Opinión
4 de Agosto de 2021Columna de Diana Aurenque: Humanizando al “super-atleta”
Los y las deportistas de Tokio 2020 nos invitan a aquella rehumanización de su arte al plantearnos dos temas: género y salud mental. Tanto a nivel individual como colectivo, decidieron no solamente competir por las codiciadas medallas, sino también abogar por asuntos que son urgencias en lo social y político.
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Durante estos Juegos Olímpicos Tokio 2020 hemos sido testigos de eventos muy particulares. Momentos que son mucho más llamativos que la ausencia de público en las galerías. Lo realmente insólito ha sido la presencia de un espíritu abiertamente reivindicatorio y hasta político; uno que no sólo busca impresionar a los observadores con hazañas deportivas, sino a humanizar a sus protagonistas.
Los y las deportistas nos invitan a aquella rehumanización de su arte al plantearnos dos temas: género y salud mental. Tanto a nivel individual como colectivo, decidieron no solamente competir por las codiciadas medallas, sino también abogar por asuntos que son urgencias en lo social y político.
Así, por ejemplo, la selección noruega femenina de balón mano fue multada por usar pantalones cortos (y no bikini, como dice el reglamento); mientras que las gimnastas alemanas optaron por usar trajes de cuerpo entero (hasta los tobillos), con el objeto de luchar contra la sexualización del deporte.
En paralelo, la salud mental de los y as atletas también es foco de interés. La retirada y luego reincorporación al campeonato por parte de la gimnasta Simone Biles, evidenció el enorme costo a nivel de salud mental que constantemente pagan los atletas de alto rendimiento. A nivel nacional, el deportista Arley Méndez anunció a su vez con profunda conmoción su retiro del deporte declarando: “No puedo más”.
Los y las deportistas nos invitan a aquella rehumanización de su arte al plantearnos dos temas: género y salud mental.
Sin audiencia, curiosamente, el estadio se volvió plaza pública, lugar de activismo y política. El deporte olímpico se volvió así más cercano al mundo común y corriente. Los atletas de alto rendimiento, comprendidos como los profesionales más notables de su especialidad, aquellos que se asume deben estar preparados para lidiar con la ansiedad y las presiones propias de competencias de este tipo, se revelan vulnerables. Agotados de lidiar con prácticas orientadas a la continua exigencia que les dañan, como a nosotros.
¿No es ésta la prueba más clara del fracaso de la cultura del rendimiento? ¿No es quizás también momento, de tomar estos ejemplos no sólo como momentos del deporte, sino como metáforas de nuestra realidad cotidiana?
Es cierto que los deportistas olímpicos están sometidos a una presión mucho más permanente que las que experimentamos las personas comunes y corrientes. Pues con cada presentación no sólo se busca ganar medallas, sino también mantener becas, lograr financiamiento y dar con sponsors. Ello podría incluso hacer comprensible que un deportista, que continuamente lleva su cuerpo y su salud metal al límite, alguna vez haya pensado o realizado algún “doping”. ¿Podemos realmente culparlo por buscar algún narcótico o estimulante que lo potencie y le permita superar sus límites humanos?, ¿todo para lograr un nuevo record que le asegure éxito y estabilidad?
Sin audiencia, curiosamente, el estadio se volvió plaza pública, lugar de activismo y política. El deporte olímpico se volvió así más cercano al mundo común y corriente. Los atletas de alto rendimiento, comprendidos como los profesionales más notables de su especialidad, aquellos que se asume deben estar preparados para lidiar con la ansiedad y las presiones propias de competencias de este tipo, se revelan vulnerables. Agotados de lidiar con prácticas orientadas a la continua exigencia que les dañan, como a nosotros.
La presión permanente por rendir al máximo, por alcanzar más, mejor y nuevas metas, no sólo cobra su cuota en la salud mental de los y las deportistas, sino también en el resto de las personas “comunes y corrientes”. El ocaso del “super-atleta” es, por lo tanto, la expresión quizás más evidente de que, especialmente en tiempos sombríos como los actuales, pandémicos e inciertos, nadie escapa a la posibilidad del colapso.
No importa cuánto alguien entrenó, ni cuánto se ha sabido disciplinar las emociones; hoy las usanzas de “fortaleza”, “frialdad” o “rudeza de carácter” asociadas a una racionalidad que no se emociona, se deshacen. Porque en realidad, la mayoría de las veces somos solo humanos, demasiada carne con un montón de pálpitos; y muy poco mármol pensante.
*Diana Aurenque es filósofa. Directora del Departamento de Filosofía, USACH.