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Opinión

23 de Octubre de 2012

El ladrón que cuidaba a Messi

A los siete años, después de misa, Daniel Rojo cambiaba las monedas que le había sacado a su abuelo por besos de sus amigas. A los 16 asaltaba bancos. Sin disparar un tiro, robó millones de pesetas. Hoy, tiene 50 y frente al estado español se declara insolvente. Dice que no tiene un peso, que se gastó todo en drogas, orgías y autos importados. También trabajó como guardaespaldas del mejor jugador del mundo. A la noche, cuidaba a Lionel Messi.

Bruno Larocca
Bruno Larocca
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Por Bruno Larocca Foto: Edgardo Andrés Kevorkian

El hombre, un metro noventa y cien kilos, se acerca al tesorero del banco. Le apoya el caño de la pistola en la espalda y le dice cerca del oído:
—Esto es un atraco. No quiero hacerte daño.

Enfunda el arma con la impavidez de quien que ha hecho lo mismo varias veces.
—Quedate tranquilo, vine por la caja fuerte. Abrí la puerta y que todos permanezcan tranquilos sentados en el hall.

Es agosto de 1980 en Barcelona, España, y el hombre de espalda maciza hace lo de casi todas las mañanas: vacía la caja fuerte del banco, guarda el dinero en un bolso, camina hasta la puerta, pide que le den cinco minutos antes de llamar a la policía, carga el botín en el baúl del auto, y en un tiempo que nunca supera el minuto y medio, escapa solo, manejando. Sin disparar un tiro.

—Me llevaba todos los millones para mí —dice treinta y dos años después, una tarde gris de Buenos Aires, uno de los gángsters más famosos de España,

Daniel Rojo, que en la década del 80 robó más de quinientos bancos.

Sin muchas pistas, la policía comenzó a buscar al hombre robusto que los testigos describían.
En las calles de Barcelona todos se preguntaban quién era ese ladrón que apodaban “El Millonario”.

***

En 1969, a los siete años, Daniel Rojo le robaba dinero al abuelo y los domingos, después de misa, cambiaba monedas por besos de sus amigas. Su padre —técnico electrónico— y su madre —maestra— habían llegado a Barcelona desde Madrid en busca de trabajo.

—Yo era un niño malo —dice.

Se ríe: una risa maliciosa.
—Uno ya nace predispuesto para algunas cosas…

Ese mismo año, sus padres quisieron que tomara la comunión, pero el cura les dijo que el chico no estaba preparado para recibir el sagrado sacramento.

Tenía 15 años cuando después de leer Yonki, de William Burroughs, no pudo resistir la tentación de inyectarse heroína. Lo habían educado para ser empresario, pero robaba almacenes y farmacias. Un año después, el padre descubrió que era toxicómano y delincuente y lo echó de la casa. Sin saberlo, precipitó el comienzo de la leyenda.

Los bancos en España trabajaban a puertas abiertas. En 1979 no existían las cámaras de seguridad y la policía no tenía registro de las huellas digitales de los menores. Daniel sintió que robar comercios era algo placentero pero demasiado fácil, y pensó que no había mejor botín que la caja fuerte de un banco.

Acompañado por dos delincuentes que tenían experiencia en eso de robar tesoros millonarios, salía en auto a recorrer las calles de Barcelona. Algunas mañanas no volvían hasta cometer cuatro asaltos.

—Nunca robé a personas. Mis atracos jamás estuvieron manchados con sangre.
Bancos, joyerías y casas de cambio. Cada robo le producía una sensación similar “al punto más alto de un orgasmo”. Con el tiempo, se fue perfeccionando.

En 1984 tres bandas —argentinos, italianos y españoles— planificaron un asalto que quedó en la historia delictiva española como el primero en el que entraron a un banco por un boquete. Daniel integró el grupo de los españoles en lo que considera fue su “obra maestra”.

—Estuvimos tres meses estudiando los movimientos, los planos. Invertimos algo así como cien mil euros.

Alquilaron un departamento lindero para poder entrar haciendo un túnel. Encargaron la fabricación de una lanza térmica: al dispararla tiraba un chorro de fuego que atravesaba cualquier tipo de muro o puerta. Para llegar a la bóveda tuvieron que recorrer 30 metros por las alcantarillas. Antes de entrar a la cámara acorazada, inutilizaron los sensores.

—Así de fácil. Y nos llevamos una suma en pesetas equivalente a ocho millones de euros.

Pasaron 28 años de esa mañana. Son las siete de la tarde de un viernes de junio. En la esquina del edificio central| del Banco Nación de Buenos Aires, Daniel Rojo, “El Millonario”, lleva el cabello castaño prolijamente peinado hacia atrás, la barba candado, las patillas de Elvis, el traje negro impecable: el aspecto de un personaje lisérgico de Quentin Tarantino. Viste tapado negro hasta las rodillas, pantalón gris pinzado, anteojos Ray-Ban.

De la muñeca izquierda asoma un reloj TAG Heuer y por el puño de la camisa unos gemelos negros. En el dedo mayor derecho le brilla una alianza de oro amarillo y en el izquierdo un cintillo mucho más grueso de oro blanco; frena un taxi que lo llevará de regreso al hotel. Sube, acomoda sus piernas largas contra el respaldo del asiento delantero y le ordena al taxista que baje la música.

—Porque estamos grabando una entrevista, no es por otra cosa, eh. Que la música es muy buena, tío.

El taxista lo mira fijo por el espejo retrovisor y baja el volumen sin decir una palabra.

Daniel dice que hace unos días lo invitaron a un banco y le explicó al gerente que en los años 80, para robar, siempre era conveniente entrar temprano, con el primer empleado que abriera la puerta. Notó que mientras lo escuchaba, el hombre se iba poniendo nervioso.

—Le dije: “Supongo que ahora tendrán otro sistema”. Pero por la cara que puso, estoy seguro de que lo están haciendo de la misma manera.

Enciende un cigarrillo, suelta el humo: se queda pensando unos segundos.
—Igual, no me importa la seguridad de los bancos. Por mí, que les den por culo.

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