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Opinión

1 de Abril de 2013

Diligencias

Cuando chico mi madre (y probablemente mi padre también) me desconcertaba con una frase argumental que determinaba su ausencia inmediata por días enteros: “Debo hacer una diligencia”. Tardé muchos años en comprender el exacto sentido de ese enunciado y creo que hoy día tampoco lo tengo muy claro. Quizás por eso no soporto las situaciones […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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Cuando chico mi madre (y probablemente mi padre también) me desconcertaba con una frase argumental que determinaba su ausencia inmediata por días enteros: “Debo hacer una diligencia”. Tardé muchos años en comprender el exacto sentido de ese enunciado y creo que hoy día tampoco lo tengo muy claro. Quizás por eso no soporto las situaciones de espera, sobre todo cuando hay una ventana con mirada de niño que la sustenta.

Durante mucho tiempo la palabra se me confundió con “La Diligencia” de John Ford, siempre me gustaron las películas de vaqueros y ese medio de transporte era clave en el relato del lejano oeste. La diligencia adquirió, entonces, un sentido de aventura. Hoy son tantas las diligencias que me persiguen y demandan que la aventura es permanente, salgo en mi bicicleta o tomo un bus y parto a cumplir esa labor tan amplia y diversa que puede ser la realización de una tarea. Se diría que la realizo diligentemente. Con el tiempo, todo esto lo cubrió la palabra agenda, que parece lingüística y políticamente más correcta; las actividades pendientes se consignan ahí y son realizadas por un sistema mucho menos presencial de acción.

Muchas veces me fascino anotando las cosas pendientes, porque es probable que de ahí salte un texto, como una liebre, la misma de “Alicia en el País de las Maravillas”, con esa urgencia delirante.

La ficción me surge como un refugio contra las instituciones que te demandan por diligencias pendientes en sus lugares de reclusión temporal, como los bancos, SII, registro civil, FONASA, etc.

Todos esos lugares a que vamos los desposeídos para que nos humillen, como práctica de ejercicio de la voluntad de poder horizontal.

Voy a dar un ejemplo gráfico de las diligencias que me tienen tomados los nervios hoy en día. Yo los consigno como deberes; aquí va (para recuperarlos para la ficción debo combinar esas aventuras diligenciales con los quiebres anecdóticos del cotidiano experiencial que es el que nos provee de mundos posibles):

Debo ir a la Inspección del Trabajo a denunciar mi despido injustificado del Instituto Profesional La Araucana en San Antonio (las cajas de compensación en el negocio educativo). Me va a acompañar mi contador porque él sabe de esas cosas. Debo, también, ir a la PDI a averiguar el estado de avance de la investigación del incendio forestal que destruyó mi casa, la única que tenía (no como dice el informe de los malditos de la municipalidad de Cartagena que no me ayudó porque era mi segunda vivienda, lo que es falso, todo ratificado por el guatón Barra, facho de la gobernación que me negó la asistencia y la información). Debo aportar antecedentes que suponen una nueva línea de investigación que recoge la tesis conspirativa, porque ahí estaba empezando a funcionar la Colonia Tolstoiana, un laboratorio cultural que amenazaba con convertirse en todo un paradigma. Además, se me desarma el convenio de habitabilidad que tenía en San Antonio. Siento que hay mucho desprecio y conspiratividad y emprendo un proceso parcial de cambio de domicilio, al menos para poder trabajar.

Le hago el relato de todo esto a la que supongo es la chica de mis sueños en una fuente de soda que tiene mesitas a la calle, a una cuadra de Plaza Italia; y ahí me encuentro con mi amigo Fernando Orellana y toda su familia que van camino a un restorán mexicano a celebrar el cumpleaños de uno de sus hijos, que son cinco. Ver a una familia unida y feliz fue de alto impacto y se agradece. Porque no se trata de esa felicidad agresiva de los felices que se ríen cerca de uno para enrostrarnos su felicidad, la de los histéricos. Era el simple y gran testimonio del amor funcional; y que no suene peyorativo.

Comentamos con la chica de mis sueños posibles la hermosa escena de la que somos testigos, no sin nostalgia, quizás con el peso de todo lo aplazado y postergado que cada uno carga y padece. Y me dieron hasta ganas de escribir un poema a lo Prévert cuando el poeta le agradece a una tal Bárbara por un beso de despedida en plena guerra. En este caso se agradecería una escena familiar en plena catástrofe valórica, por darle un leve tinte

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