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Opinión

22 de Julio de 2013

Nadiezhda Mandelstam, la verdadera dama de hierro

Probablemente sea Leonidas Morales, con libros como La escritura de al lado, el crítico que en Chile más sostenida y consistentemente ha trabajado en torno a las producciones literarias que él mismo ha llamado referenciales, es decir, aquellos géneros –como la carta, el testimonio, el ensayo, los diarios y la entrevista– cuyo discurso remite, tarde […]

Vicente Undurraga
Vicente Undurraga
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Probablemente sea Leonidas Morales, con libros como La escritura de al lado, el crítico que en Chile más sostenida y consistentemente ha trabajado en torno a las producciones literarias que él mismo ha llamado referenciales, es decir, aquellos géneros –como la carta, el testimonio, el ensayo, los diarios y la entrevista– cuyo discurso remite, tarde o temprano, a un ámbito extratextual, es decir, a un fuera de texto, a la realidad, podría decirse, entendida en el simple sentido de aquello que no es imaginario ni independiente de lo histórico ni del sujeto que lo enuncia. En su trabajo, Morales ha reivindicado, con valiosos estudios y compilaciones, géneros que hasta hace poco más de un siglo (en el mundo) o menos (en Chile) eran mirados a huevo por su no autonomía artística. Pero –sostiene Morales– tras las vanguardias el estatuto de lo artístico, de lo literario, fue en todas partes revisado tan a fondo que, como efecto derivado, comenzaron a revalorarse trabajos de ese tipo, que pasaron a ocupar un lugar, sino central, al menos clave en el ámbito literario, lo que se puede notar, muy concretamente, en que durante las últimas décadas el quehacer de muchos de los mejores editores y críticos (como Hans Magnus Enzensberger), así como las inclinaciones de muchos lectores, se han orientado fuertemente hacia tales géneros. Morales ha trabajado en la materia no sólo como teórico y crítico, sino simultáneamente como autor y/o editor de dichos géneros: ahí está su imperdible recopilación de Cartas de petición a autoridades de la dictadura escritas por angustiados familiares de detenidos; ahí sus conversaciones con Nicanor Parra; ahí su edición anotada del caminado diario de Luis Oyarzún (y ahora acaba de salir el trabajo que hizo con los diarios de Mario Góngora. En fin).

Varias veces, desde estas mismas páginas, hemos destacado algunos trabajos recientes que están en esa línea, como La eliminación, el impresionante testimonio camboyano de Rithy Pahn. Ahora bien, si de ejemplos concluyentes se trata, muy destacadamente lo es uno publicado hoy por primera vez en castellano: Contra toda esperanza, las memorias, poderosas como el Soviet de Petrogrado, que a partir de los años 60 escribió Nadiezhda Mandelstam (1899-1980), la viuda de Osip Mandelstam, el poeta que, tras torturas, hostigamientos y persecuciones, fue enviado a Siberia por escribir un burlesco poema contra Stalin. Jamás volvió, es un detenido desaparecido de cuya muerte Nadiezhda sólo tiene versiones, varias y contradictorias, muchas abiertamente ficticias, por lo que no le queda sino discriminar, ordenar y especular a partir de esos rumores.

En esos afanes termina el libro. Se cree que el poeta murió en un campo de trabajo hacia 1938. Hay un relato, de los más fiables, que lo muestra enloquecido, paranoide, escuálido, no comiendo por temor a ser envenenado y replegado en el campo de trabajo junto a los delincuentes comunes. Pero nada es seguro. En el poema hablaba contra Stalin así: “Sus dedos gordos parecen grasientos gusanos, / como pesas certeras las palabras de su boca caen. // Aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha… / Una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea, / infrahombres con los que él se divierte y juega”. Suerte de Stalincosas, como diría un poeta amigo, estas insolencias inusitadas con el Secretario General, y sobre todo con sus secuaces, le terminaron costando la vida.

DE HIERRO
Muy ayudada por su amiga la poeta Anna Ajmátova, Nadiezhda Mandelstam, viuda, perseguida, enflaquecida pero dura como hueso, ni humillada ni ofendida, vivió huyendo, “como fiera acorralada”, por poblados rusos durante décadas, hasta que tras el XX Congreso, realizado por el PC en 1956 tras la muerte de Stalin, se le permitió volver a Moscú, donde pudo mal vivir hasta 1980 enseñando inglés en institutos. Ya acabada la vida como huida, se dedicó a “desarchivar” de su memoria –que es donde heroicamente los guardó durante décadas– los poemas de su marido (“gracias a mi existencia nómada conservé la vida y las poesías de Mandelstam”), y también a escribir estas extensas memorias que apasionan, aturden, sacan resoplos y que, recreativamente, podrían leerse como una versión extendidísima del famoso poema de Juan Luis Martínez “La desaparición de una familia”. Por supuesto que esta es una relación arbitraria desde varios puntos, porque los dos textos tienen orígenes remotísimos y operan literariamente de manera muy distinta. Además, en el poema de Martínez desaparece toda una familia y el logos, mientras que en las memorias de la Mandelstam desaparece la mera posibilidad de un hogar y, de hecho, todo desaparece, menos el logos. Pero hay dos común denominadores que permiten la analogía o fantasía comparativa. Primero, en ambos la casa-hogar, o bien su desaparición o mutación constante, son la cuestión clave. Y ni adentro ni afuera hay salvación, ni abrigo siquiera. Y, sobre todo, en ambos textos la pérdida o no pérdida de toda esperanza es aquello en lo que se juega la existencia. “Que en esta casa miserable / nunca hubo ruta ni señal alguna / y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”, se lee en el poema de Martínez, y la Mandelstam: “Fui una vagabunda sin hogar, rodeada de extraños, en un ambiente que no era el mío”.

Son libros muy libres estos, los referenciales, el de la Mandelstam muy especialmente. Desprovistos por denominación de origen de prestigio, y libre por lo mismo de ataduras formales y expectativas ajenas, estos libros han sido muchas veces armados con sólidas estructuras y con fino estilo, consistiendo la fineza, en la mayoría de los casos, en un laconismo, una precisión y una emulsión adecuadísimos, por contraste, a la brutalidad del asunto o tema tratado. Y pueden estos libros ser leídos también muy libremente. Este de la Mandelstam se deja leer de varias maneras. Por ejemplo como una novela –esto es, de un tirón y ofreciendo, digamos, gran flujo narrativo–: si bien hay por la mitad de estas 600 páginas un par de episodios que pueden resultar quizá demasiado episódicos, este libro está lleno en su mayor parte de momentos culminantes: empieza y termina, de hecho, con páginas soberbias. Y abundan escenas imborrables, como aquella en que se la ve trabajando clandestinamente en una fábrica textil durante las noches, jornadas que aprovecha para mantener vivos en su memoria los poemas de Osip. Que haya intercalaciones demorosas es casi parte del paisaje en la novelística rusa, y este libro se mueve en esas arenas: hay ciertos elementos, además, que le dan todo el aire de una novela rusa, por ejemplo las conversaciones al amanecer en departamentuchos o las escenas en trenes y estaciones; de hecho, hay un viaje en tren en el que Nadiezhda parece una Anna Karenina por una parte degradada, vejada por el Estado y sus “chivatos”, pero, por otra parte, invulnerable, dura, ajena a melindres sentimentales: “Todos nosotros somos fuertes como el hierro.

Si no lo fuéramos no podríamos haber soportado todo aquello que nos deparó el destino”, le dice un día en un autobús repleto a una viejecita que se le apoya en el brazo y le pide disculpas. Pero ni siquiera el hierro es en la Rusia de Stalin irreductible, y así es como ella, pero sobre todo Osip, se vieron tentados de sucumbir, de sumarse a la “revolución”. Él, de hecho, tenía planeado abdicar, para lo cual compuso una oda a Stalin, pero el plan se le ocurrió demasiado tarde, “aunque tal vez gracias a ello yo no fui aniquilada”, dice Nadiezhda. La oda la escribió el poeta porque imperaba “el miedo de quedarse aislados del movimiento general”, “así como la necesidad de una concepción íntegra del mundo, orgánica”, lo que constituía, según Nadiezhda, “la premisa psicológica que impulsaba la capitulación”. Era muy difícil sustraerse al arrastre de este bolchevique viento huracanado.

Testimonio inolvidable y admirable, como novela es para recomendarla a gritos, si ello no deshonrara la ruda templanza de la propia autora. Ya George Steiner lo advirtió, situándonos en el ámbito de la insolencia: “Nada que pueda uno decir afectará o expresará en modo alguno la genialidad de este libro. Juzgarlo, aunque sólo sea para encomiarlo y rendirle homenaje, raya casi en la insolencia. Uno sale enriquecido de su lectura y más esperanzado de lo que tiene derecho a estar”. Novela desarmable, los 84 capítulos de Contra toda esperanza y sus apéndices pueden ser leídos también como los poemas de un libro o como las entradas de un cuaderno de recuerdos y pensamientos, o quizá como la base para un guión sobre la guerra entre el miedo y la intrepidez.

La cronología no es atendida por la autora, o está muy desdibujada por regresos, adelantamientos e intercalaciones: la única sensación de secuencia está dada porque todo tiende rápidamente hacia la muerte, al final, pero esto, tanto en el libro como en la realidad, no podía ser de otra manera: eran los años ‘30, con Stalin desatado: y de hecho, más que al final, la muerte estaba encima. Pleno de razonamientos y meditaciones novedosos, en este libro todo está expuesto con gran simpleza y belleza, con frialdad empática se podría decir.

SAPOS, SAPOS, SAPOS

De lo que están asombrosamente llenos los libros testimoniales del siglo XX, de los horrores del siglo XX más específicamente, es de sapos. Es increíble el sapeo que hubo en el siglo pasado. Visto y oído desde el Espacio, debe haber parecido un tranque este planeta. No digo –cómo decirlo– que antes no la hubiera (ya sabemos que en la Inquisición los sapos no los ponían las brujas), pero en el siglo XX la delación se desata, se profesionaliza, se instala una suerte de vocación delatora, pasando a ser una enfermedad del espíritu, una peste mental, un emprendimiento colectivo y sicótico. Sapos hubo en la Camboya de Pol Pot, en el Chile de Pinochet y la derecha popular, en la España de Franco, en Bolivia (“ya saben ustedes lo que le ocurrió al Che Guevara en Bolivia”, escribió Nicanor Parra). ¿Cómo entonces no iban a abundar los sapos en la Rusia de Stalin? La vida, así, transcurre como si pasasen a ser del todo comunes y corrientes situaciones como la que insuperablemente describió Kafka en la primera frase de El proceso: “Alguien debió haber hablado mal de Joseph K, puesto que, sin que hubiera hecho nada malo, una mañana lo arrestaron”. Es tan así que en un momento de Contra toda esperanza hay una frase parecida: “Alguien había dicho algo. Eso era suficiente para desaparecer de la vida”. Como al alero de un Programa de Denuncia Segura, los sapos se multiplicaban geométricamente.

Nadiezhda Mandelstam parte su libro, de hecho, con un texto que como cuento no tiene nada que envidiarle a los de sus mejores coterráneos, ni a Isaac Babel, me atrevería a decir. El texto cuenta de una noche en que llega a la casa de los Mandelstam un escritor de apellido Brodski (no Joseph, por supuesto), quien tras dar la lata toda la noche se revela, durante el allanamiento de que son víctimas en la madrugada, como un informante de la cheka, esto es, de los aparatos de inteligencia y represión. (Puede leerse en la web de la editorial este primer capítulo).

Más sobre sapos: “Muchos se habían adaptado tan bien al terror que aprendieron a extraer beneficios del mismo: acusar al vecino para ocupar su habitación o su puesto era algo completamente normal”. Creo que leyendo las mil formas de la delación –tan cercana a la felación– de que da cuenta la Mandelstam puede concluirse que estos regímenes totalitarios la fomentaban no tanto para conseguir información cuanto para degradar a la población, sembrando la desconfianza a objeto de dominar sin contrarrestos: “unos veían soplones en cualquier persona y otros temían que los tomasen por tales”, se lee.

Orlando Figes, en su monumental investigación Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, echa frecuentemente mano, para indagar en ese horror, a Contra toda esperanza, donde de hecho el verbo susurrar aparece conjugado muchas más veces que el verbo hablar o escribir. De todos modos, Figes es claro al indicar que aunque estas memorias de la Mandelstam “expresan la verdad para mucha gente que sobrevivió al Terror, particularmente para la intelligentsia, intensamente comprometida con los ideales de la libertad y el individualismo, no hablan en nombre de los millones de ciudadanos, incluyendo a muchas víctimas del régimen estalinista, que no compartían esa libertad interna ni la disensión, sino que, por el contrario, aceptaron silenciosamente y asimilaron los valores básicos del sistema, cumplieron sus normas públicas y tal vez incluso colaboraron en la perpetración de sus crímenes”. Y efectivamente, memorias como estas no abundan, porque la integridad, la inteligencia y la voluntad de supervivencia de su autora no suelen conjugarse en una sola persona que además sepa escribir tan extraordinariamente.

La Mandelstam escribe estas memorias en los años 60, cuando por fin ha “recobrado la capacidad de aullar”. Capacidad que había perdido no tanto por el miedo sino, mucho más terriblemente, por la pérdida del miedo, ya que “el miedo es una luz, es la voluntad de vivir, la afirmación del ser… Al perder la esperanza, perdemos también el miedo: no hay motivos para temer”. Había sucumbido al “sucio sentimiento de la desesperanza”, ella, cuyo nombre, Nadiezhda, significa, justa, cruel y literalmente, “esperanza”.

Nadiezhda, al tiempo que va reconstruyendo su propia historia y, principalmente, su vida junto a Osip, y especulando sobre lo que ocurrió con la de él cuando fueron separados (dos veces, la segunda para siempre), va ofreciendo, también, una historia personal de la cultura soviética, dando cuenta de la terrible “guerra literaria” rusa, llena de inmensas pequeñeces, y también del horror intelectual que cundió, por el cual el país se llenó de zombis que se compraban “la posibilidad de obtener de una sola idea todas las explicaciones para el mundo material y el humano y armonizarlo todo con un solo y único esfuerzo”. Hay excepciones a esto, entre las que se cuentan algunos de los más importantes escritores rusos del siglo, como Isaac Babel y Anna Ajmátova, o al menos seres conflictuados y ambiguos como Boris Pasternak, y otros derechamente hostiles, ratas más que sapos, como Máximo Gorki, que hasta un pantalón le niega a su colega cuando las está viendo negras.

La Mandelstam centra sus memorias en la vida, pero también en la obra de Osip: varios capítulos son comentarios y análisis de sus poemas, o bien biografías de éstos, de cómo, cuándo surgieron y fueron escritos: a menudo describe cómo el poeta murmuraba sus poemas y, cuando los sentía cuajados, los “transcribía” o se los dictaba a ella, pues ya estaban “compuestos” en su mente y sólo restaba anotarlos, fijarlos. Aparece Osip como creador, entonces, y también como “lector de un solo libro”, como intelectual concernido, como amigo, como analista, como enfermo de los nervios, como “cienkilometrista” (exiliado de los centros urbanos), como deportado, como desaparecido, como mito.
Es esta, muy principalmente, una historia amorosa. Nada idílica, por cierto, pero es el amor la pasión que subyace en estas páginas, y no el odio ni la cólera, ni la desolación ni la desesperanza, como podría pensarse con un título y una historia tan duros; de hecho hacia el final escribe: “Estoy absolutamente segura de que nos hallamos en vísperas de un nuevo triunfo del humanismo y de una gran alza de los valores humanos”, lo cual fundamenta así: “Lo pasado por nosotros apartará durante mucho tiempo a los hombres de teorías, seductoras a primera vista, según las cuales el fin justifica los medios”.

Pese al desprecio, las humillaciones y las persecuciones que sufrió, jamás la autora satura en estas más de 600 páginas con la matraca del horror, pues no trabaja con la exageración ni con la estridencia: le basta y sobra con mencionar hechos, no se necesitan adjetivos ni interjecciones, aunque por cierto no se priva de comentarios, siempre atingentes, filosos y feroces, porque no se trata de una viejecita encantadora sino de una anciana dura e implacable. Más que torturas –que las hay–, más que impiedades y prepotencias –que abundan–, lo que perturba es ir viendo, al avanzar en la lectura, cómo quienes en un momento dado aparecían como los verdugos más despiadados o las más impías autoridades tarde o temprano terminan también fusilados, todo por cuenta de Stalin.

También es, muy importantemente, esta una obra moral, una reflexión sobre el mal cuyos alcances no son sólo históricos ni documentales, sino filosóficos y hasta lingüísticos, porque todo totalitarismo o fascismo parte por el lenguaje, y así por ejemplo la palabra “conciencia”, cuenta Nadiezhda, desapareció en Rusia por completo porque “su función era cumplida por el ‘instinto de clase’ al principio y luego por ‘el bien del Estado’”. Y “los hombres dotados de voz fueron sometidos a la más vil de las torturas: se les arrancó la lengua y se les obligó a ensalzar con el muñón al soberano”. Pervertidas las conciencias y los valores, desdibujadas o borradas las palabras, sofocado lo espontáneo, aterrados los cerebros, resulta imposible saber “cuál es la línea divisoria entre la normalidad psíquica y la enfermedad”. En quien más claramente se ilustra este borroneo es en el propio Osip, que pasa de una lucidez extrema a alucinaciones, paranoias y descomedimientos que lo llevan en un momento temprano, y esta es una de las escenas inolvidables del libro, a saltar por la ventana de un hospital, salvándose de la muerte no se sabe bien cómo.

No sólo George Steiner ha usado y celebrado este libro sin miramientos y refrendado su valor literario, sino también filósofos como Isaiah Berlin, narradores como Martin Amis, periodistas como David Remnick y ensayistas como Joseph Brodsky, cuyo conmovedor obituario sobre la Mandelstam, incluido en su libro Menos que uno, figura en esta edición como prólogo. Ahí puede leerse algo que está en línea con las ideas con que Leonidas Morales reivindica el valor literario de este tipo de obras. Dice Brodsky: “Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es la percepción la que le confiere significado… Sus memorias son algo más que un testimonio de su época: son una visión de la historia a la luz de la conciencia y la cultura”. Y, agregaría yo, son una lección de amor, de lectura, de fiereza y de humildad.

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