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Cultura

29 de Noviembre de 2011

Esas supersticiones heredadas

Da vértigo estar tan entregado a la obra de una persona de carne y hueso, darse cuenta de que una obra te posee. Te penetra, digamos, para gatillar lecturas maliciosas. Pero la receptividad es la única manera de entender. Luego, si quiere, uno puede despresar la obra, pero lo primero es entregarse a ella. Uno […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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Da vértigo estar tan entregado a la obra de una persona de carne y hueso, darse cuenta de que una obra te posee. Te penetra, digamos, para gatillar lecturas maliciosas. Pero la receptividad es la única manera de entender. Luego, si quiere, uno puede despresar la obra, pero lo primero es entregarse a ella. Uno canta el mantra con confianza, luego investigará lo que significa, pero lo básico es la entrega. De hecho, creo que una de las virtudes que debería tener nuestro país (que un poco tiene, diría yo) es su receptividad y permeabilidad, da lo mismo si es una moda.

“I’ll be wrapped around your fingers” decía el viejo temita. Hablo de una sensación similar al vértigo que causa enamorarse o el miedo-fascinación ante algo eventualmente peligroso, cuando hacemos caso a nuestras supersticiones heredadas, como ocurre en el poema “La serpiente”, de Lawrence, donde un tipo sale a tomar agua en la noche y se encuentra con una serpiente y se fascina con la majestuosidad del reptil. Pero al tipo le da miedo su propia fascinación, y sus prejuicios le meten mente y lo hacen arrojarle un palo al animal, que se retira con altivez e indignación. La clásica del que siente miedo: agredir, como cuando en nuestra inseguridad arruinamos una relación amorosa con alguna torpeza. Luego la culpa es de ancla.

Amor muchas veces rima con temor, sobre todo cuando es de alguien que no se parece a nosotros, o un ser tan cargado de connotaciones como la serpiente del poema. Afortunadamente, en el inconsciente no podemos arrojarle palos ni corretear ni reprimir a nadie. Me preguntaba esto a partir de una novela de Claudia Apablaza que dice en un pasaje: “permitimos que demasiada gente interviniera en nuestra intimidad”. Quizás uno se da cuenta cuando ya es tarde, porque ahora recuerdo cómo los profesores del Depto. de Lingüística en la Chile se metían en las relaciones de sus alumnos, algo completamente conventillero y reaccionario.

En las fiestas con Zambra y todos esos, nos gustaba y tenía sentido el tema de Los Prisioneros “Que no destrocen tu vida”. Qué les importa a los profesores lo que haga el alumnado con su sexualidad, ¿considerarán al alumnado una especie de rebaño que hay que cuidar? Esa cultura de inspector de colegio, de sapos, de guardias debe haber arruinado varias vidas, algo completamente injusto considerando además que en Chile no hay educación gratuita, es decir: estás pagando para que te humillen (la gratuidad implicaría un cambio de paradigma total, pura luz).

Cuando uno es adolescente muchas veces no sabe defenderse, y nuestras sociedades son en extremo incorrectas. Alguna vez en Boston, el curador y escritor peruano José Luis Falconi me contó la siguiente historia: había ido a Lima con unos compañeros de Harvard, chicanos. O sea, no hablaban nada de español, hablaban inglés como gringos pero sus rasgos eran los de un mexicano racialmente más puro. El hecho es que por el aspecto no los dejaron ingresar a una discoteque limeña (un clásico en las clases altas de Perú y Bolivia).

Falconi simplemente me narraba el episodio con asombro. El miedo al otro es una cosa muy fuerte en Latinoamérica, pero yo lo quisiera hacer extensivo al miedo que nos provoca la belleza, o a ciertas obras que nos envuelven demasiado, en lo extraño de estar en las manos de alguien casi como en una secta o en esa comunidad utópica que es la universidad desconocida. Me pasa sólo a veces con el cine y la poesía. Esa es una de las razones -y la plata- de las peleas eternas entre la gente del arte: la captura de corazón y las tripas de la audiencia (que no debería tenerse en mente, según mucha gente). A eso se debe toda la lucha de los egos. Es una pelea por hipnotizar, por tener almas cautivas. Por eso también hay que ser cuidadoso con lo que se dice en clases, me dice un amigo, ciertos textos y frases dejaban pegados a los alumnos, y era difícil sacarlos de ahí: ¿por qué el ser y no la nada?

El arte y la literatura nos exigen receptividad casi ciega en vez de una lectura falocéntrica desde el prejuicio y la sospecha o la cerrazón. De ahí el peligro, que es el precio del boleto de entrada. El arte y la poesía no exigen de nosotros inteligencia o que comprendamos: lo que exigen es vehemencia. Y eso siempre es peligroso: entregar en préstamo el corazón, aunque sea por lo que dura el poema, la película o novela, los breves minutos de un corto o el par de semanas de tu affaire.

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