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Opinión

20 de Agosto de 2011

Sartén y cuchara

La información cierta es que en democracia, salvo conatos penosos, no se había producido un cacerolazo como el que casi espontáneamente se dio la semana pasada y que inicia un ciclo de quién sabe cuántos más. Salvo en comunas en las que por su conformación y espíritu el fenómeno quedó atenuado o derechamente ensordecido por […]

Juan Pablo Abalo
Juan Pablo Abalo
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La información cierta es que en democracia, salvo conatos penosos, no se había producido un cacerolazo como el que casi espontáneamente se dio la semana pasada y que inicia un ciclo de quién sabe cuántos más. Salvo en comunas en las que por su conformación y espíritu el fenómeno quedó atenuado o derechamente ensordecido por los miles de metros de antejardín y los otros miles de jardín trasero, el jueves pasado asistimos a un cacerolazo de alta intensidad y de carácter nacional. Vecinos que sumaban fuerza sonora al evento lograron que se transformara (pese a la carga tristemente simbólica que acarrea) en un hecho vibrante, vivo, alegre incluso.

Fue una aguda estridencia la que se apoderó de la ciudad: miles de cacerolas ejecutadas casi al mismo tiempo con fuerza, insistencia, monotonía, sin bajas de voltaje ni matices, le dieron vida a una noche que tuvo una diferencia de orden acústico con lo que fueron los cacerolazos durante la dictadura. Además de la menor calidad con la que hoy se fabrican los artículos de cocina, lo que incide directamente en la potencia del cacerolazo, probablemente sea la aparición de gran cantidad de edificios (relativamente contiguos unos de otros) que invadieron una ciudad (Santiago, principalmente) que en los años 80 era esencialmente de planta baja, lo que cambió las características sonoras de este juego hoy.

Esta nueva conformación de un Santiago cuesta arriba, con mayor concentración de personas, parece haber amplificado el cacerolazo del pasado jueves de manera impresionante. Ecos, delays y reverberaciones de todo tipo se hicieron parte en el feliz evento, alterando el comportamiento de los golpes que -caóticos y desorganizados en su conjunto (aunque hubiera quienes intentaron darle organización de tipo batucada)- se fueron sumando con lo que cada cual tuviera a mano: tostadores, ollas, basureros o ralladores tocados con minipimers.

Este cacerolazo fue una descarga que -a diferencia de las descargas propias de la música cubana de López Cachao (creaciones espontáneas en las que los músicos mostraban su talento)- hacía gala no de un virtuosismo sino del rechazo generalizado, del agotamiento de los ciudadanos frente a funcionarios públicos al servicio de empresas privadas, un Estado que ha servido durante los últimos casi 40 años para resguardar los negocios de políticos y empresarios, empresarios y políticos, frente a ciudadanos vistos exclusivamente como consumidores y nada más que consumidores, frente a reglas hechas a la medida de quienes las hacen, frente a prohibiciones y más prohibiciones.

Este cacerolazo es diferente a los de antaño pero tanto o más significativo y vibrante. En el ciberespacio le leí a un amigo que “el buen balón de gas de 7 es lo mejor pa caceroliar”. Ya hay una versión electrónica de las cacerolas, se llama “Instant Cacerolazo” (www.mideaworks.com/cacerolazo). Con todo, la manualidad y agudeza de un sartén de mediana calidad golpeado con la cuchara sigue siendo insuperable para estos nobles efectos.

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