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Opinión

25 de Febrero de 2022

Columna de Verónica Vega: La Crucifixión de 1992

El 27 de febrero se cumplen treinta años de la crucifixión de mi amiga Patricia Rivadeneira, en el contexto de una legendaria performance realizada en el Museo de Bellas Artes. La acción fue considerada sacrílega y grotesca por la mayoría de los chilenos sin importar sus tendencias políticas. Aún hoy la historia de una mujer crucificada sugiere una imagen bizarra y escandalosa.

Verónica Vega
Verónica Vega
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El 27 de febrero se cumplen treinta años de la crucifixión de mi amiga y colaboradora Patricia Rivadeneira. Aun hoy la historia de una mujer crucificada sugiere una imagen bizarra y escandalosa.

Treinta años atrás esta crucifixión fue considerada sacrílega y grotesca por la mayoría de los chilenos sin importar sus tendencias políticas. Esta acción de arte ocurrió en el contexto de una legendaria performance en el Museo de Bellas Artes en Santiago de Chile en 1992, dos años después que cayera la dictadura. Un grupo de artistas se reunieron para protestar por el poco interés que se le prestaba a la prevención del SIDA. La performance incluía a las minorías de nuestro país, incluyendo a chilenos no binarios, niños y también a los pueblos originarios (Mapuches), cuya inclusión causó más risa que indignación. En este punto vale la pena mencionar, que, si en la cruz hubiese habido una mujer mapuche, sin duda, ya no estaría viva.

En la controversial performance, Patricia apareció crucificada, tomando el lugar de Jesús Cristo y en vez del lienzo de pureza que cubría “las vergüenzas” del hijo de Dios, mi amiga llevaba la bandera chilena. Al final de la performance, se bajó de la cruz, se sacó la bandera que cubría sus genitales, caminó libre y desnuda como Eva en el paraíso y, sin vergüenza alguna, se despidió solemnemente del público que colapsó de la emoción y el espanto cuando la vieron desaparecer arrastrando la bandera chilena.

La actriz Patricia Rivadeneira en medio de su performance en 1992.

En retrospectiva me doy cuenta que las cosas no han cambiado mucho… treinta años más tarde esta performance sigue siendo un escándalo público y ése es su valor principal. ¿Por qué?

Creo que la clave ideológica de la performance fue usar este cuerpo femenino en conjunto con los íconos más adorados por los chilenos de esa época: la bandera y la cruz. Me atrevo a afirmar que esta adoración no ha sido seriamente analizada por los escolásticos chilenos por motivos que son obvios. Considero estos símbolos profundamente conflictivos desde el punto de vista sociológico; la bandera, estandarte del territorialismo inherente al patriarcado que divide para conquistar, dominar y explotar a una población bajo el so pretexto de “gobernar”; y la cruz, bandera metafórica del colonialismo que ha servido para subyugar a los pueblos originarios en Sudamérica y el resto del mundo, gobernando material y espiritualmente sobre los pueblos que catequiza.

Al final de la performance, se bajó de la cruz, se sacó la bandera que cubría sus genitales, caminó libre y desnuda como Eva en el paraíso y, sin vergüenza alguna, se despidió solemnemente del público que colapsó de la emoción y el espanto cuando la vieron desaparecer arrastrando la bandera chilena.

Estos dos símbolos viven perpetuos en el inconsciente colectivo de Occidente como parte de una identidad que no se cuestiona; patriotismo y religión. Entonces, ¿cómo podría una simple mujer volverse “nuestro señor”? Una mujer desobediente, rebelde, una mujer que no sólo tomó el lugar de Jesús, nuestro salvador, hijo único de Dios padre “todopoderoso”, sino que además se quitó la bandera, su único expolio, y se retiró desnuda hacia su libertad, despreciando el rol de “Salvadora”, dejando en claro que su cuerpo desnudo era el símbolo de una dignidad sagrada, que no necesitaba vestimentas.

Patricia no quiso obedecer ni siquiera al director de la performance (Vicente Ruiz), quien le había indicado claramente no quitarse la bandera. Esta majestuosa Eva chilena insertó en el inconsciente colectivo de todo el país la imagen de un paraíso inventado por ella, minando el rígido patriarcado establecido por la dictadura, penetrando meticulosamente la imposibilidad, con una libertad que no existía para nadie y menos para las mujeres.

Hay que recordar que esta acción de arte ocurrió en un país que se despertaba de diecisiete años de dictadura, este acto de rebeldía fue y sigue siendo hoy el epitome del poder contestatario femenino (no feminista) de nuestro país. Pienso que esta insolencia estremece por destilar el sudor de una represión histórica milenaria y creo que seguirá vigente por siempre.

La imagen de la mujer crucificada estremeció en la medula al público chileno, repito, las masas se enardecieron, pero las feministas de la época brillaban por su ausencia, las escuetas defensas eran nada frente a los ataques, nadie se atrevió a rebatir, absolutamente nadie escribió un ensayo o algún texto serio en defensa de la mujer crucificada o sus motivos; a lo más, los que repudiaron la dictadura sonrieron silenciosos, los que entre dientes toleraban la dictadura se sobrecogieron, viendo un atisbo de esperanza, soñando con una libertad que se hacía real a través de un arte que se presentaba sin ningún patronazgo, completamente bastardo, hijo de la miseria cultural que se vivió en esa época y de la que seguimos presos como legado de nuestro tercermundismo ignorante de la importancia de crear un arte local y nacional.

La imagen de la mujer crucificada estremeció en la medula al público chileno, repito, las masas se enardecieron, pero las feministas de la época brillaban por su ausencia, las escuetas defensas eran nada frente a los ataques, nadie se atrevió a rebatir, absolutamente nadie escribió un ensayo o algún texto serio en defensa de la mujer crucificada o sus motivos.

De esta negligencia cultural hago responsables a las clases altas chilenas, sin gusto por el arte, ni capacidad de crear cultura para entenderlo, por eso no fue raro que los que obedecieron ciegamente el protocolo de la dictadura, al ver una acción de arte purificadora de esa ignorancia endémica, sufrieron un ataque de indignación eterno. No cesaron de acusar y perseguir a Patricia por décadas y me atrevo a afirmar que algunos siguen furiosos con ella hasta el día de hoy. La desobediencia de Patricia fue castigada duramente, no voy a enumerar ni a escribir nombres, pero me consta que este acto de insurrección le costó muy caro en su carrera de actriz.

Con el tiempo y la globalidad que ha penetrado las culturas del mundo a través de las redes sociales, una nueva visión sobre los géneros se ha impuesto, cambiando algo de ese machismo endémico en Chile. Hoy Patricia Rivadeneira se ha convertido en el estandarte de lo imposible, una especie de Juana de Arco sudamericana, especialmente para las jóvenes que quieren rebelarse y cambiar la estructura de una sociedad con muchas desigualdades de género y en donde a menudo este machismo es patrocinado por mujeres, que tras miles de años de patriarcado han sido concientizadas de su inferioridad y son más machistas que los mismos hombres, educan a sus hijos en el delirio de ser superiores y se relegan a ser sólo esclavas.

Esposas que valoran a sus padres sobre sus madres y que después de 71 años con derecho a voto aún sufragan como sus maridos y no cuestionan las consecuencias del patriarcado, aunque éste está claramente destruyendo el planeta. Piensan que las mujeres valen menos que los hombres por ser débiles y menstruar, que son en esencia menos inteligentes, mujeres que indistintas de su rango social y/o político siguen un modelo “falocéntrico” y aceptan abusos de sus hijos varones que jamás le tolerarían a ninguna mujer de su familia. Hablo de un silencio aprobador, no inocente, en el que la adoración al hombre y a la narrativa patriarcal comienzan con un dios que sólo tiene un hijo y es hombre como él. Allí, en el medio de esa travestía cultural se plantó la cruz de Patricia, abriendo una grieta profunda que treinta años más tarde se ha convertido en una zanja y que tal vez comience a tragar la falta de igualdad entre hombres y mujeres.

Llegué a Chile una semana después de la performance, y me tomó un par de días traquear en dónde se encontraba Patricia, pues nadie sabía dónde estaba. Tras muchos llamados telefónicos la encontré escondida en el quinceavo piso de una torre con vista a la Plaza Italia. Los periodistas la buscaban como a un criminal, en conjunto con detractores y enemigos que vieron en esta performance un insulto imperdonable a la fe católica, un designio del fin del mundo (como lo público la portada de Las Ultimas Noticias); era una verdadera cacería de brujas medieval.

Pude llegar al lugar de esta guerrillera del arte, porque nadie me conocía (hasta el día de hoy soy una figura anónima). Como una espía, me deslicé por las calles hasta llegar a la guarida de la Eva crucificada sin despertar sospechas. Allí me encontré con Vicente y con Jacqueline que, celosamente, cuidaban la entrada del apartamento: Patricia estaba asustada y muy nerviosa, su cuerpo había explotado en úlceras, era obvio que esto era por el estrés que estaba viviendo, pero recuerdo que al verla me pareció que ciertamente se había crucificado y que ya se comenzaba a parecer al Cristo lacerado por los soldados romanos, el mismo de las pinturas del Vaticano.

Los periodistas la buscaban como a un criminal, en conjunto con detractores y enemigos que vieron en esta performance un insulto imperdonable a la fe católica, un designio del fin del mundo (como lo público la portada de Las Ultimas Noticias); era una verdadera cacería de brujas medieval.

Jacqueline Frésard le curaba las heridas que tenía por todo el cuerpo, como una Magdalena, en una pieza del departamento a la que nadie podía entrar, solo nosotras. Allí pude ver con mis ojos el efecto físico del vía crucis, lamento hasta el día de hoy no haber llevado mi cámara de la que jamás me separaba, pero me consuelo pensando que tal vez mi decisión fue inconsciente y que tal vez algunas cosas deben vivir en la memoria y en las historias que se cuentan verbalmente, como en los mitos de la antigüedad. Contar esta historia con palabras es desestructurar el andamiaje semiótico del pasado que protege la semilla germinante de la libertad y eyectar de entre sus pétalos una imagen que creará un nuevo símbolo.

Tal vez sólo a través del reciclaje de las palabras que viajan conscientes desde una época a otra para contar un hecho, los significados van cambiando y los símbolos redefiniendo, obligando a una reflexión profunda, en vez de usar imágenes que aún hoy no se entienden, porque todavía no está claro lo que contenemos en el lenguaje y lo que éste significa. Todavía hoy en el 2022, esa imagen de la mujer en la cruz no está clara en palabras, estamos en el proceso de obligar a los significantes a moverse de su sitio para dar paso a un significado nuevo  en son de una nueva era de respeto e igualdad de género para la mujeres del  mundo.

Por esto y por nuestra larga amistad, te doy las gracias Patricia.

*Verónica Vega es artista. Vive y trabaja en Nueva York.


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