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LA CALLE

31 de Enero de 2010

Genealogía histórica del cuico

Alfredo Jocelyn Holt
Alfredo Jocelyn Holt
Por

POR ALFREDO JOCELYN – HOLT
La cantidad de términos con que solemos referirnos en Chile a sectores altos llama la atención. Pero, así como muchos de estos calificativos van cambiando en el tiempo, suelen también significar o apuntar a fenómenos distintos. Últimamente, tengo la impresión, sólo despistan.

A gente como Carlos Larraín Peña, a mediados del siglo XIX, se le denominaba “pelucón”, por lo pechoño, conservador y autoritario, características que, por supuesto, a ese núcleo duro siguen siéndole pertinentes. Pero ocurre que los Carlos Larraín de nuestro mundo, en los años 1960 y 70, devinieron en otra cosa. Se volvieron “momios”, es decir, en algo bastante más que pertenecientes a un grupo social determinado, de vieja estirpe conservadora y autoritaria políticamente; de hecho, nuestros momios eran, por definición –recordemos– mucho peor: eran reaccionarios y golpistas. Si hasta se ufanaban de serlo. ¿Seguirán siéndolo? Preguntarse si hay todavía “momios” dando vuelta me parece de mínima cautela política. Con todo, calificar a Carlos Larraín de “cuico” suena raro. Habiendo tanto cuico de centro-izquierda revoloteando, me cuesta meter en el mismo saco a Larraín. Y eso que a “socialités” como Julita Astaburuaga o Mary Rose Mc Gill –ambas, en su época, “momias”–, se las tipifique, hoy en día, de “cuicas” no me extrañaría. A lo que voy es que el término, en vez de aclarar, confunde.

De hecho, la confusión ya estaba presente con el apelativo “momio”. El lío comienza ahí. Eran momios Sergio Onofre Jarpa, Pedro Ibáñez y Andrés Allamand. De eso no cabe duda alguna, pero también esas señoras “pitucas”, muchas de clase media que, junto a sus empleadas (el servicio doméstico siempre ha sido muy extendido en Chile), batían cacerolas vacías en las concentraciones en contra de la Unidad Popular. De lo que podría deducirse que momios convertidos en cuicos es, simplemente, uno más de los travestismos de nuestra época.

Si es que no de todas las épocas. Metamorfosis de este tipo no son extrañas entre nosotros. De igual manera que “momios” mutaron en “cuicos” y “peloláis”, ya antes hubo “pijes”, “futres”, “jaibones”, “paltones”, “pitucos”, “pirulos” y muchos otros. Esto si uno se detiene en epítetos, muchos de los cuales (ojo) terminan siendo asumidos favorablemente. La cantidad de momios que, en su momento, se autodefinían como tales, es elocuente.

Pasa también algo similar cuando se aplican a grupos altos términos sociológicos complejos. Suele hablarse de “aristocracia”, “alta burguesía”, “clase alta”, “ABC1” o simplemente “elite”; pero no significan lo mismo, ni tampoco son atingentes a cualquier momento histórico. Lo que tienen en común estas categorías con los simples epítetos es que tienden a emplearse vagamente, o bien, nos remiten a grupos que se resisten a ser calificados; hablar de aristocracia en Chile o en América siempre ha sido un poco pretencioso. Parte de esta liviandad con que se califica a las personas, sin embargo, sirve para encubrir historias pasadas que intencionalmente se quieren olvidar. Neruda solía reírse de los Errázuriz llamándolos los “reyes del calcetín” o algo así –cito de memoria– porque vendían al menudeo en la Calle del Rey (hoy Estado). Que, de repente, entonces, mucha gente en los años 70 se volviera momia y se sintiera orgullosa de serlo, hay que entenderlo como una clara estrategia para disolver categorías sociales anteriores más estrictas.

En efecto, cuánto hay de ascenso o movilidad social en todo esto, es una incógnita interesante en la que habría que indagar más. Si para ser momio, en las décadas de los 60 y 70, bastaba con ser golpista y aliado a los grandes intereses económicos amenazados por la UP, hoy en día se puede ser cuico aunque vaya a saber uno cómo el susodicho fulano hizo su plata, lo más seguro que demasiado rápido, de lo contrario sabríamos. En otras palabras, se “asciende” al momiaje volviéndose reaccionario y golpista (la dictadura posteriormente los premió), mientras que se “arriba” al cuiquerío convirtiéndose en un mero consumista conspicuo o en plutócrata desvergonzado. Los cuicos, en el fondo, son un momiaje más extendido, al que se le ha maquillado su pasado golpista o han ido moviéndose en la escala social gracias a la “transición concertacionista”. En ambos casos, está “bien visto” lo que hacen. El espíritu de los tiempos valida metamorfosis de esta índole.

Tan así que el cuico consagrado puede hasta, incluso, ningunear socialmente a medio mundo. Es cosa de ver cómo hasta los siúticos de hoy en día “asiutican” a quienes, en estricto rigor social, no correspondería tachar. Leo en un reciente blog la siguiente afirmación sobre Gabriel Valdés: “Este siútico señor que se hace llamar `Conde´ (una ridiculez en un país pobre y atrasado como Chile) no ha ganado sabiduría con los años…”. Descarada opinión; a uno podrá no gustarle Gabriel Valdés (a mí me carga), pero llamarlo “siútico” es no entender nada. Sospecho que tamaña confusión viene del libro bestseller de Óscar Contardo, “Siútico”. Uno lo lee y saca una sola clara conclusión respecto al término. En un país “siútico”, todo el mundo es “siútico”, ergo nadie es “siútico”, sin perjuicio que se puede tildar impunemente a cualquiera de tal. La confusión perfecta. Hay chipe libre para denigrar, a la vez que garantía segura para que, si lo acusan a uno, el epíteto no valga nada. Sospecho que “siútico” y “cuico”, en este sentido, son sinónimos.

Si en el pasado todo el mundo, más o menos, sabía quién era quién, de un tiempo a esta parte, hemos llegado al punto en que nadie lo sabe, y quizás, a nadie le importe. Todo cambia, todo fluye. Por eso la indefinición sobre quien es o no cuico se vuelve pieza fundamental del fenómeno. Para ser cuico basta con tener plata o aparentar tenerla. Son líneas de crédito las que definen al cuico. Así de fácil, así de “democrático express”.

Antiguamente el asunto era más complicado, como lo hace ver Hermógenes Pérez de Arce en su texto. Existían sutiles diferenciaciones que sólo los entendidos entre sí “entendían”, como los japoneses o los ingleses, las sociedades más clasistas en este orden de cosas. En plena dictadura debí recurrir a estas distinciones a modo de salvavidas. Estando en una fiesta de cumpleaños de un compañero de curso en la Escuela de Derecho, un desconocido comenzó a remedar la manera como yo hablaba. Pasado un rato, cuando se me acabó la paciencia, le dije que había ido y preguntado al dueño de casa si él (el desconocido) era huevón o no, confirmándose mi primera sospecha. Por supuesto, se ofendió y quiso agredirme físicamente, pero logré que simplemente discutiéramos. En medio de la discusión a punto de pasar a mayores, alguien me sopló al oído que tuviera cuidado, que era el nieto del mandamás de la CNI (no era el “Mamito” en todo caso). Al final de la fiesta, a punto de irme, el personaje en son de “amistad” y con varios tragos de más, se me acercó y pidió que lo encaminara. Claro que sí, encantado, le respondí desconfiado, pero ¿a dónde iba, “para arriba o para abajo”? Previsiblemente, contestó: “para arriba”, ante lo cual le señalé que lo sentía, yo iba “para abajo”. Años después, saliendo de una reunión del Instituto Libertad, un conocido político RN y figura de la dictadura con quien no quería verme asociado, me ofreció llevarme en auto, y de nuevo recurrí a la táctica infalible: “Gracias, ¿vas para arriba o para abajo?” De más está señalarlo, pero los cuicos siempre van “para arriba”

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