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Opinión

16 de Septiembre de 2010

Editorial: De tripas corazón

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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El gobierno de Sebastián Piñera anunció a comienzos de esta semana que alistaba un plan de alimentación forzada para los mapuches en huelga de hambre. La instrucción es aplicarle sueros, incluso contra su voluntad, a aquellos que se hallaren en riesgo vital. El presidente del partido Radical, el del partido Socialista, y la mayor parte de la Concertación, según rezaba la noticia, no se opondrían a la medida. El dilema, qué duda cabe, es espeluznante. Para nadie es fácil ver morir al prójimo pudiendo salvarle la vida, y mucho menos para un político cuando esa muerte es precisamente el modo elegido para encararle una responsabilidad. ¿Es lícito, no obstante, impedir a la fuerza que un adulto, al tanto de los peligros que corre, consciente de sus actos, persista en su protesta mortífera? Según José Miguel Vivanco, director de Human Rigths Watch, “no hay unanimidad al respecto, pero sí una posición mayoritaria en el derecho internacional que nosotros compartimos. Ningún gobierno puede obligar ni forzar a alimentarse a una persona en huelga de hambre… Una alimentación forzada vulnera la autonomía y dignidad de la persona”. Para cierta mentalidad religiosa, esto resulta inaceptable. La vida, según estos creyentes, no le pertenece a los hombres, sino a Dios, y sólo Él podría disponer de ella. Pero ya sabemos que si en algún principio se fundan las democracias occidentales, aunque por estos parajes todavía le cueste entenderlo a algunos -el alcalde Ossandon aseguró semanas atrás que con el triunfo de la Alianza había vuelto Dios a la política-, es en la separación de la Iglesia y el Estado, es decir, en la prescindencia de las creencias particulares, por respetables y prístinas que sean, a la hora de concebir las leyes que regirán a la colectividad. Yo soy de los que piensa que, en último término, la vida es el bien más caro que cada cual posee, y de ahí que cuando otro lo roba, lo humilla o maltrata en contra de la voluntad de su dueño, comete un delito gravísimo. Hasta quien no tiene nada más, sin embargo, y a pesar de los juicios morales que pueda provocar en el resto, posee el derecho irrenunciable a disponer de ese bien como mejor le plazca, siempre y cuando al hacerlo no atente contra la vida de los demás. Personalmente, me cuesta mucho entender a alguien que se quita la vida. Soy un convencido de que este cuento del que participamos todos tiene tantas vueltas, que interrumpirlo por las motivaciones de un momento bordea la insensatez, pero eso es lo que pienso yo, y no soy quien para obligar a nadie a pensar lo mismo. Cuando mucho, uno puede desvivirse en convencer al vecino de que vale la pena continuar y de que la historia da sorpresas, y en la medida de las posibilidades y la razón, concederle todo cuanto esté a nuestro alcance para seducirlo. No es fácil hacerlo, sin embargo, con alguien que vive torturado mientras no cese su martirio, y es sabido, de hecho, que la crueldad máxima de un torturador se manifiesta precisamente en impedirle a su víctima que muera cuando es lo que más desea en el mundo. No es mediante la alimentación forzada que el Estado chileno debe salvar a estos huelguistas, sino aplacando sus tormentos. Porque, salvo que consideremos locos a estos 34 comuneros, ha de ser bien grande la sensación de injusticia que sienten para estar dispuestos a morir antes de continuar padeciéndola. El tema mapuche está repleto de aristas, y la huelga de hambre como método de presión infectado de complicaciones. Pero así no más es la condición humana, y no hay manera de acortar caminos. Los comuneros, aunque cueste aceptarlo, tienen todo el derecho a elegir la muerte si las condiciones que exigen para vivir no les son concedidas. Está en manos del gobierno evaluar si se las otorga o priman otros argumentos. En todo caso, hoy todo Chile los está escuchando. Tuvieron que llegar a la agonía para que sucediera.

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