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Opinión

24 de Abril de 2018

Ante el final de ETA: el lenguaje del perdón y la reconstrucción del relato

Ninguna reconciliación puede ser amnésica. Ningún recuerdo, por su parte, debe convertirse en obsesión de venganza. Entre esos extremos debe transcurrir el encuentro de protagonistas de una historia que en muchos momentos sobrepasó el drama

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El último comunicado de ETA en vísperas de su anunciada disolución, incorporando el lenguaje del perdón, aunque bien podría haberse ahorrado una injustificable distinción entre víctimas que resta fuerza a lo que desde ese lenguaje ha de entenderse como arrepentimiento, es ciertamente declaración sobre la tragedia de un pasado sobre el que se dispone a echar el telón. Cuando la organización terrorista comunicó en 2011 el abandono de las armas ya certificó su derrota y anticipaba su disolución, por más que tardara en llegar.

Que una organización terrorista declare su final, dejando atrás décadas sembrando muerte, es buena noticia siempre, aunque no se disuelvan todas las preguntas pendientes de respuesta. ¿Cómo afrontar insoslayables procesos de reconciliación en una sociedad que se vio tan dividida y con su convivencia terriblemente dañada? Es éste un interrogante que queda pendiente de cómo seguir abordando todo lo relativo a la memoria de las víctimas. He ahí la cuestión moral de máxima relevancia política, crucial para la convivencia democrática en Euskadi y, a la vez, en la sociedad española en su conjunto. Afortunadamente, la ciudadanía vasca y la ciudadanía española en general han ido dando pasos decisivos en esa dirección, a lo cual cabe añadir que, para profundizar en la misma, hace falta que explícitamente se terminen de dar los necesarios desde lo que ha sido ETA y su entorno.

Asunto tan delicado como el de la memoria de las víctimas requiere por todas las partes un tratamiento cuidadoso. Está ahí el dolor por tantas víctimas del terrorismo en años aciagos en los que el lenguaje de las pistolas y el estruendo de las bombas ahogaron muchas palabras y segaron muchas vidas. Su recuerdo permanece como deuda que no podrá ser saldada, deuda que es de todos y hasta de la democracia española como tal por lo que debe a quienes vieron su vida sacrificada en el altar antidemocrático de una barbarie despiadada.

La paz alcanzada cuando las armas callaron es libertad que inundó espacios públicos donde campeaba el miedo. Se presentó por delante la ardua tarea de trocar amargas historias de odios, en unos casos, de incurable dolor, en otros, en inéditos relatos de reconciliación que confirmaran, ante el escepticismo de los propios y las dudas de los ajenos, que a veces ocurre que la barbarie sale derrotada. Hay heridas que requieren mucho tiempo para cicatrizar y eso por eso que da pudor ser optimista. ¿Cómo asegurar el largo recorrido que ha de conducir a una reconciliación sin la cual la convivencia nunca quedará en verdad asentada sobre principios democráticos, es decir, sobre el respeto incondicional que nos debemos?

Reconciliación desde la memoria de las víctimas

Si la reconciliación es la clave convivencial, la clave de la clave es la memoria de las víctimas a las que les fue arrancada la vida injusta y brutalmente en nombre de un ideal de independencia nacional, de un mito supuestamente patriótico, de una estrategia de pretendida liberación o sencillamente de un impío cálculo táctico que las puso en el camino de quien se atravesó en sus vidas. No es fácil esa reconciliación, habida cuenta de que ha habido víctimas y verdugos, en papeles claramente diferenciados, aunque en medio de una realidad social y política tremendamente enmarañada.

Ninguna reconciliación puede ser amnésica. Ningún recuerdo, por su parte, debe convertirse en obsesión de venganza. Entre esos extremos debe transcurrir el encuentro de protagonistas de una historia que en muchos momentos sobrepasó el drama y arrojó a sus personajes en brazos de la tragedia. A la erosión del olvido debe ponerse coto con aquello que precisamente no debe olvidarse, que no es sino la deuda contraída con quienes sucumbieron, aun sin haberlo elegido, en nombre de los valores democráticos asumidos por la inmensa mayoría. La democracia, no meramente en la calidad abstracta de sistema político, sino en la realidad concreta de modo de vida y orden convivencial, ha de mantener, por dignidad de ella misma, de los ciudadanos y de las víctimas, el recuerdo imborrable de éstas. Es deber de justicia.

En lo que a las víctimas se refiere, el deber de memoria no es uno más, añadido a un listado de obligaciones morales. Tal deber señala una exigencia ética incondicional que se formula desde la sensibilidad moral de quienes nos vemos interpelados por aquéllos que, en su misma ausencia, nos dirigen desde sus vidas masacradas una insoslayable exigencia solidaria para que lo que sufrieron nunca más vuelva a suceder. Es la exigencia de la memoria como dique moral contra la barbarie.

El imperativo de memoria es exigencia para todos, pero es además aguijón inevitable para quienes mataron o, en su caso, hirieron, secuestraron o, como quiera que sea, atentaron contra otras personas, inhumanamente tomadas como medios de sus pretendidos fines. En tales casos, el imperativo de memoria, condición para la reconciliación, plantea inexcusablemente entrar en la dinámica del perdón. Como en repetidas ocasiones ha señalado el filósofo Reyes Mate, sin petición de perdón queda bloqueada la reconciliación, puesto que sin petición de perdón la exigente lógica del reconocimiento que la reconciliación supone se ve cegada. La imprescindible petición de perdón, en ese sentido, no deja de ser un proceso complejo. Supone decisiones personales de quienes actuaron como verdugos. Y de la otra parte, del lado de las víctimas, o de sus familiares si ellas perdieron la vida, queda la grandeza del perdón, que en ningún caso ha de implicar olvido. Tales trayectorias personales no son fáciles de recorrer; requieren una eficaz cobertura social y firmes apoyos desde el ámbito político. Afortunadamente, va habiendo experiencias de reparadores encuentros entre quienes se sitúan en un lado y otro de esa historia de asimétricos enfrentamientos.

Si la reconciliación es un objetivo social que hay que apoyar políticamente, la dinámica del perdón que ha de propiciarla es de índole moral, por más que tenga la máxima relevancia política. No es fácil encontrar vías por las que canalizar políticamente la petición de perdón, salvo la que corresponde acometer a una organización como colectividad que hace un análisis y saca las correspondientes conclusiones respecto a una larga deriva que no ha sido un mero errar, sino que ha comportado unas cruentas prácticas de terrorismo, injustificables, amén de inútiles. Constatamos que tal momento supone una difícil etapa de maduración colectiva, en primer lugar por quienes dan el paso de formular una petición de perdón dirigida a las víctimas o a sus deudos; y a la vez también por parte de organizaciones sociales y fuerzas políticas que han de mantener el compromiso memorialista excluyendo toda práctica de instrumentalización del recuerdo de las víctimas a favor de intereses espurios.

La reconstrucción del relato: cuestión disputada

Si la memoria de las víctimas es piedra angular para restaurar la convivencia democrática, tal ejercicio de ineludible recuerdo ha de insertarse en la narración a través de la cual se nutre la memoria colectiva de una comunidad política. Es por ello que la exigencia moral respecto a las víctimas y la necesidad política de reconciliación se entrelazan con procesos de elaboración social de la memoria en los que se presenta la disputa por la reconstrucción del relato. ¿Quién y con qué criterios la hace? ¿Cómo resolver la confrontación de versiones respecto al mismo?

No es el momento de remontarnos hacia atrás de forma pormenorizada en una historia donde se entreveran muchos cabos: el de la dictadura franquista, el de la transición y la consolidación de la democracia en España –aun sin resolver del todo la cuestión de las naciones-, el de una Euskadi que al amparo de la Constitución de 1978 obtiene una amplia autonomía, el de un nacionalismo vasco con aspiraciones hegemónicas en el seno de una sociedad plural, el de una ETA que nació en un contexto muy diferente del actual asumiendo los otrora planteamientos revolucionarios de lucha armada hasta derivar, mediando escisiones, a un terrorismo brutal, a la vez que ajeno a la misma realidad de la invocada Euskal Herria en cuyo nombre pretendía falazmente legitimarse… Sí es momento de señalar como exceso injustificable pretender conectar directamente la trayectoria de ETA con el bombardeo de Gernika en la guerra civil, estableciéndolo simbólicamente, con injustificable afán de monopolización, cual punto de arranque en respuesta al cual se legitimaría el mismo nacimiento de la organización terrorista.

El caso es que para llegar, primero, al abandono de la violencia, después, a la entrega de las armas, y ahora a la anunciada disolución, se tuvieron que concitar una serie de factores cuyos efectos fueron impactando en la organización terrorista. Sobre el telón de fondo de una democracia consolidada, es cierto que la tarea antiterrorista de las Fuerzas de Seguridad del Estado, actuando dentro del Estado de derecho –una vez dejadas atrás las negras páginas del GAL- y las actuaciones del poder judicial en la persecución y castigo de los delitos de terrorismo, debilitaron una organización hasta un estado de extenuación en el que era imposible su pervivencia. Pieza fundamental es el protagonismo de una ciudadanía que en su conjunto fue haciendo frente al terrorismo, estoicamente, sin estridencias, con constancia y inquebrantable respaldo a la legalidad democrática.

Con tal entramado de hechos, en el que hay que contar la total pérdida de apoyos internacionales, el problema que se plantea a la hora de narrarlos es cómo dar cuenta de lo ocurrido. De hecho, una declaración que apunta al final de una organización terrorista policial y judicialmente acorralada, políticamente derrotada, a la vez que cuestionada incluso por sus aliados abertzales, se trata de presentar como contribución a la paz. Entre esos dos polos la declaración última vuelve a ser objeto del debate político sobre cómo entender y describir lo acaecido, cómo establecer su significado insertándolo en una perspectiva de sentido. Tal debate ideológico es el inevitable conflicto de interpretaciones en torno a los hechos, tratando de hegemonizar la versión de los mismos que pueda resultar a la postre dominante. Es batalla dialéctica en la cual hay que entrar con todas las artes democráticas, hasta con la pretensión de restarle fuerza a la sentencia de Nietzsche de que “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”.

Quienes han estado del lado de la defensa de la democracia y contra la barbarie terrorista no van a regalar a quienes han pertenecido a ETA ningún argumento que justifique su trayectoria. Ahora bien, se hace patente la dificultad de asumir algo que es más que una derrota, lo cual es más difícil incluso que dejar las armas. Se trata de la dificultad de asumir en primera persona que la barbarie que acabó con vidas humanas no tiene ninguna justificación ética, así como tampoco rentabilidad política alguna. Es en definitiva lo que supone pedir perdón.

Por tratarse de lo que ya se sitúa de lleno en el debate político acerca de quién y cómo se construye el relato de lo sucedido, la cuestión recuerda lo que una y otra vez afloraba en las diatribas acerca de si con ETA se dialogaba o se negociaba, cuestión siempre a expensas de la carga semántica que en tales términos se pusiera. Si como negociación había en juego contrapartidas políticas, desde un Estado democrático de derecho no cabía negociación posible. Si el término se rebajaba en sus pretensiones significativas, se podía hablar de otras cosas, acercando lo que cabía hacer a lo que se quería decir al hablar de diálogo –por ejemplo, sobre final de la violencia, situación de los presos, o enumeración de cuestiones siempre remitidas al debate ulterior entre fuerzas políticas en el marco de la legalidad vigente y sin interferencia alguna de la violencia, etc.-. Así, por cierto, es como el gobierno de Felipe González dialogó en Argel en 1989, como el de Aznar lo hizo en Suiza en 1999 y como el de Zapatero lo volvió a intentar también en 2006 en Ginebra y Oslo… No tuvieron éxito inmediato ninguno de esos encuentros, pero fueron estaciones de un recorrido muy difícil. Hoy, cuando desgraciadamente otros terrorismos aparecen brutalmente en la escena internacional, descargando su barbarie también en nuestro país, pero el de ETA es por fortuna historia pasada, es importante que se pida perdón, así como es exigible que la petición sea coherente y consecuente.

No parece que de inmediato vaya a haber acuerdo no ya sobre el relato, sino ni siquiera sobre el sentido del perdón que se pide. No obstante, no estamos obligados, como en trances pasados, a dirimir de qué se trata, si de negociación o diálogo. Ahora los hechos van por delante, y nos podemos permitir hasta cierta imprecisión en el lenguaje del perdón, siempre que haya voluntad de pactar el desacuerdo, imprescindible para convivir –lo señala Paul Ricoeur a la vez que subraya que el relato, para ser de verdad histórico, tiene que conllevar buenos argumentos-. A partir de ahí queda cultivar la espera activa en aras de ese futuro en que el acuerdo sobre un perdón sin amnesia sea condición lograda para ver más próximo el horizonte de una reconciliación verdaderamente democrática. Las víctimas mantienen la llama de la esperanza.

Por José Antonio Pérez Tapias* para Ctxt.es

*Es catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional. (Madrid, Trotta, 2013)

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