transformado las redes en el sitio predilecto para la arrogancia narcisista, la altanería moral y el rechazo instantáneo a cualquiera que piense distinto? Una tecnología que fue pensada para la comunicación y que se rebajó a simple conexión, ¿no estará ahora asentándose como una tecnología al servicio de la distancia, de las acusaciones, de la envidia, del asco, del enfrentamiento?  

En Chile, existen hoy no pocos miedos, y, reitero, no me refiero al Covid19. Un miedo a la delincuencia común, al narcotráfico –ambos comprensibles-, pero a los que se suman, crecientemente, un miedo a nosotros mismos, al país en que vivimos y a los tiempos que nos toca pasar.

Ni qué hablar del miedo que todo un sector político le tiene al proceso constituyente y a la aplicación que en él va a tener un principio que se invoca tanto como no se aplica: el de la soberanía popular. Un sector que siempre ha funcionado desde el miedo y que ante cualquier cambio importante solo sabe temblar y pronosticar las peores catástrofes para el país.

Así, ocurrió, por ejemplo, con la igualdad de hijos nacidos dentro o fuera del matrimonio, con la elección de Ricardo Lagos y con la de Michelle Bachelet, con las reformas que esta última impulsó, con la igualdad de los hijos nacidos dentro o fuera del matrimonio, con la legislación de divorcio, con el Acuerdo de Unión Civil, con la despenalización del aborto en tres causales, con el retiro del 10% de los ahorros previsionales en una situación enteramente excepcional.

“Hoy se ha vuelto una moda, especialmente entre analistas e intelectuales, exhibir cada vez que se pueda la mayor desesperanza posible, el mayor pesimismo, los pronósticos más escépticos, como si todo eso fuera  señal de una superior inteligencia

¿Qué es lo contrario del miedo?, se pregunta Nussbaum, y su respuesta es esta: la esperanza. La esperanza, que suena a mucha palabra, pero que en verdad es menos que la confianza o la seguridad. La esperanza es también una reacción posible ante la incertidumbre, ante el peligro, ante las amenazas, pero tiene mucha mejor presentación que el miedo.

El miedo –dice ella- está conectado con el deseo monárquico de dominar a otros en vez de confiar en ellos. El espíritu de la esperanza, en cambio, está ligado al respeto por nosotros mismos y por los demás. La esperanza expande, desconcentra, eleva, es centrífuga, no centrípeta, y no deberíamos renunciar a ella aún a riesgo de que nos acusen de ser cándidos.

Hoy se ha vuelto una moda, especialmente entre analistas e intelectuales, exhibir cada vez que se pueda la mayor desesperanza posible, el mayor pesimismo, los pronósticos más escépticos, como si todo eso fuera  señal de una superior inteligencia. “Mire usted, a mí no me meten el dedo en la boca”, parecen querer decirnos en sus libros y columnas periodísticas, sugiriendo que la esperanza es una actitud de gente más bien ingenua que no consigue superar  una visión cándida del mundo y de la especie humana. Una actitud que linda a veces con el cinismo, pretendiendo hacer pasar a este, otra vez, como señal de inteligencia.

 Nussbaum concluye su libro con una alusión al amor como pariente cercano de la esperanza, aplicándose luego a identificar distintas prácticas de esperanza y exponiéndose de ese modo al pesimismo arrogante y perezoso de quienes quieren hacernos creer que el mundo siempre cambia para peor y, que por tanto, lo único que tenemos que hacer es conformarnos con el presente y con la tiranía del miedo.

*Agustín Squella es abogado, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009.

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