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10 de Marzo de 2009

Víboras en el paraíso

Por

Por Jaime Bayly

Yo no quería irme de Montevideo. No quería irme nunca de esa ciudad tan estimable. Pero unos amigos muy queridos insistieron en prestarme su casa en José Ignacio y enviaron al chofer a buscarme al hotel y no pude rehusarme, no quise hacerles un desaire, y si bien me daba pereza viajar dos horas en auto a ese balneario exclusivo, también me azuzaba la curiosidad de hundir mis zapatos talla catorce en las arenas rojizas, casi marcianas, de las chacras de José Ignacio.

El viaje en la camioneta de mis amigos fue sosegado y lento, pues el chofer conducía con extrema prudencia mientras yo escuchaba los siete discos que mi hija me había regalado por mi cumpleaños con las canciones que más le gustaban a ella, ninguna de las cuales, ninguna, me disgustó escuchar: fue bonito descubrir que musicalmente mi hija y yo somos almas gemelas, como Nick and Norah en esa película genial que vi hace poco en la que él y ella, en medio del vértigo de una noche infinita de Manhattan y alrededores, se resignan a aceptar el hecho mágico y a la vez abrumador de que la música los ha unido y ahora no les queda sino amarse.

En cierto modo fue también la música lo que me unió a mis amigos queridos que me prestaron su casa de José Ignacio, aunque prefiero no entrar en detalles por respeto a su privacidad. Digamos simplemente que esos amigos son como mis hermanos y que la música que yo escucho es a menudo la que ellos hacen con tanta pasión y talento. Digamos que nunca me cansaré de escuchar sus canciones, como nunca me cansé de estar en su casa de José Ignacio, en la que quería quedarme a vivir ya no como amigo sino como casero, a sueldo, renunciando a la televisión y dedicándome a cortar y regar la hierba, limpiar la casa, comprar los víveres, alimentar a los perros, las ovejas y los caballos y mantener todo en orden a la espera de la llegada de mis amigos ahora devenidos jefes y empleadores míos en mi imaginación de escritor mediocre.

La casa era como estar en el paraíso sin haberte muerto y habiendo pecado con descaro y sin remordimiento. La casa era el nirvana, el cielo, alá y las once mil vírgenes, el éxtasis más puro y quieto que he conocido. No había ruido ni vecinos ni forma alguna de desasosiego. El horizonte se perdía en las hectáreas arboladas, en los caballos y las ovejas pastando, en los arroyos y el lago artificial, en el mar azulado de José Ignacio a lo lejos, un mar políglota, que habla todos los idiomas de todos los bañistas cosmopolitas que allí remojan sus posaderas. Pasaba los días tumbado como un náufrago feliz, como un exiliado apátrida, como un enfermo terminal que espera la muerte con ilusión. A veces pensaba que ya me había muerto y que tanta belleza y armonía tenían que ser el más allá, la otra vida, la promesa que tantas veces me hizo mi madre, la recompensa a todos los actos de estúpida bondad y de dispendio económico en que incurrí. Dormía y leía y dormía y dormitaba y acariciaba a los perros y veía cagar a los caballos y escuchaba las canciones de mis amigos y pensaba como mandarles mi resumé para oficiar de casero y quedarme a vivir allí para siempre.

Hasta que algo sinuoso y de peligro letal me alejó de esa chacra rojiza de José Ignacio. Estaba por meterme a la piscina, siempre helada y por eso estimulante, cuando mis ojos miopes advirtieron que una criatura viva, más concretamente una serpiente o víbora o boa, se deslizaba insidiosamente hacia el agua, seguramente sedienta. Quedé estupefacto y completamente amariconado. No me moví, temeroso de que la víbora me inoculase su veneno. Llamé a los gritos a Juan, el casero. Juan vino corriendo con un palo largo, ya había visto la víbora a lo lejos. Vino con su mujer, Juana, un encanto, grandes anfitriones y amigos ambos. Juan le dijo a Juana que se quedase de pie a dos metros de la víbora, como un señuelo, como una trampa para distraerla. Juana obedeció, no advertí entusiasmo alguno en ella, pero obedeció. Juan caminó sigiloso hasta colocarse detrás de la víbora y luego le apaleó doce veces la cabeza hasta matarla, mientras la víbora convulsionaba, se enroscaba y trataba de atacarnos.

Muerta la víbora, muerto de miedo yo, les agradecí a Juan y Juana por salvarme la vida, me contaron que había infinidad de víboras en la chacra y que eran muy útiles para morder y espantar a los paparazzis que se agazapan entre los arbustos, y les anuncié que partiría enseguida, pues no encontraba coraje en mí para cohabitar con un nido de víboras sedientas y acaloradas. Subí a la camioneta de mis amigos, aceleré todo lo que pude por el camino polvoriento, a punto estuve de accidentarme al frenar y derrapar y entrar dando trompos a la ruta nueve y me dirigí, huyendo de las víboras, a la casa de una amiga muy querida en La Pedrera, sin saber si ella estaba allí, sin saber siquiera cuál era su casa.

Mi llegada fue la suma de tres milagros que debo a las plegarias incesantes de mi madre: que la camioneta no volcase o fuese arrollada cuando entré derrapando en el polvo a la ruta nueve, que la balsa de madera que transportó a la camioneta y a mis noventa y cinco kilos no se hundiese en las aguas del lago Garzón, y que no quedase ciego al menos de un ojo cuando, a la entrada de La Pedrera, después de casi dos horas de conducir a toda prisa por una ruta suicida en la que me empeñaba en pasar a todos los autos como si fuese una ruleta rusa (pero hay algo en mí que me impide ir despacio, hay una arrogancia que me induce a sobrepasarlos a todos, a riesgo de mi vida) una jovencita de no más de dieciocho años se acercó a la camioneta y me arrojó sin piedad alguna un globo de agua por carnavales que se estampó en mi cachete derecho como una sonora bofetada o un puñete amigo. Indignado por tan bárbara agresión, subí todas las ventanas, pero no tuve la mínima precaución de trabar las puertas. Poco más allá, y a lenta velocidad por la densidad del tráfico que se dirigía al mar, un chico de no más de doce años abrió mi puerta, me miró con desprecio y me tiró otro globo de agua que sacudió mi cachete izquierdo, con lo cual supe dar cristianamente la otra mejilla en carnavales y quedé colorado y lastimado como si hubiera peleado un combate de boxeo amateur. Malditos adolescentes uruguayos, ¿quién les ha dicho que tienen derecho de arrojar globos que duelen como piedras en la cara de un forastero recién operado por médicos inescrupulosos? Maldita juventud del coño sur, tírenle globos al coño de su madre, no a mí, que soy un chico suave y jugándome los descuentos y que vengo huyendo de las víboras de José Ignacio que querían deglutirme entero.

En mi país de origen suele decirse que no hay nada más largo que pedo de víbora, y la verdad es que llegar a la casa de mi amiga en La Pedrera fue más largo aún que la flatulencia de una serpiente, si se me permite la ordinariez. Pero llegué, que es lo que cuenta. Llegué en traje de baño, preguntando a los veraneantes dónde vivía mi amiga la escritora genial, hasta que un chico gay, músico, escritor, genio incomprendido, me guió suavemente hasta la casa de mi amiga que era también su amiga y tocamos el timbre pero no había nadie y luego este chico adorable recordó que ella, nuestra amiga, se había ido a Londres, así que le dejé una tarjeta y escribí “gracias por hacerme reir tanto” y la deslicé debajo de la puerta y luego el chico gay adorable me hizo fotos con la casa de mi amiga detrás, a la que había llegado en una peregrinación como llegaría mi madre a la virgen de Lourdes. Para mí, esa amiga es más sabia y más buena y más virgen que todas las vírgenes y las putas del mundo, y por eso me hice la foto delante de su templo y santuario creativo, fuente de humor inagotable del que millones disfrutamos mientras ella mira el mar de La Pedrera, menos chúcaro que el de José Ignacio, menos frío que los mares peruanos, chilenos o argentinos en los que me he dado baños de asiento.

El chico gay adorable, luego de hacerme las fotos, no quiso meterse al mar, alegando que era muy frío, pero yo, con las cicatrices en la panza, y milagrosamente vivo después de la víbora y el accidente que pudo ser y no fue, no dudé en meterme hasta donde rompían las olas, y entonces vi al bañista más guapo que podía verse en esa playa, en La Paloma, en José Ignacio y en toda Punta del Este, y (ya se sabe de qué pie cojeo, no del mismo pie del que cojeaba mi padre ciertamente) no pude evitar peguntarle si se atrevía a meterse conmigo pasando “la reventazón”, y él, irresistible, me dijo “¿qué carajo es la reventazón?” y yo señalé el exacto lugar donde rompían las olas no tan bravas y el lanzó una magnífica carcajada y dijo “querés decir la rompiente” y yo “eso, la rompiente” y él acercándose, mientras yo sentía que una corriente, no sé si marina o de más abajo me llevaba naturalmente a él, a sus brazos, me dijo “no, es muy peligroso pasar la rompiente, hay bandera roja”, y yo, recordando el coraje admirable del tío Bobby en Paracas, lo desafié, lo reté, le dije “no seas mariquita, no pasa nada, allá atrás es una piscina”, y él se sintió tocado en su honor y nos sumergimos tras las olas y ahora este hombre sin nombre y yo nos mecíamos en las aguas limpias y nobles de La Pedrera y no nos decíamos una palabra y era como estar de nuevo en el paraíso sin haberme muerto y habiendo encontrado por fin a mi ángel guardián.

Después tuvieron que sacarnos los salvavidas, pero esa es otra historia.

Lo que no olvidaré es lo cerca que estuve de rozar a ese hombre sin nombre pasando la reventazón de La Pedrera. Creo que mi tío Bobby hubiera estado orgulloso de mí.

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