Opinión
14 de Julio de 2021Columna de Florencio Ceballos: El espejo de la ignominia
En Canadá se han descubierto cientos de tumbas clandestinas de niños indígenas, cerca de los internados donde estudiaban. Y vendrán más. Esta vez se percibe en la opinión pública una sensación distinta, de vergüenza, rabia, ignominia y agobio. Demostraciones en las calles, debates en los medios, zapatitos de niños en la entrada de las casas…
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El 27 de mayo pasado, Jefes de la Primera Nación Tk’emlúps te Secwépemc, en la costa oeste canadiense, anunciaban el descubrimiento de 215 tumbas sin marcar de niños en un cementerio adyacente a un antiguo internado católico. Un mes después, 751 cuerpos eran encontrados cerca de otra escuela. Hace unas semanas aparecieron 182 tumbas clandestinas más, y mientras termino estas líneas informan de otras 160. Vendrán muchas más, porque estos hallazgos macabros representan la punta del iceberg lo ocurrido en Canadá a lo largo de un siglo y medio: un genocidio cultural en palabras de la Comisión de Verdad y Reconciliación encargada de investigar el legado trágico de 139 “escuelas residenciales”.
Se trata de una red de internados obligatorios para niños y niñas indígenas, ideados y financiados por el Estado canadiense y administrados por iglesias cristianas -mayoritariamente católicas- desde 1828 hasta 1997 que impusieron un régimen de asimilación forzada de niños, niñas y adolescentes (NNA), sabiendo que así también mataban la identidad, historia y lengua de sus comunidades de origen. De los 150 mil niños y niñas que pasaron por ahí, entre 4 mil y 30 mil -no se sabe realmente- nunca volvieron. Murieron antes de enfermedad, malnutrición, maltrato y pena. Se les llama “los niños perdidos”.
Nadie en Canadá se atrevería a sostener que esto es una novedad sorprendente. Denuncias existen hace décadas y la extensión del daño provocado por esos verdaderos campos de concentración ha configurado por mucho tiempo la relación del Estado y las primeras naciones.
Sin embargo, esta vez se percibe en la opinión pública una sensación distinta, de vergüenza, rabia, ignominia y agobio. Demostraciones en las calles, debates en los medios, zapatitos de niños en la entrada de las casas, iglesias católicas atacadas en días recientes mientras el Papa rehúsa pedir perdón y solo se declara adolorido. Lo que está en juego no una herencia post colonial lejana, “una parte oscura de nuestra historia”, sino que es el presente lo que está en cuestión. Las víctimas son personas vivas, sus traumas y los de sus comunidades son una realidad de hoy.
Canadá tiene una sofisticada relación política con sus primeras naciones, al alero de instituciones, leyes y espacios de autogobierno inéditos y de avanzada. Sin embargo, todo eso es insuficiente, y no logra dar cuenta de esa exclusión radical y estructurante en que la relación del país y sus primeras naciones se construye, desde la salud y la justicia al empleo y las microdiscriminaciones. La tarea por delante es titánica.
Nadie en Canadá se atrevería a sostener que esto es una novedad sorprendente. Denuncias existen hace décadas y la extensión del daño provocado por esos verdaderos campos de concentración ha configurado por mucho tiempo la relación del Estado y las primeras naciones.
Esta semana el Primer Ministro Justin Trudeau ha anunciado el nombre de la nueva Gobernadora General de Canadá, cargo simbólico que oficia como representante de la corona británica y Jefa de Estado. Se trata de Mary Simon, una mujer Inuit, ex embajadora y activista de los derechos de los pueblos indígenas. Es un gesto simbólico importante, y en este tipo de cosas, los símbolos y los gestos cuentan, aunque también pueden ser un arma de doble filo: útiles, necesarios, pero perjudiciales si se les trata como un placebo para no hacerse cargo de las cuestiones de fondo: verdad, justicia y reparación.
Mientras todo esto sucede en mi país de acogida, en mi “otro país” la relación entre la nación mapuche y el Estado es más frágil que nunca, y las heridas más profundas. La solemne emoción que provocó en muchos la llegada de constituyentes de pueblos originarios al ex Congreso para dar inicio a la Convención, y ver una académica mapuche elegida para encabezarla, se contrarresta con la obstinación con que el Estado y ciertos sectores políticos siguen invocando las mismas respuestas ciegas frente a aquello que requiere soluciones políticas profundas postergadas por décadas y siglos.
Y exige sobre todo de la sociedad chilena en su conjunto, como lo hacen hoy con dificultad los canadienses, mirarse ante el difícil espejo de la ignominia y reconocer esa historia que es también presente.
Mientras todo esto sucede en mi país de acogida, en mi “otro país” la relación entre la nación mapuche y el Estado es más frágil que nunca, y las heridas más profundas. La solemne emoción que provocó en muchos la llegada de constituyentes de pueblos originarios al ex Congreso para dar inicio a la Convención, y ver una académica mapuche elegida para encabezarla, se contrarresta con la obstinación con que el Estado y ciertos sectores políticos siguen invocando las mismas respuestas ciegas frente a aquello que requiere soluciones políticas profundas postergadas por décadas y siglos.
* Florencio Ceballos es sociólogo, reside en Canadá.