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28 de Noviembre de 2008

Mi padre soy yo

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Sabía que tenía que volver a subirme a una bicicleta y recorrer esa calle de bajada en la que me accidenté y dejé manchas de sangre y me partí el brazo ante la mirada compasiva de algunas señoras que me ayudaron a levantarme.

Sabía que debía regresar a esa esquina aviesa de Menéndez Pelayo y demostrarme que se me fue una vida en aquella caída pero pude recuperarme gracias a una cierta obstinación, a un espíritu de resistencia que se forjó en mí desde niño, muy a mi pesar.

Entonces tenía que resistir a los correazos que mi padre me daba en las nalgas (sin saber que estaba educándome en una escuela del placer en la que ahora estoy condenado a seguir instruyéndome) y a los golpes con una regla de madera que Mr. Moulder, ese calvo perverso y encantador que enseñaba en el colegio inglés, me daba en la palma de la mano derecha, el brazo extendido, tembloroso. En ambos casos aprendí a que cuando se cansaban de golpearme, la mejor revancha era pedir un golpe más, un correazo más, una lección que me ha sido útil para la vida pública que me asaltó después.

No tenía que volver a Madrid tan pronto. Había estado los últimos días de septiembre cuando me accidenté, levitando por el exceso de pastillas y burlando con arrojo torero desde la bicicleta todas las suertes contrariadas que surgían de cada esquina, y ahora era noviembre y ese sol engañoso me hacía pensar que seguíamos en septiembre y ya no me dolía el brazo.

Pero el brazo aún dolía a pesar de la rehabilitación, las descargas eléctricas, los ejercicios y los masajes, y por eso, por lo que me enseñaron mi padre y el profesor, supe que debía volver a montar en bicicleta esas mismas calles en las que dejé regada una vida y un poco de sangre.

Cuando fui a comprar otra bicicleta en la calle Goya no encontré al vendedor que me atendió en septiembre. Pregunté por él. Me dijeron que había renunciado. No les creí. Seguramente lo habían despedido. Compré esta vez una bicicleta de varón, a ver si me deparaba mejor fortuna que la otra, con canasta, que terminó retorcida e inservible.

No estaba en mis planes estrenarla aquel sábado a medianoche. Quería dar vueltas por el Retiro y dejarme llevar por Menéndez Pelayo al día siguiente, domingo, día que, según los pronósticos, sería despejado y agradable. Salí del departamento y me puse a esperar un taxi en la esquina de casa, frente a la bodega de las chinas que me recibieron con alborozo y me sobaron el brazo lastimado diciéndome cosas agridulces en mandarín, cosas que desde luego no entendí pero mitigaron el dolor del brazo casi rehabilitado y ya no tan tieso y entumecido como cuando me quitaron el cabestrillo.

No pocas veces he pasado por Madrid y sabía por eso que un sábado a medianoche era altamente improbable encontrar un taxi en esa esquina o en ninguna. No pocas veces he caminado en Madrid hasta volver al hotel o a casa, a falta de un taxista, no importa si fascista, que me rescatase del frío. Aquel sábado no fue una excepción. Estuve media hora esperando un taxi y nunca apareció. Los pocos que pasaban iban ya ocupados y el frío empezaba a molestar. No era el frío despiadado de diciembre, pero era un frío que se metía por los pies y conspiraba contra mi precaria recuperación.

Harto de esperar, comprendí que el destino había adelantado la cita que tenía conmigo para expiar mis demonios y volver al coso en el que la bestia me corneó y dejó malherido, volver y no sentir miedo, porque un torero con miedo es un torero muerto, el miedo se olfatea desde lejos y te condena en ese oficio y en todos los demás, incluyendo el mío, que no sé bien cuál es, creo que el de charlatán, gitano y ciclista ocasional.

Bajé a la cochera con olor a basura rancia, cargué la bicicleta, me subí en ella y empecé a pedalear de subida por la Menéndez Pelayo, sintiendo que en cada esfuerzo muscular se me iba otra vida y que era peligroso trepar cuesta arriba a esa hora, tratando de llegar a la función de medianoche del cine de la calle Narváez que tanto me gusta para ver una película que sospechaba que sería mala pero no importaba, un viaje a Madrid era incompleto si no veía al menos una y a veces hasta tres películas al día y ese sábado no había visto ninguna.

Cuando llegué al cine, estaba excitado, poseído por una confianza ciega en mi poderío, y por eso no me importó pedirle a la chica que me vendió las entradas que cuidase mi bicicleta porque no tenía cadena ni candado para amarrarla y ella aceptó tan ingrato encargo, no sin que sus manos fuesen previamente lubricadas por unos euros siempre bienvenidos.

La película fue menos mala de lo que sospechaba porque Ariadna Gil estaba soberbia y Diego Luna parecía a ratos un demente suicida y por eso mismo alguien que podría ser tu amigo, pero no pude disfrutarla del todo porque estaba impaciente por salir a ver si me habían robado la bicicleta, quizá la chica de la taquilla o algún peatón avispado, y arrojarme pedaleando por la calle de necesidad mortal que me había convocado de vuelta a Madrid.

No me habían robado la bicicleta y la chica sonrió y me hizo pensar que debo pasar más tiempo en Madrid y menos en Miami. Luego empecé a pedalear de prisa por Narváez y doblé a la derecha en Menorca y tomé Menéndez Pelayo de bajada. Lo prudente hubiera sido elegir la acera, despoblada a esa hora. Pero lo prudente no ha sido nunca, en mi caso, lo aconsejable. Por eso me quedé en la misma pista por la que me descolgué aquella tarde última de septiembre y busqué con frenesí autodestructivo toda la velocidad que mis piernas pudiesen obsequiarme y por un momento pensé que estaba muerto y que ese recorrido lo hacía otra persona que ahora habitaba mi cuerpo. Porque aquella persona que se accidentó vivía dopada y tragando pastillas y esta otra quería resistir, sobrevivir, remontar la adversidad y afirmar virilmente la búsqueda del placer a cualquier precio y contra toda adversidad.

Helada la nariz por el viento de las tres de la mañana, sujetando con un brazo el timón, buscando tozudamente esa cita inevitable con mi destino y mi historia hecha de golpes y caídas, pude ver a mi padre dándome correazos en el culo y al profesor del colegio descargando su rabia con una regla de madera en mi mano extendida y a mi madre haciéndome rezar en latín y a mi bella hermana refugiándose en un convento en las montañas sin colchón ni agua caliente y a un amigo cocainómano humillándome por un tiro más y a mis amantes avergonzados abandonándome por una mujer conveniente y a mis hermanos peleándose a golpes para negar lo innegable, lo que está ya escrito y dicho, lo que soy porque está en mis genes o porque mi padre lo quiso así: que yo también fuese cojo de alguna manera para parecerme a él. Y fue así como llegué a la esquina donde volé y me partí el brazo y me detuve un momento y sentí la presencia reconfortante de mi padre contentándose por mi espíritu guerrero, por atreverme a cruzar silbando ese puente imaginario sobre el río Kwai, como en la película que me llevó a ver cuando era niño, y comprendí que su destino y el mío era el de ser cojos, él porque los huesos se le encogieron y yo porque el alma me quedó coja, lisiada. Y nunca fui más amigo de mi padre que aquella noche en la esquina aciaga de Madrid donde perdí una vida y la recobré semanas después, un sábado de noviembre que no olvidaré, como no olvidaré la última sonrisa de mi padre que me hizo cojo.

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