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24 de Agosto de 2020

Cuentos en cuarentena | El virus silencioso

No suena raro para nadie pensar en la idea del colapso, del sentir que este es el último día que resistimos el encierro. Sobre esto escribió Catalina Contreras, una de las menciones honrosas del ciclo Cuentos en Cuarentena.

Por

Quejumbrosa mañana se asoma por la ventana de la sombría habitación, en la que sus ojos comienzan a abrirse lentamente para comenzar otro día entre las paredes de su casa. Sandra se levanta y observa su alrededor. Las paredes rotas, pintura quebradiza, manchas oscuras en las esquinas del cielo del lugar. A su lado un enorme sujeto recostado con la boca abierta y ronquidos retumbando entre el sueño mientras su saliva humedece la almohada. Un sujeto que, con los años para ella, se ha vuelto un simple desconocido. 

Mientras el hombre descansa, ella comienza a preparar su día con el desayuno para la familia. Prende la llama de la cocina y pone la tetera, se lava el rostro, se cambia ropa, se pone la mascarilla y sale de casa a comprar el pan de la mañana. Luego de acabar el desayuno, empieza el aseo diario del hogar, las compras en la feria para comer en la semana y finalmente la preparación del almuerzo. Cada día igual, la rutina semanal la recuerda de memoria. 

Sandra lleva más de quince años viviendo en aquella fría casa de tonalidad azul, rodeada por un portón de madera barnizada en la comuna de Pudahuel norte. En ella también vive su marido Rodrigo junto a sus tres hijos, Martín, José Ignacio y Camila, su hija mayor de diecinueve años.

Retrato enviado por la autora: Catalina Contreras

Tras la pandemia mundial comenzaron las clases a distancia tanto para los niños como para la joven que va a la universidad. El niño de doce años Martín cursa séptimo básico por lo que está pasando materias más avanzadas en la que sus padres no recuerdan con el tiempo que llevan sin estudiar. Cada semana, el profesor de él manda entre quince a veinte trabajos calificados para hacer durante la semana de los cuales, no hace siquiera uno, ya que pasa sus días durmiendo, acostado o jugando videojuegos en su celular. Sandra le pide constantemente cada día que haga sus deberes porque teme que repita de curso. Las tareas se acumulan y el estrés aumenta para esta madre preocupada. 

Por otra parte, está el niño más pequeño, de seis años, cursando kínder. La profesora de él también le manda tareas para hacer en la semana a través del WhatsApp de Sandra, con materia que pasó el año anterior en prekínder. Deberes que para ella son sencillos de realizar con José Ignacio. Pero, siente que no tiene las capacidades pedagógicas que tiene un docente preparado para ello. Más aun teniendo en cuenta que el chico es hiperquinético, le cuesta concentrarse o mantenerse sentado en una mesa sin querer correr o salir a jugar. Sin embargo, cuando Camila tiene tiempo le ayuda con sus tareas, ya que a ella le presta más atención que a su madre. 

Mientras ella realiza estos trabajos a horas de la noche Rodrigo fuma sus cigarrillos y se va a dormir

La joven también se ha visto emproblemada por sus clases en línea, pasa horas e incluso días enteros frente a la pantalla de su computadora realizando trabajos para su universidad. En las noches le cuesta dormir pensando en lo que debe hacer al día siguiente. 

“Camila era la única que me ayudaba en la casa, con el aseo, con las tareas de los niños. Ahora con las clases online no tiene tiempo para nada, la veo estresada, cansada. Me la lata tener que pedirle ayuda porque también me veo rebalsada con todo. Se que su deber es estudiar, sacar esta familia adelante. Le agradezco que su poco tiempo lo disponga para darnos apoyo” explica Sandra apretando su mano con fuerza.

Cada fin de semana es día de trabajo para Sandra, ejerce sus labores como informal en el persa Teniente Cruz que está ubicado a las afueras de su casa. Su patio es su lugar de laburo. “Parece bodega” dice. Ahí es donde tiene su freidora, sus hornos, unos grandes mesones de metal aluminio. Bandejas de plástico de distintos colores, verdes, amarillas, naranjas y azules. Todas sus cosas en donde junto a su marido y su hija venden empanadas, papas fritas, sopaipillas, pan amasado e incluso colaciones para las personas que van de compras al persa y locatarios del sitio. Es por eso que cada viernes por la noche debe realizar los adelantos para el trabajo, las compras en la Vega Central de Santiago, las del supermercado. Esos días se acuesta a tardías horas de la noche pelando, cortando papas, entre otros productos para cada sábado, domingo o festivo. Mientras ella realiza estos trabajos a horas de la noche Rodrigo fuma sus cigarrillos y se va a dormir dejándola cada noche en soledad hasta que puede irse a la cama.

Cuando llegan esos días es cuando empiezan los problemas más intensos para esta mujer, se levanta temprano para tener todo listo a las una de la tarde, ya que esa es la hora en donde más personas transitan por esas calles pobladas de comercio. Rodrigo se levanta junto a ella para “ayudarla” como él dice. Pero apenas empieza el movimiento de la mañana, el sale de casa demorándose largos tiempos en volver para darle apoyo en la cocina. 

Camila se levanta más tarde y prepara aquellas cosas más simples que puede realizar. El pan en bolsas, las salsas en pequeños potes para los alimentos, y la repartición para aquellos locatarios que le encargan comida. 

Llega la hora. Ya tienen todo preparado por lo que comienzan rápidamente a hacer las entregas y a atender al público que se acerca al lugar. Las ventas de colaciones a locatarios son programadas desde el día anterior, por lo que Sandra prepara cantidades justas de comida para estas personas. Cada vez que Rodrigo termina de entregar los almuerzos llega donde la mujer para decirle que hay más personas que quieren comida. Ella le dice que tiene lo justo, que por la hora no le da el tiempo para preparar más sin retrasarse. Rodrigo parece escuchar. Pero erróneamente les dice a las personas que sí alcanza, que su alimento llegará, aunque él no lo vaya a preparar. 

“Cada fin de semana es lo mismo, estoy cansada de decirle que si no alcanza para más no se puede simplemente. Prefiere quedar bien con la gente a estar en calma conmigo, se supone que yo soy su mujer. No me cabe en la cabeza que sea así con los clientes. Yo cocino, yo me caliento la cabeza cada semana haciendo las compras, si le digo que no, es porque enserio no puedo. Entre atender a la gente que viene a comer y estar sirviendo los platos para que él y la Cami puedan entregar, termino agotada, no se da cuenta que no aguanto más. Desde el 2014 que trabajo en esto, porque él quedó sin pega. Básicamente yo mantengo sola esta casa” expresa Sandra agobiada mientras sus ojos se humedecen lentamente.

La mayoría de las discusiones que tiene esta familia son por asuntos económicos y por el trabajo de cada semana. Después que Rodrigo vende estas comidas a escondidas de Sandra, las anota en el cuaderno en donde tienen todos los encargos. Cuando ella se da cuenta comienza regañarlo enfrente de las personas. Ambos gritan, mientras que un silencio incómodo se apodera del público que se está alimentando. 

Luego de la discusión, las cosas se calman, se reparten las comidas extras que se vendieron. Todo continúa con normalidad hasta el fin de las entregas, en donde Sandra se encarga de lavar todo lo que se ensució, Camila va a realizar sus trabajos pendientes para sus estudios y Rodrigo se encarga de cobrar el dinero de los locatarios que almorzaron con ellos.

 Pasan las horas hasta que la tarde se asoma. Sandra tiene todo en orden en casa, por lo que comienzan a cuadrar todo lo vendido del día. Nuevamente faltan entre diez a quince mil pesos de la venta, como todas las semanas. Sandra no entiende el porqué. La discusión se profundiza, los gritos son más fuertes desde casa, los niños están presentes ante los hechos y la inquietud provocada se empieza a demostrar, José comienza a dar pequeños brincos desesperados mientras que Camila trata de alejarlo de ello junto a Martín. Finalmente, aquel dinero perdido jamás es encontrado, se pierde entre un sinfín de alaridos abrumados que quedan en la nada. 

Comienza nuevamente la semana con normalidad. Se repite la rutina. Llega la luna a sus ojos por lo que Camila se da el tiempo de preparar unos rolls de canela para tomar once junto a la familia. 

Sus manos en la masa no le impiden darse cuenta de la extraña actitud en Rodrigo. El hombre se paseaba de un lado a otro, por dentro y por fuera de la casa. Prendía cigarrillos con más frecuencia y los consumía con total rapidez. José le mostraba fotografías que él simplemente ignoraba sin mirar al niño. La joven decidió no poner atención y continuar con su objetivo en la cocina. Pidió a Sandra poner los dulces al horno, ya que ella teme a los enormes artefactos que utilizan para trabajar. Mientras la mujer ponía la bandeja al calor del horno, Camila le decía al oído la chocante forma en la que estaba actuando su padre. 

Sandra decidió ir a ver con sus propios ojos lo que la joven le informaba. Descubrió que era justamente lo que presentía. Se acerca a Camila con su rostro aturdido y le explica que el hombre está completamente drogado. 

La joven toma fuerzas ante la situación, lo enfrenta para decirle que tenga respeto por sus hermanos pequeños que estaban frente a sus ojos y que si se encuentra en ese estado es mejor que se retire hasta que el efecto se vaya de su cuerpo.

“Él me contó el año pasado de esto. Consume cocaína desde el año 2014 cuando quedó sin pega y mi mamá quedó embarazada de José. Ese día recuerdo sus palabras… Dijo que ya no quería seguir en eso, que podía controlarlo y me prometió que lo dejaría para siempre. Yo le creí, es mi papá, jamás se espera que tu propio padre te mienta en una promesa. Desgraciadamente así fue. Ese día me sentí decepcionada, no tanto por mí, por mis hermanos que lo estaban mirando en ese momento ¿qué les podría decir? Sólo quería que se fuera, por suerte lo hizo.” cuenta Camila con su rostro empapado en lágrimas. 

Tras la tensa situación vivida, la relación familiar se fue quebrantando de a poco. El dinero se seguía perdiendo cada semana, el monedero cada vez se veía más y más vacío. Los préstamos entre vecinos se hacían más frecuentes, mientras que las discusiones se volvieron una costumbre. La acumulación de problemas y la crisis sanitaria hicieron que Sandra rebalsara toda esperanza de alegría. Ya llevaba dos meses atrasada con el arancel de la universidad. Un mes sin poder pagar arriendo, asimismo las ventas de fin de semana fueron llegando a su fin lentamente con la llegada de la cuarentena total en la provincia, por lo que los ingresos empezaron a decaer y lo poco que había desaparecía entre las manos de Rodrigo cada vez que se iba por varias horas en el día. 

Las noches para Sandra se volvieron una eternidad, sus ojos no lograban cerrarse para conciliar el sueño, por lo que no tuvo más opción que empezar a consumir pastillas para dormir sin receta alguna, y así poder descansar de una vez. 

“Toda la situación me tiene enferma, ya no sé qué hacer, con suerte nos alcanza para comer y Rodrigo lo único que hace es desaparecer la plata. Me la paso pensando en cómo voy a pagar ese montón de deudas que tengo. Con la cuarentena total decretada no podre ni trabajar, estoy hasta el cuello. No tengo apoyo porque mi marido es un problema más en mi vida y ¿qué puedo hacer? nada. Si tuviera un hombro del cual apoyarme quizá no sentiría estas inmensas ganas de morirme. Siento que me volveré loca, enserio no aguanto más.” expresa Sandra desviando la mirada al techo de su casa y con su voz quebradiza resonando en las paredes.

Los días pasan, nada cambia. El encierro sigue presente y el trabajo inexistente. El dinero es casi nulo. La comida sigue sobre esa mesa de madera desgastada, con el temor de que se vacíe con el tiempo. Mientras que algunos artefactos electrónicos desaparecen en manos de Rodrigo. Sandra se desespera cada vez más, en los agobiantes pensamientos que la acechan, llevándola fríamente al borde del colapso. 

Catalina Contreras

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