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Opinión

25 de Marzo de 2012

Carlos Peña le dice a monseñor Ezzati: “logo, despabílate con el aborto”

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Juan Manuel Astorga, periodista de radio Duna, preguntó el viernes a monseñor Ezzati si, desde el punto de vista de la Iglesia, debía promoverse en el Congreso un debate sobre el aborto. En cosa de segundos, y como si fuera un automatismo, monseñor dijo que no: “Una verdad se puede dialogar, pero no se puede poner la verdad en sí misma en discusión. Hay verdades, agregó monseñor, absolutas. Esas verdades se pueden profundizar (…) pero no discutir”.

¿Es correcto ese punto de vista de la Iglesia Católica? Aparentemente sí.

Si se sabe que dos más dos son cuatro (y se supone, por un momento, como alguna vez creyó Russell, que las matemáticas se reducen a la lógica) entonces no tiene ningún sentido discutir acerca de ello. Algo similar ocurre con enunciados de hecho (de esos que el mismo Russell llamaría familiares).

Si Pedro dice que está lloviendo y Diego lo niega, la manera de resolver la discrepancia no es trabarse en una discusión interminable, sino salir a la intemperie y verificar si del cielo cae agua o no.
Poner en discusión la verdad de ese tipo de enunciados parece ridículo. Su verdad y el acceso a ella es independiente de la discusión y del diálogo.
Hasta ahí Ezzati parece estar en lo correcto.

Y es que la democracia no funciona -ya se sabía- ni en las cuestiones matemáticas ni en las cuestiones empíricas.

Hay ocasiones, sin embargo, en que la discrepancia no es ni acerca de hechos, ni en torno a consecuencias lógicas, sino respecto de valores. Un buen ejemplo es el del aborto. Las discrepancias que suscita el aborto no son ni acerca de hechos, ni acerca de meras inferencias lógicas, sino sobre el valor final de la vida. La discrepancia acerca de ese problema no puede resolverse ni como la matemática de números naturales, ni como una simple cuestión de hecho.

Aquí es donde el punto de vista de Ezzati se viene abajo.
Como los valores no son empíricos (el valor de un hecho no es un hecho, dijo Wittgenstein) ni tampoco son tautologías (éstas son o necesariamente verdaderas o necesariamente falsas, cosa que no ocurre con ningún enunciado acerca del aborto) no queda más que un camino para resolver la discrepancia: dar la razón a aquel que justifique mejor su punto de vista. Y ocurre que la labor de justificar lo que pensamos es algo que sólo se puede hacer ante una audiencia de iguales (¿no son eso el conjunto de los ciudadanos?) mediante el diálogo y el debate. Es decir, mediante la actividad que se realiza en foros públicos como el Congreso Nacional.
Justo lo que monseñor sugiere es mejor no hacer.

La falacia en que incurre Ricardo Ezzati es obvia. Cuando insiste en que hay verdades que no se discuten (o verdades para cuyo descubrimiento el diálogo es innecesario) está pasando gatos por liebres, porque está suponiendo que el valor final de la vida de un embrión inviable (frente a la vida de la madre adulta, por ejemplo) es una verdad del tipo de las matemáticas o una cuestión de hecho familiar y sencilla. Pero no es el caso. Para bien o para mal, las cuestiones que suelen llamarse valóricas sólo pueden resolverse mediante el esfuerzo de justificar los puntos de vista en juego.

Y la justificación -mal que le pese a monseñor- es indisoluble del diálogo y el debate.

La democracia es, entre otras cosas, un invento institucional que hace del diálogo y del debate una forma de resolver discrepancias, como las del aborto, en que no podemos echar mano ni a la observación empírica ni a las simples inferencias para salir del escollo. El diálogo entonces (o la democracia, que es lo mismo) no es una concesión al relativismo, como sin duda teme Ricardo Ezzati, sino un esfuerzo sincero por resolver las cosas echando mano a la razón.

Seguramente sin quererlo, monseñor Ezzati expuso, como en un ejemplo de manual, la principal dificultad que tiene un monoteísmo convencido de su verdad (como es el catolicismo) con la democracia: el poco valor que le asigna al debate y al diálogo.

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