Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

10 de Marzo de 2014

Desnudez sin alegría

Fin del verano y sigo intoxicada de Sigrid Alegría. Esto que empezó hace un tiempo no tiene mucha cara de acabar aún; pero fueron los días de Festival donde su performance logró fagocitar a sus espectadores en una vorágine de euforia, para lanzarnos luego a nuestra resaca solitaria. Fue en estos días donde la actriz […]

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por


Fin del verano y sigo intoxicada de Sigrid Alegría. Esto que empezó hace un tiempo no tiene mucha cara de acabar aún; pero fueron los días de Festival donde su performance logró fagocitar a sus espectadores en una vorágine de euforia, para lanzarnos luego a nuestra resaca solitaria.

Fue en estos días donde la actriz nos embauca. Ella, embriagada de sí misma, nos promete que de salir reina realizaría un “piscinazo sin tela”. Básicamente nos promete la exhibición de sus partes íntimas. Pero, le queda algo íntimo a la chica? La verdad es que poco queda por ver en alguien que lleva meses sin tela…

“Elegante el piscinazo”, fue la opinión de uno que otro siútico, aludiendo a que hubo arte en su desnudo. ¿No se está utilizando eso de lo artístico como eufemismo para distinguir lo rasca de lo sofisticado? Porque el fin estético y ético de ese chapuzón no era distinto al de cualquier reina de belleza: deleitar con su carne al macho entusiasta. Elegante o no, lejos de un arte provocador, hay acá nada más que una performance complaciente. Sólo un pequeño paso para alguien que lleva un buen rato en pelota psicológicamente.

Para muchos se trató de un ejemplo: la muestra de que a los cuarenta y tantos se puede andar con tal desenfado. Su atrevimiento moral se transforma en signo de heroísmo. Quedando la sensación de que en el fondo todos queremos ser como ella y movernos con desparpajo. Reivindicando el deseo de ser libres de la opinión del resto, como si eso nos acercara más a una verdad personal.

Pero, como si tuviéramos un escotoma mental, no vemos la contradicción de esta escena: su sometimiento brutal a la mirada de los espectadores. Es decir – de manera inversamente proporcional a nuestra fantasía de liberación – hay acá una dependencia totalmente servil al consumidor de la perfomance. Todo lo que importa es que el otro mire y opine.
Pero no se trata de satanizar a nuestra chica que nos ha dado tanto. Una reina no es un cabo suelto, es nuestra representante. Habla de nosotros mismos. Podemos ver en ella el reflejo de como la destrucción del pudor se ha convertido en un valor compartido.

Hoy transamos intimidad por popularidad, siendo las redes sociales y el reality show las plataformas ejemplares para alcanzar este propósito. Y si tenemos suerte, lograr convertirnos en una de estas nuevas celebridades: los famosos desconocidos.

Confundimos intimidad con transparencia, suponiendo que mostrarlo todo o verlo todo es la medida de lo verdadero. Rebajando la verdad a la exactitud de lo visto o dicho. Como si lo más real del ser humano se encontrara en un primer plano porno o en la lupa de un microscopio. Cuestión absurda, ya que si se tomara en serio, habría que pedirle a la próxima reina que muestre una radiografía para superar a la actual.

La tiranía de la transparencia nos empuja al exhibicionismo mental y físico. Cuestión que lleva a transformarnos en seres uniformes, sin misterio. Cualquiera que haya estado un buen tiempo en pareja notará que el exceso de transparencia, el empuje a decirse todo, mata cualquier anhelo por el otro.

Y esto, por que la verdad del deseo humano es una articulación permanente entre pulsiones y defensas, entre deseo y prohibición. Por ejemplo, no es cierto que en la desinhibición de la borrachera aparezca nuestra verdad. Ya que somos lo que pensamos, pero sobre todo lo que elegimos y alcanzamos a decir, hacer y mostrar. Ahí radica nuestra particularidad.

Para que algo se torne deseable debe velarse con algo de tela, para que opere el erotismo, el misterio o el empuje a la transgresión. Kant, decía que la belleza era eso que – cual desnudo de piscinazo – se contempla cómodamente. Mientras que lo sublime implica ese extraño placer provocado por lo que aún es desconocido: ese goce que implica más temor y vértigo que tanta alegría…

Notas relacionadas