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Opinión

8 de Marzo de 2012

La derecha y el rock

Foto: Patricio Fernánez El sábado pasado, gracias a la generosa invitación de un amigo que no termino de agradecer, vi el concierto de Roger Waters sentado en una de las primeras filas. El Estadio Nacional estaba lleno. Para la inmensa mayoría, era un momento expectante, repleto de ansiedad. Yo mismo estaba nerviosísimo y altamente excitado […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Foto: Patricio Fernánez

El sábado pasado, gracias a la generosa invitación de un amigo que no termino de agradecer, vi el concierto de Roger Waters sentado en una de las primeras filas. El Estadio Nacional estaba lleno. Para la inmensa mayoría, era un momento expectante, repleto de ansiedad. Yo mismo estaba nerviosísimo y altamente excitado por el hecho de verme ahí, a pocos metros del escenario. Se trataba de un rajazo inmenso.

En las sillas de alrededor, sin embargo, no latía el mismo entusiasmo. Daba la sensación de que muchos no sabían qué era Pink Floyd. Era toda gente de derecha, de aspecto muy conservador. Entre ellos, varios miembros del gobierno: estaba Hinzpeter, el ministro de Hacienda y Golborne, sin contar a otra serie de autoridades políticas y empresariales. Algunos nada de jóvenes. Podía deducirse de sus movimientos y comentarios que no estaba en sus registros ni la sombra de la historia del grupo que lideró Roger Waters, y que durante un buen período se alimentó más de ácidos lisérgicos que de pan candeal.

Cuando comenzó Pink Floyd, quienes los iban a escuchar -según cuenta su productor de entonces, Joe Boyd-, “era gente rara”. Con los años llegaron a vender mil millones de copias, y los raros pasaron a ser quienes los ignoraban. The Wall es el tercer disco más vendido de todos los tiempos. Generaciones enteras vimos la película, muchos completamente volados. Existía un cine en Buenos Aires donde la pasaron por décadas, ininterrumpidamente, matiné, vermut y noche. En un muro de ese barrio porteño estaba escrita la siguiente leyenda: “Dime cuántas veces viste The Wall, y te diré quién eres”.

El espectáculo fue impresionante de comienzo a fin. Yo, al menos, lo viví embrujado. La música y las imágenes ejercían un poder hipnótico. Costaba no moverse y, no obstante, en estas primeras filas pocos bailaban y ninguno se dejaba enloquecer. Golborne era el más compenetrado, según noté en momentos de distracción. El ministro Larraín parecía aburrido. El jefe de gabinete permaneció tieso como una esfinge. Supongo que para mi entorno inmediato yo hacía el ridículo saltando en el asiento y pegándole por momentos al cielo con el puño.

Al parecer, la derecha chilena no ha pasado por el rock. No digo que no hayan escuchado un par de canciones o que no existan en sus filas melómanos expertos, sino que me refiero a esa otra historia que lo acompaña de manera inseparable, que invita a la libertad completa, en el ámbito que sea, que desobedece y se rebela contra la autoridad. Reinó un silencio sepulcral cuando Waters le dedicó el show a Víctor Jara, el cura Woodward, y a todos los desaparecidos y personas que habían sufrido el cuchillazo de la dictadura en ese mismo estadio, mientras funcionó como centro de detención. La multitud estalló en aplausos y gritos a nuestras espaldas; acá, en cambio, se escucharon apenas un par de exclamaciones festivas.

Cuando transcurridos dos tercios del concierto el rockstar sacó un papelito y leyó, “Presidente, escuche a su pueblo”, la incomodidad fue absoluta. Cundieron los murmullos. Al salir, extasiado y rendido, tras un bombardeo de figuras alucinantes, recuerdos y una mezcla de melodías rabiosas y tristes, escuché comentar a unos en este recinto privilegiado: “bueno el recital, pero el gallo se pasó pa populista”.

Quizás no han atravesado por el rock, porque si lo hubieran hecho no podrían pertenecer a la derecha chilena. Ese sector le teme demasiado al descontrol. La mayoría de sus dirigentes (entre su mar de votantes la cosa es distinta y más confusa), no consiguen abandonar ese tufillo reaccionario, de clan pequeño, chaleco en la espalda, tan compuestito. No les ocurre lo mismo que a la multitud. Le temen al desbande de las masas. Tienen como bien superior “el orden público”. Desconfían de lo extravagante, lo distorsionado, lo espontáneo. A su mayor pesadilla le llaman “caos”. Sobrevaloran la disciplina. Representan a la perfección eso que Pink Floyd aborrece desde sus orígenes. El concierto fue magnífico: tuvieron que aplaudirlo con el dolor de sus almas.

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