Reportajes
1 de Marzo de 2022EXTRACTO. “El feminismo made in Chile”, de Yanira Zúñiga
Este texto que ahonda en el feminismo en Chile y reproducido en su integridad es un capítulo del libro "Nunca más sin nosotras". La obra constituye la primera publicación de la colección "Hoja de ruta" (Editorial Planeta), de 10 títulos que suma reflexiones a la discusión sobre el nuevo orden institucional que estamos construyendo.
Pese a que durante el siglo XIX pueden encontrarse escritos y acciones de movimientos de mujeres chilenas, en general, de raíz católica que, directa o indirectamente, denunciaron la situación femenina como injusta, es en el siglo XX, de la mano de las reivindicaciones de derechos civiles y de las luchas por el sufragio, donde es posible rastrear la aparición de una “conciencia feminista” nacional. Un rasgo distintivo del célebre Movimiento Pro-Emancipación de las Mujeres de Chile (MENCH), fundado en 1935, fue su declarado pluralismo, multiclasismo y su programa político transversal, comprometido, a la vez, con la emancipación jurídica, política, económica y biológica de las mujeres. En su declaración de principios, el MENCH se proponía “crear una amplia organización con carácter nacional, que agrupara en su seno a mujeres de todas las tendencias ideológicas que estén dispuestas a luchar por la liberación social, económica y jurídica de la mujer”. Con justa razón, décadas más tardes, en Tejiendo rebeldías, Julieta Kirkwood dirá con evidente admiración: “Creo difícil encontrar organizaciones femeninas superiores a lo que fue el MENCH.
Su carácter extraordinario se debió, desde luego, a su programa aplicado a las mujeres de todas las clases sociales; atrayente para burguesas y proletarias, cubriendo desde el voto hasta la difusión de los métodos anticoncepcionales entre las desvalidas. En relación con esto último demostraron gran audacia. Casi temeridad”. A resultas de la pérdida del factor aglutinador de la lucha por el sufragio universal femenino (obtenido en 1949) y debido a la persecución emprendida contra simpatizantes comunistas, base de algunas de las organizaciones feministas locales, durante el período de González Videla, la movilización feminista chilena se diluyó para retornar a fines de los setenta con el objetivo de participar en la lucha contra la dictadura y la recuperación de la democracia. En su obra Ser política en Chile: las feministas y los partidos, publicado en 1982, Julieta Kirkwood describía que la participación de las mujeres en la Unidad Popular se hizo poniendo entre paréntesis lo propiamente femenino, es decir, sin interrogarse sobre las conexiones materiales e ideológicas entre familia y sociedad, y las implicancias de los roles sociales de madres, hijas o compañeras “de los trabajadores”.
La lucha por la recuperación de la democracia, en cambio, le insufló al feminismo nacional nuevos aires. Esta segunda ola de feministas trajo consigo una reflexión nacional sobre la subordinación femenina y el lugar del género como estructura de opresión social. Nuevas prácticas y organizaciones emergieron para enfrentarse a la dictadura y su programa de ideologización femenina. Las mujeres pobladoras defendieron a sus familias del hambre y de la opresión, transformando las “ollas comunes” en un espacio de sobrevivencia, concienciación y resistencia política. Las intelectuales tejieron rebeldías mediante la pluma y la palabra. En este período despuntó Julieta Kirkwood, socióloga y cientista política, una figura fulgurante entre las teóricas feministas chilenas. En Feminarios, una compilación del material de sus cursos, seminarios y charlas, publicado en octubre de 1987, dos años después de su muerte, se plasma su visión sobre el feminismo entendido como una teoría y praxis crítica. “El objetivo final del feminismo es proyectar, a futuro, una tercera identidad femenina: de madre-esposa a ‘persona’. ¿Cómo? Pensando disidentemente en cuanto mujer: Yo, mujer –nosotras– me dispongo a mirar lo que ha sucedido conmigo, y conmigo en ‘cuanto género femenino’, en la sociedad humana. Y si alguna vez el feminismo es ciencia, va a ser, primero, ‘ciencia participante’ sin pretendidas separaciones entre sujeto y objeto de conocimiento, salvo que sea generada por hombres”.
La derrota de la dictadura en el plebiscito de 1988 y el advenimiento de la democracia interrumpieron la acción mancomunada, provocando la desarticulación entre fuerzas políticas opositoras y organizaciones sociales feministas, y la fragmentación de estas últimas. Algunas de estas organizaciones se transformaron en ONG; otras, se mantuvieron como organizaciones de base vecinal. Otras, se disolvieron. Los frutos de la inserción de mujeres en el terreno institucional en la reestrenada democracia chilena fueron, en general, modestos: su proporción en cargos de gobierno fue baja y su influencia discreta. En efecto, durante la década de los noventa la presencia de mujeres en el Estado se concentró en el Servicio Nacional de la Mujer, y en áreas o carteras feminizadas (como educación o salud). Así, el feminismo chileno no logró permear las lógicas negociadoras de los partidos políticos que, a la larga, terminaron por desactivar agendas de género largamente añoradas, como la derogación de la ley de amarre que la dictadura impuso respecto del aborto. Todo lo anterior generó decepción y puso una gran sombra de duda sobre las ventajas de la asociación directa entre organizaciones feministas y el Estado.
Esa desconfianza, más o menos pronunciada, persiste hasta el día de hoy. Paradójicamente, este relativo letargo feminista coincidió con la llegada al poder de la primera mujer Presidenta de Chile, Michelle Bachelet, quien utilizó su condición de mujer como una forma de capital político. De manera disruptiva, Michelle Bachelet apeló a un liderazgo femenino, diferente, más cercano y, sobre todo, incontaminado. En sus discursos políticos, las mujeres llegaban a aportar otra mirada, se constituían en savia nueva, necesaria para renovar la política chilena. Cualquiera sea la valoración de los gobiernos de Bachelet, es innegable que la agenda de género avanzó significativamente durante sus mandatos, como no lo había hecho en décadas. Entre otros resultados positivos, pueden mencionarse el nombramiento del primer gabinete ministerial con paridad de género y un aumento significativo de las mujeres que ocuparon puestos en subsecretarías ministeriales e intendencias regionales (2006); la reforma previsional, que incluyó un pilar de equidad de género y reconoció el trabajo doméstico femenino (2008); la creación del Ministerio de la Mujer y de la Equidad de Género (2016) –que absorbió al SERNAM–, y la aprobación de la ley que despenalizó parcialmente la interrupción voluntaria del embarazo (Ley nº 21.030, D.O. 23.09.2017). Con todo, durante este período, el feminismo nacional se mantuvo en un segundo plano de las discusiones políticas.
Replegado de la arena pública, desplegaba solo algunas acciones localizadas de influencia en temas específicos del debate legislativo y se concentraba sobre todo en los espacios de concienciación o en las universidades. Ya sea que hablemos de silencio feminista, de cooptación o de estrategia, lo cierto es que el feminismo nacional perdió presencia pública durante los primeros decenios de la democracia que había contribuido decisivamente a recuperar. No cabe duda de que actualmente el movimiento feminista chileno está de vuelta en gloria y majestad. A partir de la segunda década de este siglo aparecieron los primeros signos de reactivación. La caída de la presencia femenina en las elecciones municipales de 2012 generó una campaña de varias ONG feministas para incorporar cuotas de género en las elecciones chilenas. Las largas batallas, judiciales y legales, desencadenadas por el rechazo conservador a la píldora del día después y a la despenalización del aborto, reafirmaron y ensancharon las demandas por derechos reproductivos. Sin claudicar en la demanda por aborto libre, en los círculos feministas empezó a promoverse la discusión sobre otras temáticas, tales como el acceso a la salud procreativa y la violencia obstétrica.
Tras el homicidio de Daniel Zamudio, en 2012, se llevó a cabo la primera marcha masiva del orgullo gay, lo cual desencadenó la aprobación de la Ley Nº 20.609 (la ley Zamudio), y pavimentó las discusiones posteriores sobre el acuerdo de unión civil, la ley de identidad de género (Ley Nº 21.120) y la recientemente aprobada ley de matrimonio igualitario. Todas estas agendas, tras largas y accidentadas luchas, han llegado a convertirse en ley, cambiando la cara del panorama legislativo nacional sobre la familia, uno de los más conservadores de Latinoamérica.
A partir de 2017, el colectivo feminista Yeguada Latinoamericana empezó a realizar diversas intervenciones que cuestionaban la respuesta de la institucionalidad chilena ante los casos de violencia. Bajo el lema “Despatriarcalizar la justicia”, las manifestantes utilizaban sus cuerpos semidesnudos como lienzos de protesta, desplegándolos frente al Palacio de La Moneda, el Centro de Justicia de Santiago, la sede del Ministerio Público y de la Policía de Investigaciones, entre otros órganos públicos. En 2018, una quincena de universidades chilenas fue paralizada por la acción de jóvenes mujeres estudiantes que reclamaban el fin de la educación sexista y la intervención estatal y de las autoridades universitarias en la investigación y sanción de casos de violencia sexual. Esta movilización partió en el sur, en la Universidad Austral de Chile, y pronto sumó adhesión en el resto de las universidades chilenas. Estas acciones coordinadas denunciaban la tolerancia frente a los casos de acoso sexual y criticaban el sexismo tanto en los currículos universitarios como en la enseñanza universitaria. Después de este ciclo de protestas, las universidades, las concernidas y otras, crearon protocolos y unidades contra el acoso, la violencia y la discriminación.
Estas acciones propiciaron también la tramitación en el Congreso de un proyecto contra el acoso en el ámbito académico que acaba de convertirse en ley, en septiembre de 2021.En esas protestas y en las que ocurrirán después, se deja entrever una rabia concentrada especialmente en las generaciones más jóvenes. Esa clase de rabia, como observaba Hannah Arendt –escritora y teórica política alemana–, que brota allí donde las condiciones existentes ofenden nuestro sentido de la justicia y existen razones para sospechar que dichas condiciones podrían modificarse y esto no ocurre. Es evidente que el sentido de justicia de aquellas feministas nacidas y crecidas bajo la égida de la recobrada democracia chilena, embebidas de un legado de luchas feministas que ha venido cambiando aceleradamente el mundo en las últimas décadas descansa en un umbral de tolerancia frente a la desigualdad diferente al de generaciones anteriores. Las nuevas generaciones de feministas recorren un camino que las generaciones anteriores debieron abrir con grandes dificultades. Ese camino, ahora pavimentado, ha acortado significativamente la distancia hacia el horizonte de la igualdad. De hecho, en algunos momentos, ese horizonte puede dejarse incluso acariciar. Pero, cuando se descubre que su cercanía es más el efecto de un espejismo que una realidad, la frustración y la rabia pueden emerger como un torrente avasallador. En el caso chileno han emergido bajo la forma de protestas provocadoras, acciones de separatismo (es decir, excluyendo a hombres de ciertos espacios) y mediante el uso intensivo de la funa, replicando la estrategia global del movimiento #MeToo. Así, por ejemplo, el 16 de mayo de 2018, cuando se realizó una masiva marcha que congregó a más de cuarenta organizaciones estudiantiles contra el acoso sexual, un grupo de treinta estudiantes, con sus rostros cubiertos y sus pechos desnudos, levantaron carteles en el Campus Oriente de la Universidad Católica, una de las más conservadoras del país. Así, con un nuevo repertorio de protesta a su haber, el uso de las redes sociales como mecanismo diseminador y desafiando el miedo (“Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo”, rezan a menudo los carteles callejeros de protesta feminista), la nueva generación de feministas chilenas, la mayoría de ellas estudiantes universitarias, viene demostrando su capacidad de articulación y su fuerza.
Por eso, no debiera sorprender que, durante la revuelta social de octubre de 2019, que desencadenó el proceso constituyente chileno, la movilización feminista se haya vuelto protagónica. También el feminismo “estalló” como un torrente lleno de energía, desafiando cánones y desbordando fronteras. El 20 de noviembre de 2019, en calles porteñas, “Un violador en tu camino” hizo su estreno. Esta performance de protesta se repitió masiva-mente, en Santiago, el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Sus creadoras, el colectivo denominado LasTesis, han reconocido públicamente que su objetivo es teatralizar teorías feministas, uniendo pensamiento y práctica de protesta. Así, en las estrofas y coreografía de “Un violador en tu ca-mino”, se entremezclan dos tipos de denuncias. Una que apunta al uso de la violencia sexual como práctica de represión policial durante el “estallido social”. Esta aparece en forma de guiño satírico al himno de Carabineros (“Duerme tranquila niña inocente, sin preocuparte del bandolero, que por tus sueños dulce y sonriente ve-la tu amante carabinero”) y mediante el recurso escenográfico de la posición en cuclillas en la coreografía. Según las cifras proporcionadas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), desde el 17 de octubre hasta el 20 de diciembre de 2019 hubo doscientas siete denuncias por violencia sexual policial.
Algunas de las querellas presentadas en estos estos casos han imputado a personal policial la comisión de delitos de tortura. Esto marca un notable giro en el tratamiento jurídico de estos casos en las últimas décadas. La violencia sexual utilizada por agentes de la dictadura, en cambio, ha sido poco visibilizada e investigada. Recién el año 2020, una sentencia del ministro en visita, Mario Carroza, reconoce que la violencia sexual ocurrida en el cuartel de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la “Venda sexy”, constituyó una forma especial de violencia de género. La segunda crítica, más general, alude al carácter estructural de la violencia que sufren las mujeres y a la tolerancia de los órganos estatales y de la sociedad entera frente a ella. Como es de sobra conocido, a las pocas ho-ras, la creación de estas chilenas se transformó en un himno feminista viral que trascendió nuestras fronteras. Fue coreado en distintas lenguas, en plazas públicas, pasillos de congresos e, incluso, en lugares recónditos de todo el mundo, gracias a la globalización de las redes socia-les. Quedaba claro que la violencia de género, un fenómeno enquistado en nuestras sociedades que, lejos de decrecer, ha tendido a incrementarse en varios países, es el combustible que ha alimentado al feminismo del siglo XXI, dentro y fuera de Chile. Pese a que la resonancia mundial de obras chilenas o de sus artífices es traducida habitualmente en una especie de orgullo nacional, la letra de “Un violador en tu camino” se transformó en un objeto inmediato de polémica en Chile. Distintos pasajes de esta (“El patriarcado es un juez, que nos juzga al nacer, y nuestro castigo es la violen-cia que no ves”; “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía. El violador eres tú”. “El Estado opresor es un macho violador”) fueron calificados de “extremistas”. Sus autoras fueron acusadas de confundir el machismo con la violencia, banalizar la violación, tratar injustamente a los hombres y alimentar el victimismo femenino. Esta crítica no solo provino de hombres. Algunas mujeres se sumaron a ella, como la filósofa y columnista Silvia Eyzaguirre. Incluso, esta performance de protesta y un video posterior publicado en redes sociales, le valieron a LasTesis una denuncia formal, presentada por Carabineros de Chile, por supuestos delitos de atentado contra la autoridad y amenazas, que fue apoyada por el gobierno del Presidente Sebastián Piñera.
Estas airadas reacciones revelan, al menos, dos cosas. Por un lado, condolerse públicamente con el sufrimiento de las mujeres maltratadas –como lo hacen muchos políticos– no equivale a comprender la complejidad del problema, tampoco a querer superarlo en todas sus manifestaciones, ni menos implica una disposición personal para re-visar qué tanto cada uno de nosotros contribuimos a su perpetuación mediante nuestra propia tolerancia. Por el otro, grafica hasta qué punto las teorías feministas –las únicas que han elaborado un enfoque panorámico sobre los vínculos entre la violencia y la desigualdad que sufren las mujeres– son, todavía, desconocidas, malentendidas, tergiversadas o resistidas. De esta cuestión me ocuparé más tarde. Para el 8 de marzo de 2020, fecha de la conmemoración del Día de la Mujer Trabajadora, ya era obvio que los pasos de las mujeres manifestantes no solo dejarían huellas en el pavimento de distintas ciudades chilenas, sino en la historia. Presagiando el hito, un enorme lienzo se desplegaba en la plaza Baquedano, en Santiago, con un breve y elocuente mensaje: “Históricas”. Las feministas chilenas habían despertado con nuevos bríos, tejiendo rebeldías con alcances globales. Durante el proceso constituyente, una forma distinta de concebir la paridad llegaría para quedarse.
*Yanira Zúñiga Añazco es Doctora en Derecho por la Universidad Carlos III de Madrid y profesora titular de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Universidad Austral de Chile, donde dicta cursos de pregrado y postgrado sobre derechos humanos y sobre género. Su producción de investigación se caracteriza por utilizar el enfoque de género para examinar críticamente distintas instituciones jurídicas. Ha publicado numerosos artículos, colaboraciones en libros colectivos y columnas de opinión, referidos a materias tales como la paridad, los derechos sexuales y reproductivos, la familia o la violencia de género. Ha participado en diversos proyectos de investigación, en Chile y en extranjero, y oficiado como conferencista y profesora invitada en Europa y América Latina. También ha sido integrante de consejos y comités de carácter científico y participado en órganos de protección nacional de derechos humanos.
La serie “Hoja de ruta” conjuga en su nómina de autores personajes reconocidos con nuevos referentes. Entre los nombres que figuran en el catálogo de la serie se cuentan la futura ministra Izkia Siches, el periodista Óscar Contardo, la convencional Cristina Dorador, el exfiscal Carlos Gajardo, la economista Claudia Sanhueza y el arquitecto Alejandro Aravena.
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