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Cultura

14 de Febrero de 2013

El libro que podía explotar en cualquier momento

Columna de Juan Bonilla en El Mundo Esto ya lo habrá dicho alguien en alguna parte, pero es mejor arriesgarse: ‘Joseph Anton’ es el mejor libro de Salman Rushdie, lo que viene a querer decir que es uno de los grandes libros de la literatura inglesa. El argumento se lo prestó la realidad, que cuando […]

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Columna de Juan Bonilla en El Mundo

Esto ya lo habrá dicho alguien en alguna parte, pero es mejor arriesgarse: ‘Joseph Anton’ es el mejor libro de Salman Rushdie, lo que viene a querer decir que es uno de los grandes libros de la literatura inglesa. El argumento se lo prestó la realidad, que cuando se pone a idear historias es imbatible. Que sea de sobras conocido no importa mucho una vez que uno se zambulle en las más de seiscientas páginas del libro. Rushdie ha sabido aquí domar su talento, que en varias de sus novelas se desbocaba de mala manera, y ha mantenido el ritmo en una narración vertiginosa, honda y, por si fuera poco y gracias al humor del narrador, muy divertida (no en vano la situación de la que parte su libro merece sin duda ser etiquetada de kafkiana. Es lo bueno que tiene Kafka: era tan grande que tanto los surrealistas como los hiperrealistas pueden considerarlo su padre sin que ninguno exagere o se equivoque).

En febrero de 1989 Rushdie se entera, por una periodista de la BBC, que el Ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte: había dictado una fetua. ¿Una qué? Rushdie no había oído esa palabra en su vida. Jomeini llamaba a todos los musulmanes del mundo a buscar y matar al autor de Los versos satánicos para hacerle pagar la escritura de esa novela y la osadía de blasfemar contra el profeta y ridiculizar al Islam. Irán recompensaría a quien se cargase al escritor: un millón de dólares para el musulmán que trajese la cabeza de Rushdie, tres millones si el cazador era no musulmán. Rushdie ingresó entonces en un laberinto alucinado del que tardaría muchos años en salir. Diplomacia, servicios secretos, custodia policial, cambios de domicilios, separación familiar, opiniones concluyentes (John Le Carré y John Berger, por citar sólo a tocayos míos, se pusieron de parte del Ayatolá, dijeron que Rushdie tenía que haber tenido más cuidado con lo que hacía), prohibición de su libro en algunos países ?la India fue el primer país que prohibió Los versos satánicos-, cobardía editorial ?su editorial se negó a hacer versión de bolsillo y a contratarle su siguiente novela-, intentos de cumplir la fetua que se había extendido a todos los traductores y editores del libro (el traductor japonés murió asesinado, el italiano fue acuchillado, al editor noruego le dispararon: en España, se unieron un montón de editoriales para publicarlo). En fin, la realidad le sirvió a Rushdie una década de dolor y angustia para que escribiera este libro impresionante.

Recuerdo haber comprado la primera edición de Los versos satánicos más por curiosidad que por disciplina civil: quiero decir, era un libro que había que leer aunque sólo fuera por llevarle la contraria al clérigo iraní. El realismo mágico me estragaba un poco ?aunque la escena inicial con los dos pasajeros de un avión que se va al garete cayendo sobre Londres y conversando me pareció majestuosa- y lo terminé fatigado sólo para preguntarme: ¿dónde se ha burlado del Islam? ¿es, de verdad, para tanto? Por supuesto que no, y muchos opinadores anti-Rushdie afearon a Jomeini que le hubiese hecho el favor a un escritor tan mediocre de convertirlo en un mártir de la causa de la libertad de expresión: según ellos tenía que haber actuado de otra manera, haber utilizado a sus servicios secretos para cargárselo sin más, sin dictar una persecución pública y alzarlo a un trono que no merecía. Rushdie contaba por entonces cuarenta años, y era mundialmente conocido por su segunda novela Hijos de la medianoche, a la que siguió Vergüenza. Cuando se dicta la fetua, tiene un hijo pequeño, Zafar, y está casado con una novelista que sale en Joseph Anton muy malparada: le recrimina a Rushdie que, por su egolatría y sus ganas de figurar, su propia carrera como novelista quede ensombrecida, que la haya convertido en la compañera del condenado a muerte, que le haya robado su destino. Por supuesto el matrimonio se fue a pique con algunos episodios verdaderamente zafios. Otras mujeres aparecen en Joseph Anton (el título remite al nombre en clave que la policía utilizaba para cursar sus documentos sobre la protección de Rushdie: lo eligió el propio novelista combinando los nombres de sus dos escritores favoritos, Conrad y Chejov). Porque además de un libro sobre la pesadilla de ser un perseguido ?un mandatario extranjero dicta una orden de búsqueda y captura sobre alguien que nunca estuvo en ese país, y las fronteras desaparecen, y esa orden puede ser ejecutada en cualquier parte del mundo sin que el país al que pertenece ese escritor rompa inmediatamente relaciones diplomáticas con el país del mandatario, buena muestra de la fortaleza moral de Occidente- Joseph Anton es un libro sobre el amor, sobre el nacimiento, elevación y brusca caída de las pasiones. La última de las mujeres que aquí desfila, una exuberante actriz india, utiliza la fama de Rushdie para ganarse a Hollywood: o sea, una lo acusa de no permitirle despegar y otra lo convierte en un trampolín. Para compensar, las páginas que dedica a otras dos mujeres, su primera mujer, madre de su primer hijo, y la tercera, madre de su segundo hijo, son espléndidas muestras de afecto donde la oxitocina triunfa sobre la dopamina. Especialmente admirable es el capitulo dedicado a la muerte de su primera mujer.

Joseph Anton es también un gran libro sobre la amistad (y sobre algunos recovecos de la vida literaria en el mundo anglosajón: por ejemplo, con qué envidia leemos que Atlantic Monthly le da un cheque por un cuento e inmediatamente se lo gasta comprando un cuadro de un conocido pintor hindú. ¿Qué escritor en España, salvo Irene Zoe Alameda, podría decir lo mismo?). Sin unos cuantos amigos, Rushdie no hubiera podido resistir el acoso al que fue sometido. Le prestaban casas, lo acogían, estaban pendientes de él continuamente. Mientras aquí y allá hay tirones de orejas a los que “entendieron” la fetua, el libro está lleno de gratitud y fervor. John Le Carre, para excusar su falta de apoyo a Rushdie, dijo que prefería que un libro se retirara de la venta a que le explotara en las manos a una librera de Londres. Rushdie le contestó: por fortuna los libreros de Londres y de buena parte del mundo son las personas que han conseguido que el libro no se retire, han asumido el riesgo de que pueda explotarles y lo corren antes de dejarse vencer por la orden de un fanático. Catorce años después de publicado Los versos satánicos, sabemos que Rushdie llevaba razón, y para celebrarlo ha escrito su mejor libro.

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