Secciones

The Clinic
Buscar
Entender es todo
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

24 de Agosto de 2024

Durmiente compulsivo

Foto autor Roberto Merino Por Roberto Merino

El cronista Roberto Merino habla de lo que define como un "dormidor público". Dice que se ha quedado dormido hablando por teléfono con amigos, escribiendo o en cafés. Y recuerda cómo el hijo de un expresidente le contó cómo luchaba por mantener los ojos abiertos mientras su padre rendía la Cuenta Pública en el Congreso.

Compartir

Me he ido transformando en el hombre que se queda dormido en cualquier parte. Frente al televisor, frente a la ventana, junto a la estufa o a la intemperie en un banco de plaza, mientras los loros se desgañitan en las copas de los árboles con su griterío. En los cafés a los que acudo a trabajar, a veces, inopinadamente, cierro los ojos y mi conciencia empieza a irse lejos con el ruido acompasado que produce una mesera lanzando cubiertos limpios a un cajón. Las voces de los que conversan alrededor se convierten en comunicaciones radiales, lejanas interferencias indescifrables que cruzan los campos.

Ingreso de este modo a un paisaje hiperreal, de extraña nitidez, las playas de mi infancia, la mística espuma de los acantilados, los horizontes inclinados del vuelo. No obstante, en la dimensión real no hay más un señor prosaico curvado sobre su taza, cuya conducta podría ser calificada de “impropia”.

No es fácil ni glamoroso terminar, en esta curva de la edad, representando el rol del dormidor público. A no ser de que se trate de un problema neurológico, la explicación iría más bien por el lado de las repetitivas manías. Una tenue identidad me preocupa: la que podría tener con el subrayador que vio Pedro Mairal o con el viejo que hasta hace poco escribía mensajes crípticos, apocalípticos, en los afiches callejeros de Providencia. O sea, locos.

Para escribir esta misma crónica tuve que vivir una experiencia desagradable. Pasé un rato frente a la pantalla en blanco como siempre y luego, no sé cómo, las palabras se fueron articulando con mucho sentido y fluidez. Di un suspiro de alivio por la facilidad del proceso. En muy poco rato había escrito cuatro párrafos largos increíblemente acertados. De repente despierto. Nada de eso existía, la pantalla seguía blanca e impávida, y yo ni siquiera podía recordar lo que se leía en el texto generado en una fracción de segundo de siesta involuntaria.

En los últimos meses me he dormido hablando por teléfono con amigos. Al tercer parlamento ya he lanzado una frase que se sale del contexto de la conversación. Me explican, por ejemplo, un fenómeno editorial de último momento en Francia y contesto con un comentario como éste: “Es por lo mismo que las mujeres ya no se están empolvando la cara”.

Entiendo que no he llegado al nivel del escritor que se durmió frente al público en la presentación de un libro, o del psiquiatra que hizo lo mismo frente a una paciente que esperaba que le curara sus fobias, o del trabajador de doble turno que no fue capaz de permanecer despierto ante su polola que quería reformular la relación que tenían, pero no veo por el momento cómo detener un fenómeno que parece intensificarse cada día.

Hace unos pocos años solía aparecer en el café donde escribo un conocido dramaturgo. Lo veía de lejos frecuentemente, tecleando su computador con énfasis. Me producía mucha intriga porque no sé cómo se escribe una obra dramática. El hecho es que una tarde el dramaturgo estaba desplomado, con la cabeza sobre el teclado. Tras observar durante un rato su inmovilidad absoluta llamé al mozo:

-¿A usted le consta que el señor está vivo?

-Sí -contestó-, él advirtió que tiene una enfermedad, no sé cómo se llama, pero lo que dijo es que puede caer dormido en cualquier lado.

El hijo de un presidente me contaba que, para él, la máxima tortura de su condición era la obligatoria asistencia a la cuenta anual que su padre rendía frente al Congreso pleno. Eran horas de lata, una lucha por mantenerse en vigilia ante ese infinito registro de cifras y promesas. Al final aprendió a dormir o “dormitar” con los ojos abiertos.

Temas relevantes

#Café#Dormir#roberto merino

Comentarios

Notas relacionadas