Opinión
25 de Octubre de 2020Opinión – “Malentendidos acerca de la nueva constitución”
"La ilusión épica de haber vivido una versión 2.0 del plebiscito de 1988, esta vez sin temor –y cómo no: el dictador está muerto y el ejército no lo obedece-, no pasa de ser eso: una ilusión".
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Comenzó la cuenta regresiva para que los ciudadanos elaboremos una nueva constitución. Que estemos a la altura de ese desafío depende de varias condiciones. Una de esas consiste en despejar malentendidos.
El primero: haber sometido el acuerdo del 15 de noviembre, del año pasado, a una ratificación plebiscitaria fue innecesario. Con todo respeto por el sentido de renovación y esperanza que abrió el resultado del plebiscito, cuando el Congreso devolvió al pueblo la soberanía para ejercer el poder constituyente mediante nuevos representantes, ¿qué sentido tenía preguntar al pueblo si quería ser soberano?
Sólo la insinceridad de una parte de la derecha en la celebración del acuerdo puede explicar esa incongruencia. Pero el costo de esa fijación torpe de responder antes a sus bases más extremas que a sus interlocutores y a su propia gente políticamente sensata estaba desde el principio a la vista: división entre sus filas, dejando fuera de juego al gobierno, exposición a una derrota electoral aplastante, pérdida de credibilidad política de cara a la elección de los miembros de la convención y atraso en un año del proceso constituyente.
Lo sensato habría sido asumir con integridad el acuerdo y elegir a los constituyentes en el menor plazo posible en el que hubiera podido efectuarse esa elección. Retrasar ese momento para llevar en paralelo la elaboración de una nueva constitución y las elecciones de cargos públicos bajo la constitución vigente es peligrosamente inductor a confusión y causante de descrédito de la política. Porque votar para elegir un cargo es ratificar la validez política de la institución respectiva. ¿Qué sentido tiene participar en elecciones para ejercer funciones que estaremos revisando, alterando o eliminando antes de que venza el plazo para su renovación?
La consecuencia más perversa de esta situación incongruente es, sin embargo, la opuesta. Esta esquizofrenia política puede traducirse en que se imponga una limitación tácita al poder de la convención constituyente, por consideraciones domésticas. Porque el calendario paralelo tenderá a restringir las opciones de diseño institucional para la nueva constitución por la dificultad de su implementación.
¿Cómo podría un Presidente de la República recién electo o sus votantes aceptar un régimen parlamentario de gobierno? ¿O los nuevos gobiernos regionales y sus votantes, una reducción de la distribución territorial a unas pocas mega-regiones? Frente a esas consideraciones será indispensable hacer valer el principio de que ningún órgano del Estado y ningún cargo público, ni tampoco sus votantes, tienen derechos adquiridos frente al cambio constitucional.
El segundo malentendido es igualmente importante: no estamos modificando la constitución de Pinochet. La ilusión épica de haber vivido una versión 2.0 del plebiscito de 1988, esta vez sin temor –y cómo no: el dictador está muerto y el ejército no lo obedece-, no pasa de ser eso: una ilusión.
Con todo respeto por la fecundidad constructiva de esa ilusión para el futuro cercano, el hecho es que la constitución de Pinochet nunca entró en vigor. Sólo una parte de ella rigió hasta 1989 y la constitución que rigió íntegramente desde entonces lo hizo habiendo sido ya modificada. Y siguió siéndolo. Desde entonces, ha sido modificada 50 veces. La más importante fue la efectuada el 2005 bajo el gobierno del Presidente Ricardo Lagos, al punto que el texto auténtico de la constitución actual lleva su firma.
¿Qué es lo que estamos modificando entonces? Aunque suene paradójico, lo que en rigor estamos modificando ya lo hicimos en gran medida: cambiamos el procedimiento de reforma, que permitía a la minoría -un tercio más uno, dos quintos más uno- mantener lo que quisiera. La única continuidad pinochetista de la constitución es esa: en el nivel de la modificación de la constitución y de un número importante de leyes –donde aún bastan tres séptimos más uno para mantenerlas intactas- la derecha tenía -y aún tiene- el control del cambio con tal que satisfaga ese nivel de representación.
Ciertamente, no es algo insólito en el mundo que la minoría controle el cambio constitucional. Y si hay asuntos que por su detalle no pueden ser regulados en una constitución, pero que podrían dar a la mayoría circunstancial un poder de perpetuación –como el diseño electoral, por ejemplo- también tiene sentido que la minoría controle su cambio.
El punto está en el equilibrio entre lo que se define como disponible para la política democrática mayoritaria y lo que se sustrae a esa disponibilidad. Porque eso es precisamente una constitución democrática: un diseño de lo indisponible que hace posible la disponibilidad reflexiva y pacífica de los demás asuntos. Comparado con el orden generado por la constitución de 1925, el orden instaurado por la de 1989/2005 peca sin duda por exceso de indisponibilidad.
La lección entonces es obvia. El malentendido acerca de estar cambiando la constitución de Pinochet alimenta un vuelco en 180 grados, postulando otra constitución excesiva, pero ideológicamente opuesta. De hecho, una incluso exponencialmente más excesiva, pues habría que asegurar en la constitución la transformación ideológica de los aspectos básicos de las leyes que hoy exigen cuatro séptimos para su modificación. Una vez que se clarifica qué es lo que necesitamos cambiar –en tiempo pasado y presente, porque ya lo hicimos y lo seguimos haciendo- se advierte qué es lo que tenemos que lograr en la nueva constitución: un diseño equilibrado para la política de la democracia.
*Antonio Bascuñán es abogado, profesor universitario de derecho.