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Opinión

25 de Agosto de 2022

Las ideas de Fernando Atria y la propuesta de nueva constitución

Aprobarla resulta tanto más paradójico si se tiene presente que en su momento Fernando Atria sostuvo que para destrabar la política chilena bastaba con rebajar los quórums contramayoritarios, quitar al Tribunal Constitucional el poder de controlar el contenido de los proyectos de ley y cambiar su integración. Es decir, lo que se obtendría con un mínimo de reformas asociables al rechazo.

Antonio Bascuñán
Antonio Bascuñán
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El caso de Fernando Atria es peculiar. En los medios se lo ha considerado el autor intelectual de la propuesta de nueva constitución. Quienes conocen sus planteamientos previos a la Convención saben que el texto contradice lo que él pensaba.

La opinión pública está enterada de que Atria era partidario de consagrar un régimen parlamentario (como lo es cualquiera que entiende que el presidencialismo es un callejón sin salida) y que la derecha y el partido comunista se aliaron para bloquear el parlamentarismo en Chile. 

Pero ignora que él alertó acerca de irracionalidad de la izquierda postmoderna identitaria, que rechazaba la idea de garantizar judicialmente los derechos sociales en una constitución y que en su obra de teoría del derecho defiende una concepción que subordina los jueces estrictamente a la ley en vez de autorizarlos a invocar directamente la constitución.

Si esas ideas fueran decisivas para valorar la propuesta de nueva constitución, alguien que pensara como Atria tendría que rechazarla.

Vamos por parte.

Es difícil encontrar un pensador político más optimista respecto del poder de la razón para formular planteamientos políticos o morales de validez universal que Fernando Atria. El suyo no es un optimismo cándido, pero sí radical. Al punto que el grado de relativismo requerido por la legitimidad democrática de la diferencia siempre le ha resultado problemático. Tal como al monoteísta el reconocimiento de las demás religiones.

En esa matriz ideológica los reclamos identitarios son intrínsecamente deficitarios de racionalidad y con ello, de legitimidad, por su subjetividad y unilateralidad. En su concepción, esos reclamos son la otra cara del individualismo neoliberal, igualmente escéptico respecto de la posibilidad de identificar con imparcialidad el bien de todos. Por eso, según Atria la transformación que necesitaba la política chilena tenía que adelantarse a la expansión de la irracionalidad particularista.

Por otra parte, es difícil encontrar una voz en la política chilena más comprometida con un ideal igualitario que la de Fernando Atria. La denuncia de las desigualdades en la educación fue su primera y más exitosa intervención pública. Pero Atria es un adversario declarado de la judicialización de los derechos sociales. En eso demuestra ser un genuino heredero de Marx.

Desde un punto de vista liberal existen dos razones básicas para oponerse a judicializar la exigencia de prestaciones sociales por parte del Estado. El cumplimiento de la obligación impuesta al Estado por un derecho de prestación exige escoger una sola entre múltiples maneras alternativas de hacerlo y también ponderar los costos asociados a ella respecto de la satisfacción de otras necesidades básicas. Eso tiene que decidirlo el gobierno junto con el Congreso, con efectos generales y con responsabilidad política por su decisión.

Desde el punto de vista marxista, además, la decisión acerca de la justa distribución del producto es el objeto esencial de la deliberación política. Por eso, no puede quedar neutralizada por un criterio distributivo individualista y con ello rebajada a una mera discusión acerca de la manera más eficiente de administrar su ejecución.

Finalmente, no existe en la teoría del derecho contemporánea un autor que defienda con mejores argumentos que Atria el valor del formalismo, es decir, de la estricta sujeción del juez a la legislación. Su contribución ha consistido en ofrecer una teoría alternativa a la que es usualmente asociada con la defensa de ese valor, que tiene la forma notable de una crítica a esa teoría y a la vez de una crítica a su crítica.

La propuesta de nueva constitución contradice cada una de esas ideas.

El particularismo de la propuesta no solo se expresa en el estatuto constitucional de los pueblos indígenas, excedido respecto de las obligaciones internacionales contraídas por el Estado de Chile. También impulsa un programa de representación privilegiada por razón de género y de orientación sexual con intervención estatal de espacios públicos y privados para hacerlo efectivo.

Los derechos sociales no se encuentran por regla general sujetos a una reserva legislativa en la propuesta, sino que facultan -como cualquier derecho fundamental- para ejercer la nueva acción de tutela constitucional que procede contra cualquier clase de acción u omisión y permite obtener cualquier resolución, provisional o definitiva, que el tribunal juzgue necesaria.

Finalmente, la propuesta no solo otorga a los jueces la competencia de la acción de tutela constitucional, sino que los vincula directamente a la constitución en todas sus decisiones, lo que incluye incluso el derecho internacional de los derechos humanos consuetudinario. Además, en el ejercicio de sus funciones se le impone el deber de velar por la tutela y promoción del sistema democrático y los derechos humanos y de la naturaleza, actuar con un enfoque interseccional y garantizar la igualdad sustantiva.

Mirada desde la óptica de las ideas de Atria estos rasgos hacen a la propuesta una pesadilla.

Aprobarla resulta tanto más paradójico si se tiene presente que en su momento Fernando Atria sostuvo que para destrabar la política chilena bastaba con rebajar los quórums contramayoritarios, quitar al Tribunal Constitucional el poder de controlar el contenido de los proyectos de ley y cambiar su integración. Es decir, lo que se obtendría con un mínimo de reformas asociables al rechazo.

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