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Opinión

26 de Septiembre de 2012

Más que un país, un paisaje

“De viaje al norte de Chile. Perdón, al oeste de Bolivia. Perdón, al sur del Kollasuyo Incaico”, tuiteo antes de arribar a Iquique y se desata la polémica. “Le faltas el respeto a los bravos del 79”, me replica un seguidor nortino, molesto. “Nacionalízate boliviano y lárgate con tu puto resentimiento”, interviene otro tuitero, furibundo. […]

Pedro Cayuqueo
Pedro Cayuqueo
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“De viaje al norte de Chile. Perdón, al oeste de Bolivia. Perdón, al sur del Kollasuyo Incaico”, tuiteo antes de arribar a Iquique y se desata la polémica. “Le faltas el respeto a los bravos del 79”, me replica un seguidor nortino, molesto. “Nacionalízate boliviano y lárgate con tu puto resentimiento”, interviene otro tuitero, furibundo. “Yo no tengo problemas con Chile, es Chile quien tiene problemas conmigo”. Así respondo horas más tarde a los universitarios presentes en el seminario al que fui invitado y que también leyeron mi comentario en la red social. Y es verdad, mayores problemas con Chile no tengo. Es más, sufrí tanto como ellos la derrota ante Colombia y recordé, al igual que todos, a la madre de Medel en aquel minuto fatal. Créanme, los mapuche no tenemos problemas con Chile. Es Chile quien insiste en tener problemas con nosotros. Y no solo con nosotros, mucho ojo con eso. También con los Aymara, Rapa Nui -su colonia de ultramar-, diaguitas, kawéskar y el resto de sus naciones originarias. Y también con sus inmigrantes. Y con las minorías sexuales. Y con los estudiantes. Y con la gente de regiones. Y así con un largo etcétera, hasta el infinito.

“¿Puedes hablar de Chile?”, me plantea mi editor para este número dieciochero del Clinic. Sí, claro que puedo. Es lo que hice en Iquique la semana recién pasada. La Federación de Estudiantes de la UTA, sede Iquique, me invitó a hablar de los mapuche y terminé hablando de Chile. De Chile y los chilenos. ¡Obvio! Resultaba mucho más interesante. Y pedagógico a la vez. ¿Qué vemos los mapuche cuando vemos a un chileno? En lo personal, en ningún caso un enemigo. Y sospecho, porque algo conozco mi gente, que muy pocos al sur del Biobío responderían lo contrario.

Al menos ningún mapuche medianamente serio. Y subrayo lo de serio. “El conflicto que se vive en el sur y que ustedes de seguro conocen por los noticieros poco tiene que ver con los mapuche”, les digo de entrada a los estudiantes. “Y es que más que hablar de nosotros –agrego- el conflicto trata sobre todo de ustedes. Los chilenos y sus miedos. Los chilenos y su mala memoria. Los chilenos y la negación de su mestizaje. Los chilenos y una identidad criolla pegada con engrudo”. “Más que a nosotros, el conflicto los retrata a ustedes”, subrayo. Y me largo a explicar algunos de los porqué.

“¿Cuántos de ustedes tienen origen indígena?”, pregunto al auditorio. Muy pocos levantan la mano. Raro. La mitad de quienes repletan la sala tienen visibles rasgos indígenas. Bellos rasgos, por cierto, que tal como opina el poeta Elicura Chihuailaf, “bella es la rubiedad pero hermosa también es nuestra morenidad”. Les hablo de lo que piensa Elicura y muchos sonríen. Varias, tímidamente, se atreven recién a levantar la mano. “Aquí una arista del problema: la negación chilena de su origen indígena”, les digo. Y les cuento lo que pocos saben, pero por sentido común muchos ya sospechan. En la Colonia, Chile no fue precisamente el destino favorito de las mujeres españolas.

Ninguna se cortaba las venas por cruzar caminando el desierto de Atacama, por decirlo de alguna forma. Pobre, sin oro, a demasiadas leguas y habitada por hostiles naturales (los “extintos araucanos” en el decir de Villalobos), imposible para Chile competir con el rico y sofisticado Virreinato del Perú. Incluso con la Capitanía de La Plata, conectada a Europa por expedita vía marítima. ¿Doña Inés de Suarez? una excepción total a la regla. El amor y sus locuras. Fue ella, la primera patas negras del continente, y un puñado de aperradas extremeñas. Pero no mucho más. Pare de contar.

“¿Cómo creen ustedes que se pobló el Chile colonial?”, pregunto a los estudiantes. “Fácil; es cosa que se miren al espejo por las mañanas”, les lanzo, buscando provocar. Y como de moda están las encuestas y los sondeos de opinión pública, aporto con un revelador dato duro. Según un estudio de científicos de la Universidad de Chile y de la Pontificia Universidad Católica, un 85 por ciento de chilenas y chilenos tiene genéticamente un componente indígena. Así como lo lee; un 85 por ciento.

¿No me cree? ¿No le basta con mirarse al espejo por la mañana? Dese entonces una vuelta por el centro cívico de su ciudad. Le aseguro que no serán precisamente caucásicos o nórdicos quienes transiten por sus calles. Será, mayoritariamente, gente de tez morena, metro setenta de estatura y de seguro “mancha mongólica” en el cóccix. Es la también mal llamada “marca del indio”, presente en gran parte de la población indígena continental. Sioux, mixtecos, quechuas, boras y mapuches incluidos. De Alaska a Karukinka, la Tierra del Fuego. ¿Pensó se trataba de un simple lunar? No. No es un lunar. Es la “callana”, como la conocemos los mapuches desde tiempos inmemoriales. Un verdadero código de barras. Nuestra denominación de origen. Orgullo nacional para quien escribe. Como el RH Negativo de los vascos.

“Reconocer nuestro origen nos obliga a indagar sobre el mundo al cual pertenecemos”, señala Elicura Chihuailaf, ello a propósito de la persistente negación del carácter mestizo de Chile. Razón tiene el poeta. Cuesta creerlo, pero Chile en verdad se jura un país de blancos. De blancos y europeos. Como los argentinos en su tiempo, muchos chilenos creen a pie juntillas que si de algo descendieron fue de los barcos. Nada más falso. O fantasioso. Bien lo sabe don Sergio Villalobos, que dedicó su vida académica a indagar sobre las relaciones fronterizas y el activo “roce sexual” entre españoles e indígenas en la Colonia. También, por supuesto, entre españolas y mocetones mapuches, un secreto a voces al sur del Biobio. Son las tatarabuelas de Tanza Varela, olvidadas por una historiografía conservadora, racista y pechoña como pocas.

Para Villalobos, especie de “Masters y Johnson” de la historiografía criolla, este “roce sexual” –lujurioso, no dejo de pensar- sería la causa de la desaparición actual del mapuche. Si, de nuestra desaparición. Y es que para Villalobos nosotros, en tanto mapuches, no existimos. Somos, asegura, mestizos chilenos. Por mi parte y reivindicando el “roce sexual” protagonizado por mis antepasados como la continuación de la guerra (de Arauco) por otros medios, bien podría cuestionar esta teoría. ¿Implicó el mestizaje nuestra chilenización? En absoluto. Mi sospecha es que fue al revés. ¿Ya se miraron al espejo?

La negación de su propia identidad como chilenos. He allí un antecedente del conflicto, comento a los estudiantes en Iquique. “¿Es Chile entonces una farsa?”, me lanza de vuelta uno de ellos. No, no lo creo. En absoluto. Una farsa Chile no es. Pero sí tal vez una impostura. Algo que existe pero que finge ser otra cosa. “Me van a perdonar, pero en el tramo del aeropuerto a Iquique no vi ningún huaso a caballo rodeando ganado por el desierto”, les comento. La mayoría sonríe. Y es que en verdad, da risa solo pensarlo. Tampoco hay muchos huasos con espuelas circulando por Magallanes. Allí lo que hay son gauchos, hombres rudos de la pampa patagónica, más cercanos a sus pares argentinos que a los señoritos del Club de Rodeo Gil Letelier. “Y es que eso es Chile; un Estado con múltiples identidades locales. Un Estado con muchos países en su interior. He allí precisamente su belleza. Y he allí también la principal amenaza para los custodios de la uniformidad y el statu quo colonial”, subrayo.

“Y una de esas identidades es precisamente la mapuche”, agrego, metiendo la punta. “¿Por qué no podría convivir el Estado chileno con un País Mapuche en su interior?”, pregunto. “España –subrayo- convive con un País Vasco; Canadá con un Quebec; Dinamarca con una Groenlandia… Y así los ejemplos se multiplican por todo el planeta. “¿Será acaso que vivimos en un Estado anclado en el siglo XIX?”, contraataco. “A la educación gratis y de calidad sumemos cabros el federalismo, de una”, les propongo.

La identidad chilena y sus bemoles. Chile, más que un país es un paisaje. Lo dijo Nicanor Parra, por lejos el observador más lúcido de su realidad social, cultural y política. Y es verdad lo que dice Parra. El proyecto de Estado-nación, literalmente, fue pegado con engrudo por los padres fundadores. En Chile primero fue el Estado, subraya el historiador Alfredo Jocelyn Holt. ¿Y la nación? “En el camino se arregla la carga”, debió ser la conclusión de la improvisadora élite independentista. “Un par de guerras coloniales, dos Premios Nobel, un par de Mundiales de Fútbol y estamos al otro lado”, debieron concluir, de seguro. Raro.

Lo natural, nos enseña el profesor vasco Obieta Chalbaud, es que sea la Nación quien llegado el momento se dote de una estructura estatal. Es el tránsito de la “nación cultural” a la “nación política”, explica sabiamente en sus libros. Y no al revés. Pero bueno, convengamos que en Chile muchas cosas son al revés. Como que un mapuche escriba sobre los chilenos para el 18 de septiembre, por ejemplo. Felices fiestas patrias para todos y todas. Cuando reconozcan el carácter plurinacional de Chile, encantados los mapuches los invitamos a las nuestras. ¡Viva Chile, Viva Wallmapu! ¡Abajo el Estado-Nación del XIX, bienvenido el Chile Plurinacional del XXI! ¡Tiqui tiqui ti! ¡Tiqui tiqui ti!…

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