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Opinión

6 de Mayo de 2021

Columna de Álvaro Bisama: La soledad

Es imposible pensar en ese legado sin esa soledad, porque esa soledad es una forma de la sombra pero también un abandono glacial, carente de melancolía, incapaz de solidarizar con cualquier narrativa, de construir un lazo con los otros. Ahí está él fuera de toda escena y futuro, un hombre despojado de todo poder, convertido en el meme del otoño.

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama
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Camina solo de vuelta. Se aleja rumbo a su despacho o a otro salón con uno de esos balcones donde nadie ha salido a saludar desde hace años, a un lugar donde la historia de Chile pareció estar de su lado. La imagen es demoledora. Abandona la escena mientras sus ministros se acercan y rodean a Yasna Provoste, quien ha decidido no humillarlo, no pegarle en el suelo. Más atrás está la Plaza de la Constitución y se puede sobre todos ellos ver la estatua de Diego Portales. La foto la sacó Cristóbal Escobar de la Agencia Uno y circuló de modo profuso la semana pasada. Va a quedar; es una gran postal de este año imposible. Inesperada y premonitoria, pocas imágenes podrían resumir estos días con tanta elocuencia. Algo termina en ella, algo se sincera en la caminata hecha de puro fracaso, en esos pasos que lo llevan al olvido o, mejor dicho, a la insignificancia. No hay más. O sea sí hay, pero él ya carece de peso: las elecciones que se avecinan, las primarias, la presidencial, la guerra florida de los candidatos, Chile como un circo en llamas. 

Pero ya no importa. Aunque lo acompañen sus amigos y el segundo piso completo, está solo. Quedó así. Ya es yeta. Mufa, como dicen los argentinos, que evitan pronunciar algunos nombres. Ya sabemos que cada vez que sale en televisión arruina las cosas, interrumpe, sus discursos parecen fuera de lugar. En ellos ha terminado como un actor invitado dentro de su propia película, empecinado en ser un convidado de piedra en las transmisiones de sus ministros mientras vuelve sus cadenas nacionales unos infomerciales innecesarios y mezquinos. Si no, no se entiende su obsesión por hacer puestas en escena los domingos por la noche, o los sábados a la hora del almuerzo. En esas apariciones su sonrisa es la misma de siempre; ya no es posible otro arreglo cosmético o político en ella, no hay botox electoral que impida que la percibamos como torcida. 

No se entiende su obsesión por hacer puestas en escena los domingos por la noche, o los sábados a la hora del almuerzo. En esas apariciones su sonrisa es la misma de siempre; ya no es posible otro arreglo cosmético o político en ella, no hay botox electoral que impida que la percibamos como torcida. 

Quizás quiere eso, aspira pasar a la historia como una pesadilla. Puede ser una explicación. Quizás ya renunció a todo. Degradadas todas las fantasías que quiso perpetrar respecto a su presidencia, tal vez ahora finge no saberse un fantasma al que solo le quedan el empeño para hundirse en la catástrofe y la forma que tiene para apropiarse de cualquier discurso y hacerlo ver como un simulacro.  Si no, no se explica, ni tienen sentido la mezquindad, la falta de empatía, los discursos que parecen escritos con la prosa de una tarjeta de cumpleaños y la necesidad imperiosa de seguir presentándose como un estadista. No se entiende que en vez de ofrecerle contención o épica a la ciudadanía, lo único que tenga sean palabras de autoayuda y más y más lugares comunes, puros escombros de las muecas de un curita buena onda.

A veces me pregunto cómo lo recordaremos. Lo hago desde que supe que existían planes para preservar su legado. La noticia me dio risa y pena y me recordó esas naranjas falsas que colgaron una vez en uno de los patios de La Moneda. Pero eso, lo del legado, era más que un chiste. Poseía una inocencia trucha y esgrimía un candor perverso y radiactivo; acaso la mala fe de provenir de un país alternativo donde no hubo estallido ni pandemia, un mundo donde su gobierno no le declaró la guerra a una ciudadanía que calificó de enemigo silencioso; un país donde ningún policía le disparó a nadie directo a los ojos ni hubo ministro alguno que celebrara que el monto de la ayuda social para las familias en pandemia no superase los 65 mil pesos para luego presentarse, sin vergüenza alguna, como una alternativa presidencial. No, en ese mundo la ciudadanía no ocupó ninguna plaza y el virus no se expandió siguiendo la ruta de la desigualdad nacional, no fue otro mapa de nuestras zonas de sacrificio. No, en la falsa inocencia de esa idea, estos años no serán recordados por la violencia y la muerte, ni por el modo en que él y los suyos quisieron entender la realidad como una guerra, un negocio o una especulación; ni por el debate áspero de los ciudadanos con un gobierno empecinado en negar sus fracasos, tapándolos con manotazos y palos de ciego, sin dejarle aire o esperanza a nadie, haciendo una parodia de los modales de la república.

No, en la falsa inocencia de esa idea, estos años no serán recordados por la violencia y la muerte, ni por el modo en que él y los suyos quisieron entender la realidad como una guerra, un negocio o una especulación; ni por el debate áspero de los ciudadanos con un gobierno empecinado en negar sus fracasos, tapándolos con manotazos y palos de ciego.

Pero es imposible pensar en ese legado sin esa soledad, porque esa soledad es una forma de la sombra pero también un abandono glacial, carente de melancolía, incapaz de solidarizar con cualquier narrativa, de construir un lazo con los otros. Ahí están la política hecha de puro detritus ideológico, de discursos patrioteros, puros agujeros en el lenguaje de la vida cívica. Ahí está él fuera de la escena y del futuro, un hombre despojado de todo poder, convertido en el meme del otoño.

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