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Poder

15 de Julio de 2012

Carlos Peña hace pico a la izquierda

Hoy, en su columna de El Mercurio “La izquierda en crisis”, Carlos Peña habla -a propósito del cónclave de izquierda que se celebró ayer, en el que se marginó tanto el presidente del PS como de la DC- del conflictivo momento que vive la colectividad. Acá, algunos fragmentos de la columna: La Decé se aliaron, […]

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Hoy, en su columna de El Mercurio “La izquierda en crisis”, Carlos Peña habla -a propósito del cónclave de izquierda que se celebró ayer, en el que se marginó tanto el presidente del PS como de la DC- del conflictivo momento que vive la colectividad.

Acá, algunos fragmentos de la columna:

La Decé se aliaron, convencidos de que querían subir la misma montaña aunque por distintos lados. La montaña era la recuperación de la democracia. Cada uno rebajó sus expectativas: la Decé moderó su conservantismo moral (a cambio ejerció su mayor liberalismo económico) y la izquierda moderó su mayor estatismo (y a cambio encontró espacios para su agenda cultural).

El resultado está a la vista. Chile consolidó la modernización capitalista incluso más allá de lo que el propio capitalismo había soñado.

La izquierda (no la Decé, que olvidó rápido el discurso anticapitalista que alguna vez tuvo) pagó un precio alto. Y lo hizo en la peor de las monedas: la ideológica.

El resultado fue un disciplinamiento del discurso: algunos anhelos fueron declarados insensatos y más allá de los límites de lo posible, desde el cambio del sistema escolar a la estructura tributaria.

El discurso de la política fue medido por el rasero de la técnica. Incluso se impuso un vocabulario que las élites de la Concertación repitieron sin crítica alguna: los salarios fueron incentivos; la educación, capital humano; las instituciones, límites; el mercado, un motor; la impunidad, una virtud; los empresarios, emprendedores; las políticas públicas, el secreto de todo éxito.

Pero la ideología es como un embrujo. Tarde o temprano se desvanece.
Fue lo que ocurrió con las movilizaciones sociales. En ellas se gritaba en la calle todas las cosas que, durante veinte años, se consideró insensato siquiera pensar. La ilusión retrospectiva (según la cual lo que ocurrió en veinte años coincidió con lo que se quería) se borró de una plumada. La verdad quedó al descubierto: los deseos más genuinos habían sido reprimidos.

Entonces, como el paciente ante el analista, la izquierda debe ahora reelaborar su propia identidad.

Pero la ideología es como un embrujo. Tarde o temprano se desvanece.
Fue lo que ocurrió con las movilizaciones sociales. En ellas se gritaba en la calle todas las cosas que, durante veinte años, se consideró insensato siquiera pensar. La ilusión retrospectiva (según la cual lo que ocurrió en veinte años coincidió con lo que se quería) se borró de una plumada. La verdad quedó al descubierto: los deseos más genuinos habían sido reprimidos.

Entonces, como el paciente ante el analista, la izquierda debe ahora reelaborar su propia identidad.

Cualquier alianza debe responder la pregunta del millón: ¿Qué montaña -que importe por igual a la Decé y a la izquierda- es la que habría que escalar? ¿Cuál es el desafío que justificaría rebajar las propias expectativas?

Así se recuperaría el poder. Pero ¿para qué sería eso?
En el actual momento histórico (luego que las movilizaciones sociales rompieron la ilusión retrospectiva de que las cosas de estos veinte años coincidieron con las que se anhelaban), las viejas preguntas de la política están de vuelta: ¿Para qué? ¿Hacia dónde? ¿Y después qué?

La crisis de la izquierda no consiste en la dificultad para responder esas preguntas. Es peor: consiste en que sus dirigentes y sus intelectuales todavía no recuperan siquiera la capacidad de formularlas.

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