Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Uncategorized

27 de Julio de 2009

La ropa escondida

Por

POR JAIME BAYLY

Mi hija mayor, que es tan inteligente y responsable que no parece mi hija, decidió inscribirse en unos cursos de verano en la universidad de Brown, a pesar de que sólo tiene quince años.

Aunque desconfío de las universidades y tiendo a creer que la mayor parte de las cosas que en ellas se enseñan son más o menos inútiles y poco o nada tienen que ver con la felicidad (que tanto tiene que ver con el azar), me pareció estupendo que mi hija tuviese unas semanas de libertad, acompañada de sus mejores amigas, en Providence, Rhode Island.

A decir verdad, poco importaba que me pareciera estupenda su decisión, pues, de haber pensado que mi hija estaba cometiendo un error, ella no hubiese cambiado sus planes. Mi relación con ella no es una de amistad sino de obediencia. Quiero decir, ella manda, yo obedezco y pago, y de ese modo ambos somos felices.

Como consecuencia de su decisión, y como yo no podía viajar a buscarla cuando terminase el curso, convencí a su madre y su hermana de que viajasen a Boston a reunirse en esa ciudad con ella, que tomaría un tren desde Providence, nada más terminar su curso, que era (y esto me pareció notable) sobre la relación entre la política, la música y la poesía. Si me encargaran dictar un curso sobre esa ardua cuestión, me arriesgaría a postular dos ideas: los músicos y los poetas mitigan o alivian el daño estético, acústico y moral que perpetran los políticos y nos salvan del suicidio colectivo; si los músicos y los poetas se dedicasen a la política y los políticos, a la música y la poesía, todo sería mucho peor y ya nada nos salvaría del suicidio colectivo. Por suerte para mi hija, no fui su profesor.

Como era previsible, no fue laborioso convencer a Sofía y a Lola de que viajasen a Boston. Aceptaron encantadas. Ambas (y en esto se parecen mucho) ven siempre con entusiasmo la idea de subirse a un avión, sea para ir al lago Titicaca, a la selva amazónica o a Nueva Inglaterra. Ambas son notablemente inquietas y asocian el placer al movimiento continuo, al cambio frecuente de paisajes, escenarios y usos horarios.

Dado que no hay vuelos directos entre Lima y Boston, pareció razonable que pasaran un fin de semana en Miami conmigo, antes de seguir viaje al norte. Sólo había un problema, y es que Martín estaba en mi casa, escapando del crudo invierno argentino.

Con inteligencia y generosidad, Martin aceptó irse a un hotel de South Beach en vísperas de que llegasen mi ex esposa y mi hija, de modo que ellas pudiesen quedarse conmigo sin que Sofía pasara por el disgusto o el sobresalto de compartir la casa con él. Lola conoce a Martín y se llevan muy bien, pero Sofía se lleva muy bien con Martín precisamente porque no lo conoce, no quiere conocerlo, no lo menciona, no existe para ella. Así las cosas, y como no soy un hombre valiente, prefiero que Sofía y Martín sigan llevándose bien pretendiendo que el otro no existe.

Me pareció que Martín fue, a la vez, práctico y generoso al resignarse a pasar cuatro noches en un hotel, cediendo su cuarto, su cama, a mi ex esposa, la mujer que se ha pasado los últimos años simulando que él no existe, que es una criatura fantasmagórica o una ficción escapada de mis alucinaciones. Lo quise más. Pensé que Sofía no hubiera hecho lo mismo por él.

Después de dejar a Martín en el hotel, volví a casa y esperé a que llegaran mi ex esposa y mi hija. Llegarían al alba. En otros tiempos hubiera ido a buscarlas al aeropuerto. Ahora, por razones de salud (que es la cortada perfecta para justificar que soy un holgazán), decidí enviarles un chofer.

Mientras las esperaba, me sorprendí al verme buscando unas fotos que Sofía y mis hijas me habían regalado y que estaban guardadas en un armario. Saqué las fotos y las desplegué en la sala, de modo que se sintieran halagadas de verse en un lugar notorio de la casa. En una foto mis dos hijas sonreían abrazadas, en otra Sofía montaba bicicleta, en otra las tres se apretujaban contentas, en la última (una foto de estudio) mis hijas parecían dos modelos de piernas largas y miradas lánguidas.
Luego encendí la computadora del escritorio y borré todos los documentos y las fotos que tuvieran que ver con Martín. Sabía que mi hija y su madre usarían esa computadora y prefería que no encontrasen en la pantalla tantos íconos que remitían a la vida personal de mi chico. Quería evitar alguna escena de celos, despecho o rencor. Recordaba tantas peleas con Sofía que me daba pavor volver a caer en ese abismo.

A una hora incierta de la madrugada, y cuando ya no faltaba mucho para que llegasen, subí al cuarto de Martín y retiré cuidadosamente toda su ropa y la escondí en mi closet. Sólo dejé su colección de Vogue y sus libros de Puig, Mishima y Leavitt.

No dejé rastro alguno de que ese hombre pasaba el verano en mi casa. Borré todas las pistas, huellas o evidencias que delataran su existencia. Como Sofía había convertido en política oficial fingir que Martín no existía, hice lo que supuse que ella esperaba de mí: fingir que para mí tampoco existía. ¿Fue una cobardía despreciable? ¿Fue un acto deshonesto y manipulador? ¿O fue una cortesía de buen anfitrión, dispuesto a todo con tal de no incomodar a sus visitantes? No lo sabía bien y no importaba tanto. Lo único que me importaba a esas alturas era que Sofía y Lola pasaran un fin de semana tranquilo en mi casa y que no hubiera ninguna discusión, ninguna pelea, que mi hija viese que sus padres, no siendo ya amantes, eran capaces de dormir en la misma casa y tratarse con amabilidad.

El plan salió mejor de lo que había calculado. Martín estuvo encantado de darse unas vacaciones en South Beach y en ningún momento se quejó ni lamentó su suerte. Estaba tomando mojitos, conociendo drag queens, dándose baños de mar, exhibiendo su hermosa complexión, espantando con timidez (y placer) a los que se acercaban para seducirlo. Sofía y Lola pasaron poco tiempo en la casa conmigo. Subieron al auto que tanto le gustó a Sofía y se fueron de compras y a visitar a sus tíos y a pasear en bote y a hacer tantas cosas que, de sólo escucharlas al final del día, yo quedaba extenuado. Desde luego, no tuvieron tiempo de ver mi programa a las diez de la noche, y me pareció casi mejor que así fuera. No hubo una sola pelea, un solo momento crispado, irritante, ninguna discusión. Fuimos a comer los tres al mismo restaurante de siempre y hasta nos bañamos en la piscina y naturalmente todo adquirió una tonalidad más luminosa cuando le di a Sofía el popular “fajito”, un sobre con dólares para solventar sus urgencias comerciales.

Mientras ellas dormían en los cuartos vecinos con el aire acondicionado a tope, yo me recluía en mi cuarto y hablaba por teléfono con Martín, sin importarme demasiado que Sofía pudiese estar despierta, escuchándome. Era, a la vez, un acto que encerraba un minúsculo grado de valor y uno mayúsculo de miedo. Era valiente en hablarle a mi chico, pero era cobarde en hablarle susurrando.

El lunes, como estaba previsto, sonó el despertador, se bañaron, las ayudé a cargar sus maletas, les di un abrazo y un beso y le pagué al chofer que las llevó al aeropuerto. Luego regresé a mi cama a seguir durmiendo. A la una de la tarde, ya estaba en el hotel, recogiendo a Martín.

Cuando entramos a la casa, habían desaparecido las cuatro fotos de Sofía y mis hijas y habían reaparecido las fotos y los documentos de Martín en la computadora y había devuelto su ropa al closet de su cuarto, de modo que él no notase que, cobardemente, yo había camuflado su existencia para que mi ex esposa no se sintiera incómoda.

Pensé: qué astuto soy, todo salió bien, no hubo peleas, nadie se molestó.

A la noche fui a la televisión y Martín se quedó en la casa. Cuando volví, cenamos juntos viendo a Letterman. Al terminar, me preguntó si sabía dónde estaban sus calzoncillos. Quedé paralizado. Le dije que no sabía. Me dijo que tenía miedo de que Sofía los hubiese tirado a la basura. Le dije que ella era incapaz de destruir sus calzoncillos. Me miró desconcertado. No entendía qué podía haber ocurrido con sus calzoncillos, pero estaba seguro de que alguien tenía que haberlos movido del cajón donde él los había dejado antes de irse al hotel.

Fue sumamente bochornoso confesarle que, con toda seguridad, estaban en mi closet, que yo había escondido su ropa allí por temor a Sofía y que al devolverla a su ropero, tonto y despistado como soy, había olvidado sus calzoncillos. Subimos a mi closet, buscamos entre mi ropa y allí estaban sus calzoncillos, camuflados entre mi prendas de invierno, ocultos como si fuesen la prueba de un delito o un hecho vergonzoso, cuando la única vergüenza parecía que yo hubiese humillado a Martín, pidiéndole que se fuese a un hotel para no perturbar a mi ex esposa, y luego borrando y ocultando todo vestigio de su existencia para evitarme conflictos con ella.

Pensé que Martín se molestaría y me haría airados reproches. Pero, al parecer, ya nada le sorprende de mí, ya espera lo peor de mí.

-¿No estás molesto? –le pregunté.

-No, para nada –me dijo-. Lo que me molestaba era perder mis calzoncillos.

Sentí que perder sus calzoncillos era algo que le molestaría mucho más que perderme a mí y sentí que por eso lo quería tanto.

Luego nos echamos en su cama y, como siempre, hablamos de algún viaje que haríamos juntos.

Quizá eso sea el amor: amar a tu ropa interior más que a tu amante. Por lo pronto, aquélla suele acomodarse a ti más fácilmente que éste.

Temas relevantes

#jaime bayly

Notas relacionadas