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Cultura

22 de Abril de 2013

Motel cariño

Durante los últimos días de las vacaciones de verano, cuando aún estaban medio vacías las calles de Santiago, mi pareja y yo nos fuimos a la precordillera para relajarnos. Soy un artista inglés, recomenzando un pololeo con una doctora chilena después de un intervalo de 35 años, así que ya no somos cabros jóvenes. Todo […]

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Durante los últimos días de las vacaciones de verano, cuando aún estaban medio vacías las calles de Santiago, mi pareja y yo nos fuimos a la precordillera para relajarnos. Soy un artista inglés, recomenzando un pololeo con una doctora chilena después de un intervalo de 35 años, así que ya no somos cabros jóvenes.
Todo bien en el Spa; aguas volcánicas sanas y comida rica. Un descanso perfecto. Los administradores, muy simpáticos, nos permitieron quedarnos gratis unas cuatro horas extra en una habitación lujosa, porque no estaba reservada.
“Estoy tan relajada”, dijo ella, “que ahora no me apetece conducir hasta Santiago”.

“Mira”, dije yo, “vi un motel en la entrada del pueblo. ¿Por qué no pasamos la noche ahí y viajamos mañana, con nuevas energías?”. “Ah! Por fin quieres cumplir tu sueño del sucucho con turin?”, respondió ella.

Como inglés en Chile, mi castellano básico me sirve para lo esencial de la vida, pero es inadecuado para penetrar la forma de hablar aquí. Puedo acostumbrarme a la falta de modulación, pero me pierdo entre frases peculiares y chilenismos. La primera vez que leí La Cuarta era necesario tener un chileno al lado para explicarme casi todo. Cada concepto tenía su versión inventiva, gráfica, humorística o basada en historias locales. Para un extranjero, imposible.

Inicié la costumbre de leer La Cuarta entera después de cada almuerzo, con la ayuda de mi pareja. El diario es casi un cómic para un lector chileno, pero mis preguntas eran tantas que el proceso se prolongaba demasiado. Decidimos restringirnos a “La Ventanita Sentimental” del Doctor Cariño y su sabiduría en el “ring de cuatro perillas”. En una ocasión, Doctor Cariño recomentaba una visita a “un motel, uno de esos sucuchos donde te sirven Coca-Cola tibia y un sandwich de turin, pero no te importa, porque estás dándola como caja”. De allí venía la extraña pregunta de mi pareja. Ahí también nació mi curiosidad sobre los moteles. En Inglaterra simplemente no existen. Tenemos fama de ser los amantes más fomes del mundo, y, en general, nos bastan nuestras casas. Un motel para sexo nos suena exótico y misterioso.

Eran las cinco de la tarde, hacía mucho calor. Había un teléfono público en la entrada y unos cincuenta chalets con portones metálicos para esconder los autos. No había otro vehículo que el nuestro. El ruido repetido de un portón golpeando contra la pared por el viento seco de la cordillera aumentaba el ambiente de desolación. Hicimos la reserva, explicando que queríamos dormir tranquilos hasta las ocho de la mañana y cancelar la cuenta a la hora del desayuno. “No”, dijo una voz femenina, “hay que pagar treinta mil al tiro, para las primeras doce horas. Después arreglamos la diferencia. No se preocupe, trabajo un turno doble, así que voy a estar aquí en la mañana para cobrar el resto”. “De acuerdo”, dijimos. Tomamos el chalet número uno y un cafecito.

Hubo que cambiar de chalet dos veces hasta que funcionó el televisor que colgaba del techo. La anonimidad se perdía con la llegada de una gordita tatuada. Detrás de ella vi brevemente el pasillo de servicio, un callejón lleno de basura entre paredes de cartón. Ella nos entregó un control remoto. Valía la pena. Había un canal gratis de negros penetrando a rubias por el culo. El dormitorio era como un garage con cama, espejo, mesa y jacuzzi; ningún otro mueble. Un par de clavos para colgar abrigos. Mosquitero con huecos oxidados en la ventana. Muralla empapelada con un diseño gringo de los años cincuenta que parecía papel de regalo, pero que decía “Route 66” en vez de “Feliz Cumpleaños”. Sábanas de varios colores que olían a sudor y perfume barato. Un círculo de pegamento seco en la mesa de donde habían robado un florero. Era un sucucho digno del Doctor Cariño. Era perfecto.

Comimos un sandwich de turin con Coca-Cola tibia comprados en un pequeño negocio cercano, mientras una pareja recién llegada gritaba de placer en la cabaña vecina. Cambié el canal para ver otro tipo de manguera negra, apagando incendios en Valparaíso. Llené el jacuzzi. Unas horas más tarde, ya era hora de dormir. “Ya,” dijo ella, ”cumpliste tu sueño.” Se rió. Dentro de poco estaba roncando.

Pero Dios quería poner una cereza encima de nuestra tortita. Parece que había un malentendido en la oficina. El teléfono sonó a las cinco de la mañana. Mi polola escuchaba otra voz de mujer que le decía, “buenos días. Tienen que desocupar la habitación en diez minutos o pagar para tres horas más”, a lo que respondió: “¿Pero cómo se atreven a despertar a los clientes a esta hora? Es un insulto. ¿Piensan que vamos a arrancar? Es el colmo. Mira, pagamos a las ocho, con el desayuno, y ya está”. “Si no pagan ahora mismo, llamaré a los carabineros”, dijeron.

Entonces sí que empezaron a gritar, y no de placer. No había caso de descansar más. Claro, era culpa mía también.
Volvimos a Santiago en la madrugada, sin hablar, llenos de la nueva energía de la rabia.

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