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Opinión

12 de Marzo de 2013

Maridaje, una calentura de Marcelo Mellado

Le gusta el choro y suele chuparlo con concha, incluido el borde piloso. Así es la pasión que despiertan los patrimoniales moluscos de nuestras costas, palpitantes y carnudos, con ese color apastelado rosáceo que incita a la succión, y que irremediablemente debería producir un placer apoteósico en ciertos paladares formateados. Esta demanda deleitosa debe ir […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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Le gusta el choro y suele chuparlo con concha, incluido el borde piloso. Así es la pasión que despiertan los patrimoniales moluscos de nuestras costas, palpitantes y carnudos, con ese color apastelado rosáceo que incita a la succión, y que irremediablemente debería producir un placer apoteósico en ciertos paladares formateados. Esta demanda deleitosa debe ir acompañada de un buen sauvignon blanc en un escenario costero amable y sin sobresaltos. Utopía histérica, pero necesaria, que un turista ocasional necesita construirse en su cerebro idiota. A todo esto se le pueden sumar, pensando en la combinación de carnes rojas y blancas, unos buenos trutros y una abundante pechuga en una combinación gozosa que hace explotar la lengua sobresaturada de estímulos. La longaniza podría coronar dicha oferta, pero quizás languidece con tanta succión.

Compartir el nuevo escenario abierto por la metáfora del vino y la gastronomía era, sin duda, lo que Aberden Angus pretendía al invitar a Frisona al litoral de los poetas macheteros. Había que tomar un bus y en no más de dos horas se estaba en un balneario rocoso con vista al horizonte y con una oferta nada despreciable a la hora de compartir un almuerzo o una cena.

La metrópolis estaba en el peack del horror canicular y había que acceder por obligación al nublado costero y a su brisa benéfica. El clima, como siempre, estaba cambiando, y las estaciones se agudizaban. Por eso cundía una cierta ansiedad que se traducía en hambre y/o deseo cárnico. Por otra parte había una cierta belleza en esa gastrovoluptuosidad, que surgía de este emprendimiento que mixtura los ingredientes del placer deglutivo y glótico en el consumo alimentario.

Frisona y Aberden Angus son parte de ese rudo momento de cambio epistemológico en que cocinar es una epifanía que se deja ver a cada rato en la televisión abierta y de cable, y que es un buen aliciente para emprendedores y una nueva carrera en el campo de los oficios. No era una santa labor, porque automáticamente en su ejercicio surgía la metáfora basada en una analogía orgánica y estructural con las zonas erogenadas por el discurso; y por eso la imagen de pechugas sobre una longaniza en un caldito de mariscos hace estragos a la hora de ponerla en la escena de los comensales por su carga alusiva.

Una de las rutas de acceso a esta zona placentera era la práctica odorífera, el mundo de los aromas u olores. Por eso el olor a choro o, en general a mariscos, siempre se asocia a flujos vaginales o a sedimentos de orina; ni hablar de los cochayuyos y las algas, y toda la variedad conchuda que el sagrado litoral infunde o promueve, reflexiona Aberden Angus frente a una Frisona que en su universo gastronómico tendía a incorporar obsesivamente los productos lácteos. El vino en este contexto surge como un aditamento que viene a conjugar sabores y texturas, cuestión que es necesario fijar o establecer muy claramente en el paladar, sobre todo en el estado actual de la modernidad.

Toda esta siutiquería parece necesaria estando a las puertas de un mundo que se derrumba, pensaba Aberden Angus, pesimista, mientras intentaba actos posesionales con Frisona en la playa de El Quisco, ya finalizando el periodo estival. Y en su fuero interno, padecían el rigor de las arenas friccionadas contra el lomo; echaban de menos, sin duda, el pasto tierno de las pampas húmedas del sur.

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#choro#costa#mariscos

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