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Opinión

11 de Marzo de 2014

En riesgo de extinción

Entre la presencia y el olvido, los campos literarios siempre están en ebullición. Las escrituras y sus propuestas van y vienen, viajan por los tiempos, duermen, se repiensan, se actualizan. Hay que pensar lo literario como una práctica acotada, activada por sus protagonistas y sus pasiones. Sus versiones y sus aversiones. Nada resulta definitivo. La […]

Diamela Eltit
Diamela Eltit
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Entre la presencia y el olvido, los campos literarios siempre están en ebullición. Las escrituras y sus propuestas van y vienen, viajan por los tiempos, duermen, se repiensan, se actualizan. Hay que pensar lo literario como una práctica acotada, activada por sus protagonistas y sus pasiones. Sus versiones y sus aversiones. Nada resulta definitivo. La construcción de un canon literario siempre parece en constante movimiento y, más allá de repeticiones pedagógicas, experimenta formas de agonía y sorprendentes resurrecciones.

Pero también este espacio presenta las mismas carencias que el resto del sistema social como es la asimetría de género. Las mujeres escritoras viajamos por la letra de manera mucho más difícil, en parte porque el conjunto del imaginario social está impregnado de la masculinidad como eje y centro del mundo y, por otra, porque algunos cuerpos –no todos- de escritores internalizan los signos más convencionales y reiterativos de lo desigual.

Soy escritora y tengo el privilegio no común de acceder a una columna en este semanario desde hace ya varios años. Más allá del 8 de marzo -lo uso como un simple pretexto- una fecha pauteada por agencias internacionales para recordar precisamente la tremenda asimetría entre hombres y mujeres que recorre la totalidad de los espacios, ahora me propuse mencionar, siempre de manera insuficiente, a un grupo de narradoras que, desde mi perspectiva, han realizado y realizan hoy un aporte fundamental a la literatura chilena y, por extensión, latinoamericana. Pero, sin embargo, la pericia, la persistencia y la búsqueda textual y conceptual de sus libros no han obtenido -ni de lejos- la inclusión literaria que se merecen.

Ya Rosario Orrego, en el siglo XIX, abordó la historia colonial y los tiempos intrincados del trazado social poscolonial. Contemporánea de Alberto Blest Gana, autor de “Martín Rivas” y, a pesar de publicar en tiempos similares, su obra permanece fuera de canon, ausente de los textos escolares, excluida de manera ultra injusta por la historia cultural local.
Por supuesto existen otras escritoras ineludibles como Mariana Cox o Inés Echeverría o María Luisa Bombal. Y de manera fundamental, en la primera mitad del siglo XX, se destaca Marta Brunet, la brillante e impresionante escritora que rompió los límites de lo decible en su tiempo y relevó los aspectos más oscuros y oprimidos de las familias, de las conciencias conservadoras y, además, incluyó, de manera genial, algunos textos festivos en donde se rió de las convenciones y de la mojigata mentalidad nacional.

Sin embargo, quiero detenerme en la producción local, en los trabajos de algunas escritoras, a partir de los años inenarrables de la dictadura y de la post dictadura hasta llegar al hoy. Ana María del Río es una de las figuras fundamentales que emergió en la narrativa ochentera. Su primera novela “Oxido de Carmen”, puso de manifiesto el cuerpo como una zona más que reprimida por la cultura al punto de producir el colapso en jóvenes cautivos en codificaciones ajenas. Su novela se sostiene por la precisión y distribución de sus materiales narrativos y la fuerza de la poética que envuelve al texto. Hace ya varios que Ana María del Río debió obtener el Premio Nacional de Literatura pero, claro, con o sin premio, su nombre está inscrito por la solvencia de su obra para probar que sí existe un factor letal y discriminador en el medio. Pía Barros ha puesto el género como motor de su obra, sus cuentos no han cesado de explorar la autonomía, denunciar la obstrucción y el agobio producido por una cultura obsoleta e interesada en mantener bajo control no solo los cuerpos sino también el siquismo de las mujeres. Como directora de talleres y editora, Pía Barros es una literata completa que ha dedicado su vida a la literatura y el medio cultural, cómo no, le debe a esta escritora.

Y, avanzando en las décadas, me gustaría evocar aquí a la excelente cuentista Lilian Elphick. Ella ha publicado relatos de un alto nivel y su obra me parece en hito en las letras locales. Sus textos son audaces, prolijos, estéticos. Lilian permanece alejada de las maquinarias promocionales y esas maquinarias solo se ensalzan entre ellas y nombran y desnombran mujeres de acuerdo a sus intereses. Me parece que Javier Edwards ha sido constante en remarcar la maestría de esta autora y eso es importante en un medio como el nuestro.
Andrea Maturana es, sin duda, una autora no solo relevante sino además, debido a la solvencia de sus tramas, sus textos han sido estudiados largamente en diversas academias del mundo. Escritora desde su adolescencia, Andrea Maturana tiene una obra ya muy consolidada de la misma manera que Beatriz García Huidobro quien desde su excelente primera novela “Hasta ya no ir” no ha dejado de trabajar las periferias síquicas y físicas para dar cuenta poéticamente de la precariedad y una peligrosa, abismal soledad.

Y, desde luego, Lina Meruane ya tiene un recorrido reconocible y muy destacado a nivel local y latinoamericano por su prosa pulida y elocuente. En su primer libro de relatos exploró los personajes de cuentos infantiles y planteó una revolución interna al mezclar los diversos personajes y llevarlos incluso al territorio censurado de la orgía. Y, cómo no nombrar a Andrea Jeftanovic que con su primera novela, su ya icónica “Escenario de Guerra” examina la familia, utiliza la escena como recurso literario, el desarraigo, la teatralidad de la letra y cita los escenarios móviles de las migraciones. Y la excelente Nona Fernández que desde Mapocho llegó para quedarse en las letras chilenas poniendo en un lugar central la memoria y la adolescencia como ejes de los cuales se sale y se entra en narraciones sorprendentes y veloces.

Desde otro espacio, que al fin y al cabo es el mismo, Eugenia Prado se ha jugado a la letra como experiencia, descentrando el relato o suspendiéndolo o llevándolo a un lugar opaco, cifrado, misma cifra transitada por Guadalupe Santa Cruz quien también ha generado una obra reflexiva que piensa sus materiales y presagia un lector en estado de alerta ante la extensión de la letra. Y la inteligente e indispensable Cynthia Rimsky con sus textos abiertos, de una ficción ultrasofisticada, local y cosmopolita a la vez.

No puedo dejar de nombrar a Alejandra Costamagna y su trabajo sistemático en novelas y relatos. Pero este recorrido por los nombres quedaría demasiado incompleto si no considerara a la escritora emergente Natalia Berbelagua porque su trabajo literario me parece muy propositivo, singular y, especialmente, arriesgado. Una escritora que, a mi parecer, abre un campo para la ironía, la crueldad y la ferocidad social como alucinante posibilidad de resistencia.

Faltan nombres en este recorrido, lo sé. Falta también ingresar al territorio de las poetas y de las críticas literarias. El acto de nombrar siempre implica un riesgo y acaso una injusticia. Pero esta vez no quise renunciar a una de mis actividades primordiales: la lectura. Porque es hora de leer bien, de pensar en serio, de abrir las mentes y cambiar de una vez por todas las reglas excluyentes y ya demasiado predecibles de los juegos Toby.

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