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Opinión

3 de Agosto de 2014

Mi jodida guerra secreta

El comandante Edwards ha sido un héroe para los británicos. Gracias a él, y a Chile, los argentinos perdieron la Guerra de la Malvinas en 1982. Después de treinta años de silencio, obligado por la ley de secretos militares, Edwards, a punto de cumplir ochenta años, ha querido contar su verdad publicando, My Secret Falklands War, un libro donde devela hechos tan controvertidos como los disfraces de aviones británicos con las señas y pinturas de Fuerza Aérea de Chile, ocurrencias que seguramente sacarán ronchas a nuestros vecinos y más que un sonrojo a algunos chilenos. Aquí habla para The Clinic.

Sergio Marras
Sergio Marras
Por

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Ni James Bond, ni Derek Flint. Rechoncho, achaparrado, con una voz remilgada, que al skype suena más bien dulce, el Comandante de Grupo de la Real Fuerza Aérea, Sidney Edwards, caballero de la Orden del Imperio Británico, (al igual que John, George, Paul y Ringo), no parece que alguna vez haya sido un agente secreto o algo que se le parezca. Cuando muestra los mapas marcados, que lo llevaron a la Gloria en la Inteligencia militar británica, se asemeja más a un profesor de geografía de un pueblo campesino de Gales, que a un seco de las estrategias bélicas.

My Secret Falklands War de la editorial inglesa Book Guild, tampoco parece un libro hecho y derecho. Con tan solo 96 páginas y tapas blandas que se doblan, pudiera ser un simple reporte escrito a la rápida. Sin embargo, en la medida que se va leyendo y masticando lo que Edwards cuenta, el título se enturbia y Mi secreta guerra de las Malvinas va cogiendo una segunda y desaseada acepción en inglés del East Side que podría ser My Secret Fuck (Land) War. En buen castizo: Mi jodida guerra secreta.

Si el Vice Mariscal del Aire, Ken Hayr, su compañero en la Escuela de Aviación, lo mandaba a llamar con urgencia, en plena mañana del domingo de Ramos de 1982, Sidney estaba más que dispuesto a dejar de cortar el pasto en su casa de Buckinghamshire, ponerse inmediatamente el uniforme, y partir hacia Londres sin saber siquiera para qué lo llamaba. Edwards encontraba que su amigo era más inteligente que él –lo que justificaba que estuviera en las alturas del mando operativo militar británico y él no- aunque hubieran comenzado la carrera juntos. Por lo tanto, nunca cuestionaba sus arrebatos y ansiedades como los de esa mañana. Olía, eso sí, que su urgencia podía tener que ver con la invasión de las Malvinas que, hacía una semana, el demente general argentino, Leopoldo Fortunato Galtieri, había ordenado a un ejército argentino pobre e incompetente.

Cuando llegó a la cita en la sede del Estado Mayor se dio cuenta de que Ken ya lo había elegido y destinado como voluntario para efectuar una misión crítica en Chile.

-¿Voluntario a la fuerza?

-Es algo común en las tareas de inteligencia. Además, para mí era un honor.

Su amigo pensaba que cualquier aventura en el Atlántico sur de la Flota de Su Majestad no tenía ninguna posibilidad de victoria sobre las fuerzas armadas argentinas, si Chile no estaba dispuesto a ayudarlos.

Necesitaban urgentemente conocer el potencial de su aviación y el número de soldados movilizados. También requerían bases secretas para operar aviones de reconocimiento ya que los radares en los barcos no tenían alcance suficiente y la posesión británica atlántica de la Isla Ascensión estaba demasiado lejos.

Ken Hayr creía además que los chilenos estarían felices de ayudar ya que Galtieri había expresado públicamente que si vencía en las Malvinas, iría a por las disputadas islas del Canal Beagle: Lennox, Picton y Nueva, importándole un comino que el Papa Juan Pablo II hubiera zanjado el tema en un laudo.

-¿De verdad pensaban que los chilenos estarían felices con el plan del gobierno británico?

-No sé los civiles, aunque creo que sí. Los militares de todas maneras. El gobierno militar argentino tenía a su país en la mira.

Chile sufría en esos mismos momentos un bloqueo impuesto por el anterior gobierno laborista y necesitaba repuestos para sus aviones Hawker Hunters, también precisaba barcos y reposición de armamentos. La orden para Sidney fue: si ayudan tendrán lo que quieran.

Edwards, que hablaba perfectamente español, -había sido tres años, entre 1976 y 1979, agregado aéreo británico en Madrid- se convirtió en el enlace secreto, que debería convencer definitivamente a Pinochet y sus generales.

UN REGALO SOBRE LA MESA

Efectivamente, tan contentos estuvieron los chilenos con la propuesta, que nada más llegar Sidney a Santiago, sin todavía bañarse ni ir a su hotel, lo recibió el general Fernando Matthei, Comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile, con su plana mayor, encabezada por el jefe de Inteligencia de la FACH, general Vicente Rodríguez. Estaba muy claro. La Fuerza Aérea de Chile no solo quería detener a los argentinos también quería repuestos, misiles de alta tecnología, aviones nuevos y el entrenamiento necesario para manejarlos.

-¿Y usted qué regalos les trajo a los generales?

-Bueno, yo no. Los regalos fueron de nuestra Dama de Hierro, Margaret Thatcher: un avión Jumbo con seis Hawker Hunter por el precio simbólico de seis libras, una por cada avión.

Este presente sólo fue el comienzo de la recuperación de una amistad extraviada. A todos los asistentes se les sonrió la máscara.

Lo primero que tuvo que conseguir Edwards fue ampliar la capacidad del radar que Chile tenía en Punta Arenas para lo que trajo un radar portátil. Así miraba todos los días los movimientos de la Fuerza Aérea y la Armada argentinos desde una casa de un barrio de Santiago junto a un equipo de militares chilenos y británicos.

Lo segundo, como los británicos necesitaban aviones de reconocimiento a gran altitud, fue conseguir un Nimrod, un avión de reconocimiento electrónico, que puede escuchar las transmisiones de radares y radios desde muy lejos y con mucha precisión.

Traerlo no era sencillo. Chile no podía aparecer con ese avión en sus bases sin romper su anunciada neutralidad. EL Nimrod es un avión gigante lleno de antenas, como un elefante bigotudo, imposible de camuflar. Hubo que llevarlo a la isla San Félix, a 900 kilómetros mar adentro, frente a Chañaral; en ese momento era la joyita de la Armada Chilena como base secreta de submarinos. El Nimrod tendría que volar hasta las Malvinas escudriñando lo que pudiera, casi tres mil kilómetros, y reabastecerse de combustible en Concepción durante la noche, con toque de queda, con el aeropuerto rodeado por Carabineros varias cuadras a su alrededor, para desde allí volar hasta el Atlántico del Sur. Luego volvería directamente a San Félix. Así todos los días.

-¿ Y podía resistir esa base aviones de tanto peso?

-Estuve dos días haciendo los cálculos ingenieriles, con gente de la Armada chilena y sacamos la cuenta de que si resistiría aunque sin llevar mucho combustible. No teníamos ninguna otra alternativa que fuera tan secreta como esa.

Matthei había tenido que pedirle permiso al Almirante Merino para usar la pista de aterrizaje de la isla. En San Félix toda la dotación fue aislada, y sus cartas y llamadas telefónicas censuradas. Matthei y Rodríguez no pusieron casi ningún límite a los deseos británicos, según Edwards. Sólo pidieron que todo fuera secreto. Los argentinos no podían enterarse de tanta buena voluntad.

MÁS VALE DICTADURA EN LA MANO

-¿Fue una ventaja trabajar con una dictadura militar?

-Sí, fue una ventaja indudable. Porque así lo que había que hacer se hacía. No había que ir al Parlamento a discutir y convencer. Es muy difícil tener aliados democráticos durante una guerra.

Según él, los británicos tuvieron mucha suerte de que en esta época gobernara Chile el General Pinochet. Además, el gobierno comunista de Allende le había hecho mucho daño a los chilenos, según le contaban aviadores y marinos. Y los civiles habían tenido a los militares viviendo en la inopia hasta que llegó Pinochet a poner orden. Como dictadura no era tan mala.

Pronto necesitaron camuflar aviones de transporte. Con este fin utilizaron la Isla de Pascua. Allí fueron los aviones británicos a maquillarse, a pintarse con los colores de la Fuerza Aérea de Chile para después volar por el territorio nacional como si fueran chilenos. Según Edwards nunca nadie los detectó porque usaron matrículas duplicadas.

-Entonces, ¿había dos aviones idénticos volando sobre Chile, el auténtico chileno, y el disfrazado británico?

-Sí. Muchas veces dos aviones, supuestamente chilenos, estuvieron en el aire con la misma identidad.

Con todos estos arreglos, Sidney Edwards, con la valiosa ayuda del Jefe de Inteligencia de la Fuerza Aérea, general Vicente Rodríguez, más tarde procesado por la venta ilegal de armas a Croacia, pudo organizar un enlace entre militares chilenos y británicos para intercambiar todos los detalles de los aviones argentinos saliendo de sus bases y avisarle a tiempo a la Flota para que los Sea Harrier pudieran atacarlos antes de que pudieran acercarse a algún barco. Según Edwards, fue tan importante este sistema que la única vez que hubo un fallo, los argentinos pudieron hundir dos barcos británicos, el Sir Tristram y el Sir Galahad.

Más adelante, eso sí, casi toda la operación se fue a pique cuando un helicóptero Sea King de la fuerza naval británica apareció quemado cerca de Punta Arenas. La tripulación lo había destruido para no dejar rastro de una misión de Inteligencia. Después de haber colocado tropa de avanzada en territorio enemigo para destruir misiles y aviones en bases del sur argentino, le pusieron fuego y la tripulación se escondió. El error fue que lo dejaron muy cerca de la ciudad. Con la aparición del Sea King destruido sin tripulación quedaba al descubierto y probada la participación de Chile al lado del Reino Unido, lo que el gobierno negaba. La explicación de que se habían perdido en la noche, dada en la conferencia de prensa por la tripulación encontrada por Carabineros, no convenció a nadie.

UN PREGUNTÓN ASUSTADIZO

Hubo un reportero muy insistente que preguntó y preguntó poniendo en duda los argumentos oficiales. A Sidney no le gustó tanta curiosidad y se lo comentó a su guardaespaldas y chofer, el capitán de la FACH, Patricio Pérez, sugiriéndole que ese periodista estaba molestando mucho. Poco después el periodista dejó de hablar y escribir sobre el tema. Patricio le contó que debieron mandarle unos muchachones a asustarlo. Sidney piensa que la seguridad de las naciones está antes que el periodismo.
Pinochet, a pesar de su importancia, nunca quiso saber de él, ni siquiera saludarlo. Por si salía algo mal para poder echarle la culpa a Matthei.

-¿Le dolió que encarcelaran a Pinochet jueces británicos?

– Bueno. Fue por petición de un juez español y no podíamos hacer nada. Encontré horrible su encarcelamiento en Londres. Los que estábamos involucrados sabíamos cuánto había ayudado a ganar la guerra. Margaret Thatcher no podía decirlo públicamente, y por este motivo lo ayudó aunque discretamente.

Sidney piensa que la mayoría de la gente en Chile no tuvo ninguna idea de lo que ocurrió, aunque cree que los chilenos hubieran estado de acuerdo y orgullosos de sus fuerzas armadas. Y dice estar cien por ciento seguro de que sin la ayuda de Chile y en especial de los generales Matthei, Rodríguez y Pinochet los británicos no habrían ganado la guerra.

Cuando terminó el conflicto, en comienzos de junio, Sidney se fue a celebrar a la discoteca Las Brujas con gente de la embajada y luego partió al Casino de Viña. Pocos días después volvió a Londres donde fue condecorado en secreto por la mismísima Reina Isabel. La mayoría de su familia y amigos pensó que lo condecoraban por su desempeño en ventas de armamento, el que era su trabajo oficial hasta antes de partir a Chile. Su esposa, Patricia, nunca se enteró de que había trabajado como agente secreto. Al tiempo, fue nombrado Oficial de Enlace para Ventas y Entrenamientoen la Embajada Británica en Chile. A partir de entonces se acabó el bloqueo oficial de armamento del Reino Unido a Chile.

-Los chilenos nunca supimos mucho de lo que realmente ocurrió.

-Claro, porque los militares chilenos pensaban que había que parecer buenos vecinos.

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