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Opinión

16 de Octubre de 2013

Una cárcel para el mariscal

La tradición de las cárceles especiales es vieja. En el siglo XIX, Chile albergó a un preso incómodo a nivel continental: el mariscal Andrés de Santa Cruz, que había intentado reconstruir el imperio Inca. Esta es la historia.

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
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Tras la victoria chilena en Yungay en enero de 1839, la Confederación Perú Boliviana deja de existir. Su creador y líder indiscutido, el Mariscal boliviano Andrés de Santa Cruz, se convierte en un proscrito. Encajando las inevitables traiciones del derrotado, huye y se asila en el Ecuador. Desde ahí observa las bochornosas pugnas entre sus herederos. Perú y Bolivia se desgarran en revoluciones y guerras civiles. Llamado por consecutivos revolucionarios bolivianos, Santa Cruz abandona su exilio y se lanza a la aventura de recuperar el poder. Desembarcado en la caleta de Camarones, tiene la mala suerte de caer en una región que le es adversa. Efectivos peruanos lo encarcelan. Los bolivianos envían una tropa armada, amenazando llevárselo por la fuerza. Los argentinos bajo el general Rosas lo califican de “bandido, salteador, cruel, funesto y criminal sin ejemplo”. Santa Cruz ve con espanto que varios países forcejean para encarcelarlo o llanamente ejecutarlo.

El gobierno chileno no se queda atrás. Es tanta la alarma por su reaparición que llega al extremo de organizar y enviar una flota naval para capturarlo. El tironeo por Santa Cruz es internacional y despiadado. En Perú lo trasladan por sucesivas cárceles, no pocas veces con amenazas a su vida. Los bolivianos aguardan para echarle el guante. La flota chilena recorre la costa peruana acechando y desembarca una delegación para negociar su entrega. Chile argumenta que lo más seguro para todos es llevar a Santa Cruz lo más lejos posible, es decir, a nuestro país. Tras una serie de engorrosas y complejas negociaciones, los peruanos ceden la persona del zarandeado mariscal y éste es embarcado en la fragata “Chile”. El 8 de marzo de 1844 llegan con el prisionero al puerto de Valparaíso. A la semana siguiente el Presidente Bulnes manda a fondear al defenestrado caudillo en la ciudad de Chillán.

Como acompañante de Santa Cruz es designado el coronel Benjamín Viel, oficial francés veterano de las guerras napoleónicas y que ha seguido su carrera militar al servicio de Chile. Viel es un rubicundo y fornido militar, aficionado a la buena mesa, los mostos y la vida alegre. Por su lado, Andrés de Santa Cruz es un hombre sobrio, enjuto y moreno, de mirada brillante, inteligente y muy seductor. El gobierno chileno supone que Viel, personaje simpático, cosmopolita y expansivo, será buena compañía para Santa Cruz y que además lo vigilará de cerca, evitando cualquier comunicación del boliviano con sus partidarios.

Celador y prisionero llegan a Chillán a inicios de abril y se instalan en la mejor casa de la ciudad. Para mayor comodidad del único reo, el gobierno autoriza a Viel a “gastar libremente”, facultad exclusiva suya entre todos los empleados y funcionarios de la República. El coronel, amante de la buena vida, se embala con el permiso. La cocina queda a cargo de un chef francés llevado especialmente desde Valparaíso. Abundan los vinos extranjeros y el champagne. Se gastan 500 pesos mensuales en el condumio, dinero que en aquella época habría bastado para mantener por un año a una familia completa de la elite chillaneja. Santa Cruz es aficionado a la caza y para sustentar el sano ejercicio de ese deporte se le tienen caballos, escopetas y sirvientes.

El antiguo protector de la Confederación Perú Boliviana se transforma en una curiosidad, Es visitado con frecuencia por los vecinos importantes y por cuanto ocioso quiera ver al Mariscal en su lujosa cárcel. Incluso se autoriza la venida de un hijo suyo de quince años desde Guayaquil para que lo acompañe. Ahí, entre vianda y copa, Santa Cruz hace recuerdos de sus épocas de gloria, cuando unió al Perú y Bolivia y los hizo soñar con la reconstrucción del imperio inca.

Una visita ilustre es la de Ignacio Domeyko, en gira científica por el sur del país. Cuenta Domeyko que la obligada pareja de Santa Cruz y Viel comparten un infierno bien surtido. Santa Cruz, siempre anhelando su antiguo poder y haciendo planes para recuperarlo, se sentía como un Napoleón sudamericano recluido en Santa Elena. Veía entonces a Viel como a Hudson Lowe, el infame carcelero inglés del emperador de los franceses. Este personaje no podía irritar más al sanguíneo Viel. Habiendo sido soldado de Napoleón, caballero de la Legión de Honor condecorado por mano de Bonaparte tras Borodino y declarado enemigo de los ingleses, que lo compararan con el verdugo de su ídolo era una afrenta insufrible. Santa Cruz, que se siente cómodo en el papel del emperador, goza irritando al explosivo oficial. A pesar del espléndido menú, las querellas son continuas y recíprocas, quejándose el uno del otro por la mala suerte que les ha deparado estos desagradables papeles. Cada cual se mantiene, rígidamente, en su correspondiente extremo de la mesa. Jamás se hablan, ni siquiera se miran, si no que utilizan a sus contertulios o a los sirvientes como intermediarios. Incluso cuando la discusión se caldea y vuelan las provocaciones.

Domeyko describe una de estas escenas. “Nos sentamos para desayunar y la charla comenzó con cosas triviales. Viel lucía su ingenio francés, Santa Cruz sonreía; hasta el mediodía tomábamos la champaña como si fuera agua…” La conversación se va haciendo espesa y sale a colación el Código Civil que Santa Cruz había redactado para Bolivia. Viel, caballeroso, elogia esta obra. Santa Cruz, pillo y amalditado, se queja de que el actual Presidente de Bolivia le ha cambiado el nombre de “Código de Santa Cruz” y agrega, mirando a Viel de reojo: “Pero fíjense, por favor, que el código actual de Francia se sigue llamando el Código de Napoleón, el emperador Napoleón… – en ese instante Viel saltó de la silla, enrojeció como un tomate y salió del salón”.
Esta rutina de provocaciones mantiene a Viel en una enervada distancia. Santa Cruz la aprovecha para urdir la trama de su liberación. Se le permite escribir a sus parientes y ahí se queja y exagera amargamente “las duras condiciones de su encierro”. Aprovechando estas concesiones, el prisionero se da maña para enviar y recibir correspondencia de sus partidarios en Perú y Bolivia. Obtiene valiosa información política y mantiene vivas las esperanzas de su restauración. Da instrucciones a sus partidarios para que se comuniquen con los representantes de gobiernos amigos que él conoció y favoreció mientras tuvo el poder. Así teje una vasta red, invisible para sus captores chilenos, que le será de enorme utilidad para salir del cautiverio.

El primer gobierno que responde a sus maniobras y realiza gestiones por su liberación es el de Ecuador. Por intermedio del canciller ecuatoriano, poseedor del desconcertante nombre de don Benigno Malo, se pide a Chile que permita la salida de Santa Cruz con rumbo a Europa. El gobierno chileno responde que no le tiene confianza, porque éste continua con sus conspiraciones y ánimos de revueltas.

En vista de la negativa y explorando la posibilidad de un escape, el hábil caudillo llega al extremo de convencer a un par de padres misioneros del colegio de Chillán para que lo ayuden a huir a través de la cordillera y ya en Argentina, recibir el auxilio de los capitanejos dueños y señores de las pampas.

Más fructíferas y seguras son las gestiones internacionales que realizan su familia y partidarios. El 14 de agosto el encargado de negocios inglés en Chile, coronel Walpole, dirige al ministro de Relaciones Exteriores una nota a nombre de su gobierno en que le pide la adopción “de la humana y sabia política de poner en libertad al general Santa Cruz”, y en caso de no ser esto posible, que no se usara con él “ninguna restricción innecesaria”. En esos mismos días el gobierno recibe comunicaciones de su encargado de negocios en Francia, informando que el ministro del Rey, Mr. Guizot, mostraba interés por la suerte de Santa Cruz, dando a entender su deseo de interponer a favor de él la amistad que existía entre los gobiernos chileno y francés. Un mes más tarde llega a Santiago una información aún más alarmante. Ahora es el mismo Rey de Francia, Luis Felipe, quien le ha hablado al representante de Chile en París en favor de Santa Cruz. Al parecer, el ladino prisionero ha instalado en la opinión pública internacional y al más alto nivel, la idea de que efectivamente es un Napoleón encarcelado, víctima del más duro e injusto de los encierros, en una lejana e inhóspita región del planeta.

Para Bulnes y sus ministros, una cosa es desechar sin asco la petición de libertad de los ecuatorianos. Otra muy distinta es echarse al bolsillo a los gobiernos de Inglaterra y Francia y aparecer como los ejecutores de una vergonzosa y opresiva iniquidad en contra de una víctima de los vaivenes de la política internacional. Peor aún cuando la joven República de Chile intenta hacerse de una buena reputación en el concierto mundial.

Como Perú y Bolivia también están comprometidos con la suerte del protector, hay que ponerse de acuerdo. Luego de muchas cartas, oficios y comunicaciones, en septiembre de 1845 se da inicio a una conferencia en Santiago con la presencia de los representantes de los tres países. La sala del ministerio de Relaciones Exteriores es el tirante escenario de estas negociaciones. Durante un mes se discute el destino de Santa Cruz, a quien, en verdad, ninguno de los tres gobiernos quiere cerca. En octubre se firma un convenio que estipula la liberación del prisionero, pero éste deberá salir de inmediato a Europa y durante seis años le estará prohibido asomar su humanidad por el continente americano. El gobierno de Bolivia se compromete a pagar seis mil pesos anuales para su manutención en el extranjero.

Santa Cruz recibe este acuerdo con la mayor satisfacción, afirmando que “Siendo mi deseo más vehemente el dejar de ser objeto de persecuciones en América, y contraerme a la educación de mi familia… me resigno gustoso a trasladarme a Europa, y a no regresar de ella antes de los seis años prefijados a mi ostracismo”. El pacto es ratificado en diciembre. A fines de enero siguiente, Santa Cruz se traslada a Valparaíso.

El dictador permanece en el puerto durante tres meses, en espera de familiares que viajarán con él a Europa. Durante este tiempo lo acompaña el infaltable Viel. A esas alturas y con su libertad en la mano, las relaciones entre los protagonistas de esta obligada convivencia de veinte meses, llena de recelos y desconfianzas, se endulza como por encanto. La franqueza simple y espontánea de Viel y la inteligencia práctica de Santa Cruz disipan todo encono. El 20 de abril de 1846, el mariscal y Protector de la Confederación Perú Boliviana y el coronel Benjamín Viel se separaron con un largo abrazo de viejos amigos. Santa Cruz será sepultado en Versalles en 1865. Viel fallecerá en Santiago tres años más tarde.

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