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Opinión

18 de Mayo de 2013

Un llamado en la oscuridad

De pronto Gloria, la protagonista de la película de Sebastian Lelio, se levanta del asiento donde termina un pito de marihuana para tocar con el resto de la cuidad su cacerola. La película no quiere ni busca ser una metáfora política de ninguna tipo. Es ante todo el fiel retrato hasta las ultimas consecuencia de […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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De pronto Gloria, la protagonista de la película de Sebastian Lelio, se levanta del asiento donde termina un pito de marihuana para tocar con el resto de la cuidad su cacerola. La película no quiere ni busca ser una metáfora política de ninguna tipo. Es ante todo el fiel retrato hasta las ultimas consecuencia de una mujer. Las protestas estudiantiles son hasta esa escena en particular, sólo el telón de fondo en que esta mujer que nadie podría acusar de ideologizada, resentida o amargada, se mueve con sorprendente comodidad.
Es esa sorprendente comodidad la que también retrata esta película. Gloria no esta enojada con el mundo, ni con el modelo, ni con el sistema. Disfruta plenamente de las ventajas del neoliberalismo, baila, trabaja, conversa, ríe, dispara pelotas de paint ball. No es una marginal, ni una marginada pero sabe que esa protesta, que resuena en le fondo de una frustración propia, que es también la suya. Drogada, defraudada, saca la olla, el símbolo de la vida de dueña de casa y mamá que abandonó hace años, para hacer sonar su voz, para integrarse a un coro infinitos de departamentos como los suyos, deudas hipotecarias, departamentos pilotos, pieza en el departamento de la mamá, subarrendado departamento de estudiante.

Gloria mira su vida y la siente a grande rasgo feliz, pero no cree que sea justa, ni que tenga que agradecer nada a nadie por su destino. Lo que ha logrado, lo que ha conseguido le hace ver la inmensidad de las faltas. Los sacrificios para pagar la educación, la salud, la vivienda, no le resulta, como hubiese querido los adalides del sistema, natural. Le parece al revés natural que el país que pide su esfuerzo, sus impuesto, su paciencia, pague para tener profesionales de buena calidad, trabajadores sanos y ancianos felices. Le parece que esa era la lucha de su vida, ensanchar los derechos y no jerarquizarlo más y más. Le parece que esa es parte de su revancha, bailar a los sesentas años como si tuviera quince años, como no pudo bailar a los veinte años, dejarle a sus hijos, a sus nietos un país en que ser joven no sea una deuda, adulto un problema, viejo una tragedia. Siente que el sacrificio en que se ha construido un cuerpo lleno de heridas no es ninguna fatalidad. Gloria, ahí reside toda la originalidad de la película, no cree en la fatalidad. No se resigna, no se esconde, no se guarda. Pelea entre el pudor y las ganas, entre la nueva vida que se inventa y la antigua. Cercada por un glaucoma en el ojo, ve todo por última vez que se parece mucho a ver todo por primera vez. Con una ganas, con un cuerpo de adulto, Gloria tiene una hambre de niña que la hace infinitamente perdonable, adorable. Lelio que no filma ni una solo plano en que no este ella, entiende de alguna forma que no queremos no un segundo mismo de su desenfocada mirada, de la seriedad con que ríe, de la felicidad con que sufre.

Gloria protesta sola en su departamento también por eso, porque esta sola. Defraudada, burlada, asustado por algo mucho más cercano, por algo más urgente que el sistema educacional o bancario chileno, tocar la cacerola en el balcón le hace sentirse parte de la cuidad, le restituye la impresión de que su nota es parte de una sinfonía. Su protesta tiene sentido, tiene también ese sentido, el romper con la soledad que es también parte del sistema, parte de lo que se le vendió como posibilidad, como logro, una vida propia, un cuadrado de luz en medio de un edificio, un espacio aparte de sus hijos tanto o más sola que ella.

Gloria sola en su departamento intenta pasar por alto un dolor particular, una historia completamente privada cuando los cacerolazos la llaman. Mareada camina hacia el balcón, una olla y un cucharón de palo en la mano. De pronto su incerteza particular, su falta, el dolor del que no habla, la decepción que pasa como puede por alta se convierte en ese coro de campanazo, en esa llamada del fondo de la noche. Su llamado La secuencia explica mejor que muchos tomos de opinologia—sociológica lo que lleva ocurriéndonos desde el 2011. Detrás de los reclamos, de las marchas, de la impotencia con que responde la elite de ella, esta esa soledad, esa necesidad de oír la cuidad, esa curiosa mezcla de furia y fiesta, de ganas y frustración que atraviesa la mirada de Gloria en cada plano de esta película que es también sin querer queriendo un llamado en mitad de la noche, una protesta que nos obliga a mirar lo que creíamos conocer de memoria.

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