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Opinión

25 de Mayo de 2024
Foto: César Pincheira/huelladigital.cl

Columna de Hugo Herrera: Valparaíso, la orina y el horror de Innsmouth

Por Hugo Herrera

Esta semana el alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp, defendió su gestión diciendo que la ciudad no huele a orina. Frente a esas palabras, el académico Hugo Herrera escribe su columna de hoy sobre las condiciones en que se encuentra la ciudad puerto. "De día, eso de que la ciudad está llena, repleta, atestada de ambulantes es cierto. Y el peligro ronda por espacios icónicos", escribe. El deterioro durante los últimos años ha aumentado notoriamente. "La delincuencia, la inseguridad ambiental, el comercio ambulante han alcanzado niveles inusitados. El deterioro es ostensible", agrega Herrera.

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Que “no huele a pichí” (sic) señaló en defensa de Valparaíso su alcalde Jorge Sharp. Es llamativa la indicación. Viene a cerrar un capítulo más en la decadente historia del puerto de las últimas décadas. Sharp anunció días atrás que no va a la reelección. El cuestionado dirigente sella así, con un tono decadente, lo que otrora comenzase como el sueño de vecinas y vecinos del puerto por producir una candidatura “ciudadana”. Pecaron de ingenuos, puede decirse a esta altura. Les “pasaron máquina”, es la lectura más usual. A poco andar, el candidato “ciudadano” ejecutó “la traición de Sharp”, según reza el título de un libro escrito por Rocío Venegas.  

Huelga decir que Valparaíso no ha brillado por sus alcaldías; que la ciudad se encuentra en un proceso de decadencia inveterada por décadas; que la vida cultural y la enseñanza, la salud, la actividad profesional, económica, portuaria, se han venido abajo; que había rincones oliendo a orina y miserias peores hacía ya tiempo.

Pero sería ceguera también pensar que Sharp fue inocuo o que su administración no contribuyó decisivamente a la decadencia de la “ciudad del viento”. La delincuencia, la inseguridad ambiental, el comercio ambulante han alcanzado niveles inusitados. Suelo caminar por Valparaíso, por el plan y por los cerros. El deterioro es ostensible. Seguramente se me escaparán asuntos, pero ya los más notorios tienen la elocuencia suficiente como para dar con un cuadro lamentable.

La eventual capital cultural de Chile destaca por el cierre sostenido de sus librerías. La “Orellana”, la “Andrés Bello”, la “Ivens” desaparecieron. Alegar de la muerte del café Riquet llegó a quedar pasado de moda. Se fueron también el Jota Cruz, el Bar La Unión, el Hamburgo. No es exagerado decir que, al caminar por el plan, casi en cada cuadra hay un cadáver.

Algo que fue, que dio momentos de alegría, que fungía como aspecto de una compleja red vital según la cual vibraba la existencia de la multiplicidad de caracteres del puerto, desaparece. Primero es uno, luego otro y al poco andar las calles quedaron llenas de farmacias combinadas con sucuchos, eso al lado de los heroicos locatarios que se resisten a la retirada final.

Al caminar por las mañanas, en los lugares más sorprendentes hay borrachos o vagabundos durmiendo. Avanzada la hora comienzan conversaciones entre los recién despertados en un tono y un ánimo a veces sarcástico. Ya al mediodía hay todo tipo de vendedores ocupando las calles, interrumpiendo el paso. Eso y muchos estudiantes distendiéndose con hierbas. 

No es en todas partes ni a toda hora, pero hay momentos de la semana y calles en las cuales deviene imposible caminar con tranquilidad. 

En las tardes a veces hay lugares en los que suelo sentarme a leer, algún rincón quitado de bulla. Se cierne la oscuridad, en cambio, y cunden dinámicas dudosas y de riesgos difíciles de calcular. 

Cuando joven iba con amigos y amigas, compañeros de curso, los viernes o sábados a escuchar bandas que tocaban en vivo en la subida Ecuador. A veces nos animábamos a ir al Proa al Cañaveral, al Valparaíso Eterno, al Bar La Playa, al desaparecido Jota Cruz, al Cinzano. Había que tener algo de cuidado, como en todas partes. Pero no se trataba de un peligro palpitante, como el que se siente ahora cuando oscurece en algunos lugares. La alerta hay que activarla a veces en plena tarde.

De día, eso de que la ciudad está llena, repleta, atestada de ambulantes es cierto. Y el peligro ronda por espacios icónicos. Dos de las últimas veces que he estado en la Plaza Echaurren he presenciado peleas muy violentas. Otra vez fue una farmacia, en Pedro Montt, donde dos ladrones armados golpearon a un joven guardia. Sentarse en la Plaza O’Higgins, al lado del Congreso, puede ser una experiencia inquietante, ante las dinámicas de vendedores y vendedoras de drogas. 

La pobreza ha estado siempre rondando el puerto. Y hasta se la ha cantado. Pero la pobreza puede ser respetuosa, digna, incluso dotada de una alegría desprendida con tonos de inocencia. Y todavía se logra percibir la ternura y gracia, maneras algo esquivas pero amables de ayudar. El peculiar tono jovialmente orgulloso de los ciudadanos. 

El ambiente, sin embargo, con los lustros, viene a adquirir también notas tristes, algunas lindantes en lo horroroso. Innsmouth, el macabro puerto de H.P. Lovecraft, parece ser a veces una especie de extraño modelo del puerto, cuando se atiende a su lado más ruinoso e inorgánico, a la hediondez, la descomposición inveterada, el abandono, la vejez desamparada. Edificaciones cerradas, manzanas derruidas, pasajes viejos y misteriosos, carentes de la vida que otrora los animase, estatuas rotas, bustos arrancados de cuajo, calles sucias, son recorridas por seres inciertos, de miradas recelosas, movimientos fugaces o amenazantes. 

El mar y el viento despejan un poco un ambiente que se vuelve paradojalmente encerrado. Encerrado en una ciudad que es puerto, que debiese ser la encarnación de lo abierto, la puerta de entrada del visitante despreocupado, encantado por la leyenda del antiguo lugar de ecos míticos.

Es verdad que hay sectores donde aún el daño no es tan perceptible, calles de Playa Ancha o sectores donde están instaladas las universidades más conspicuas, o las reparticiones de la Armada o edificios públicos, partes de la Av. Alemania: conservan la belleza de otros tiempos.

Incluso algo de lujo se ha tomado ciertos sectores, claro que más bien en el modo “boutique”, algo inauténtico, semi-alternativo, a veces tan pequeño-burgués, nada comparable a la grandeza poderosa de otras épocas, esas en las cuales Valparaíso se aventuraba a quitarle terreno al mar, a construir el mar, ampliando la ciudad en dirección al horizonte. 

El hermoso edificio del diario de la ciudad es una ruina. El entorno del Congreso Nacional es una ruina. Los rayados ya no son ni dichos, porque se volvieron rutinarios. Lo rayaron todo o casi todo. Las movilizaciones de 2019 y un espíritu mezcla de lumpen de irónico laissez faire, pero dirigido a la connivencia con el vagabundeo y la destrucción, han dejado indeleble la marca del nihilismo anárquico en partes sustanciales de la ciudad.

Entonces no es simplemente el repulsivo olor mentado por el alcalde lo que se le puede achacar a los tristes lustros que su administración vino a refrendar. Es algo más parecido a Innsmouth. El horror del vacío, la decadencia y la muerte acechan al caminante atento.

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