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LA CARNE

17 de Mayo de 2012

El retorno del vibrador (primera parte)

De la consulta del doctor a los hogares; de las tiendas por departamento al sex shop y viceversa: repasamos la historia del vibrador y su álter ego políticamente correcto, el masajeador personal, a la luz de la histeria clásica, la normalización de ayer y el neopuritanismo de nuestros días.

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Por El País

Mientras espero el estreno en España de Hysteria (8 de junio, gracias Vertigo Films), estos días he leído La tecnología del orgasmo. La histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres, revelador y entretenido estudio de Rachel P. Maines donde disecciona con apabullante erudición los paradigmas que hicieron posible la definición y los tratamientos de la enfermedad femenina por excelencia desde la Antigüedad hasta mediados del siglo XX, y su estrecha relación con la invención del vibrador.

nspirado en los tratados hipocráticos, Galeno concluyó en el siglo II de nuestra era que aquellos variados e innumerables accidentes reconocidos popularmente como histeria tenían su origen en una profunda insatisfacción sexual y concibió una cura que, como tantas otras de la fisiología galénica, se mantuvo intacta en la medicina occidental hasta el siglo XIX. El método consistía en provocar “la crisis de la enfermedad”, denominada “paroxismo histérico”, realizando un masaje genital terapéutico que podía extenderse durante horas y acababa, a la larga, resultando de gran alivio para la paciente, aunque bastante doloroso para las entumecidas manos de quienes lo practicaba por amor a la salud de sus pacientes.
Por más inclinados que estemos a pensar mal sobre el gremio médico, el masaje vulvo-vaginal realizado desde los tiempos de Galeno no era ni de lejos la actividad predilecta de los doctores. Aunque se trataba de una importante fuente de ingresos en la consulta, proporcionar ese alivio y esa liberación de fluidos que las mujeres no encontraban en casa era, en palabras de Maines, “el trabajo que nadie quería”. Además, como en la época se deducía que el placer sexual femenino provenía de la penetración, los frotamientos íntimos de un médico no se consideraban contrarios a la moral.

Tan es así que James Marion Sims, ginecólogo y uno de los inventores del espéculo, señalaba en sus memorias como motivación para experimentar con la nueva tecnología que “si había algo que odiaba, era sin duda investigar los órganos de la pelvis femenina”. (Gracias por el espéculo, monada).
La Revolución Industrial transformó el trabajo manual en procesos mecanizados, pero no sólo en las fábricas, sino también en la intimidad de los consultorios médicos y los dormitorios de las señoras. El fervor por la invención de máquinas se amplió desde la producción industrial hasta artefactos menores para hacer más fácil la vida de mujeres y hombres. De modo que para mediados del siglo XIX ya existían bombas de agua para aplicar duchas pélvicas que realizaban la antigua tarea de manera mucho más eficiente o, al menos, contundente:

Sin embargo las bombas de agua resultaban poco prácticas, difíciles de trasportar y de dudosa higiene. Si “hacer uso del matrimonio” no solucionaba el problema, la hípica, las mecedoras y los trenes más inestables de la época también se recetaban como tratamientos alternativos:

Por esos mismos años, en el hospital parisino de La Salpetrière, el doctor Charcot buscaba nuevas respuestas estudiando a pacientes aquejadas de histeria, a las que trataba con hipnosis, como se ve en este cuadro pintado por André Brouillet en 1887. Profesor de Sigmund Freud, los estudios de Charcot y su desarrollo posterior en las obras de sus alumnos crearon un nuevo campo de estudio psicológico y psicoanalítico de la histeria

El doctor George Taylor patentó el primer vibrador del mundo llamado Manipulator (1869-1872), una especie de camilla masajeadora que funcionaba con un motor de vapor y cuyo uso, advertía Taylor a los médicos de su época, debía ser estrictamente supervisado para evitar el abuso. El modelo británico Weiss diseñado por el doctor Joseph Mortimer Granville hacia 1880 pasaría a la historia como el primer vibrador electromecánico dirigido al mercado médico.

Los doctores de la época consideraban que el 75% de la población femenina padecía histeria y que, además, era una enfermedad de fácil alivio temporal pero crónica. Así que ante semejante epidemia, la llegada de artefactos más prácticos, accesibles y menos voluminosos se volvió una urgencia apremiante y, pocos años después de su invención, el vibrador pasó de la consulta del doctor a los hogares. Entre 1880 y los tardíos 1910 se vendieron a las consumidoras finales para el “auto-tratamiento” en el entorno doméstico con tal éxito que según el Censo de Fabricantes de 1905, había en el mercado vibradores y masajeadores electro-terapéuticos por un valor de un millón de dólares, fabricados por al menos 66 empresas solamente en Estados Unidos, en una época en que el valor total de los productos electrodomésticos producidos se situaba en torno a una quinta parte de esta cifra, según apunta Maines.

El hecho de que el vibrador fuese el quinto aparato de la historia en volverse electrodoméstico es un dato elocuente sobre las necesidades de las consumidoras de la época. Los primeros artilugios, pesados y ruidosos, se vendían camuflados bajo el nombre comercial de “masajeador personal”, con la promesa de un sinfín de propiedades terapéuticas:

Poco a poco, el vibrador fue desapareciendo de las consultas médicas, en parte porque las primeras películas porno (stag films) de los años veinte incluían imágenes explícitas de mujeres utilizando estos aparatos, aclarando de una vez por todas –después de 2.500 años de aceptación, confusión y silencios- que la única diferencia entre el paroxismo histérico y el orgasmo femenino era el nombre del asunto.
El catálogo de la legendaria tienda por departamentos Sears, Roebuck and Company de 1918 incluía una amplia y versátil gama de vibradores para el uso doméstico. Bajo el título Aids that every woman appreciates, las ilustraciones se hacían eco del camuflaje social que hizo posible la primera oleada consumista de vibradores a comienzos del siglo XX, ofreciendo un motor doméstico enchufado a la toma de corriente al que se le podían adaptar extensiones para los usos más diversos: vibrador, batidor, calentador, ventilador y otras “ayudas que aprecian todas las mujeres”:

Entre los años veinte y los setenta los anuncios publicitarios fueron desapareciendo de las revistas femeninas en Estados Unidos, salvo algunas curiosas excepciones…

El camuflaje social del instrumento como dispositivo terapéutico era ya una tarea imposible. Pero el trabajo estaba hecho y se siguieron vendiendo como churros. Como antaño, marcas con tanto prestigio entre las amas de casa -como Oster, por ejemplo- continuaron la tradición del masajeador personal undercover… Y cuando reapareció tras la revolución sexual a finales de los sesenta, el vibrador como accesorio sexual o ayuda marital no sólo dejó de esconder su propósito sino que convirtió su eficiencia en proporcionar orgasmos femeninos como un argumento de venta.

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