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Opinión

25 de Septiembre de 2013

Estuvieron en Chile un día: Sam Johnston y la máquina de la felicidad

Nueva York, 22 de julio de 1811 y en respuesta a una petición del gobierno de Chile, tres obreros tipógrafos se embarcan en la fragata Galloway con rumbo a Valparaíso. El encargo de los chilenos a los norteamericanos es doble y revolucionario. Se requieren armas para combatir a los enemigos de la patria y una imprenta para iluminar la senda de la razón. El jefe de los tipógrafos es Mr. Samuel Johnston, le acompañan Mr. William Burbidge y Mr. Simon Garrison. Su contrato exige el transporte, instalación y operación de la primera prensa de nuestra historia.

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
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Tras las clásicas borrascas del Cabo de Hornos, la Galloway ancla en Valparaíso el 21 de noviembre de ese año. Trasladados a Santiago, se les instala en el taller de impresión en la Universidad de San Felipe. Es tal la sensación que causa la llegada de este artilugio y sus infinitas posibilidades de imprimir y difundir las ideas de la libertad, que se llega al extremo de llamarla “La Máquina de la Felicidad”. Este exabrupto, que remite vagamente a Charles Bukowsky y su “Máquina de Follar”, alumbraría como primera criatura al número 1 de la célebre “Aurora de Chile”. Fray Camilo Henríquez, redactor del periódico, hace apasionado eco de este delirio encabezando la edición en este tono: “¡Está ya en nuestro poder el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal: la imprenta!”.

Es difícil para los actuales chilenos, bombardeados de información, comprender el arrebatado entusiasmo de nuestros abuelos. El cronista Fray Melchor Martínez describe este frenesí: “No se puede encarecer con palabras el gozo que causó el establecimiento de la imprenta. Corrían los hombres por las calles con una Aurora en la mano, y deteniendo a cuántos encontraban, leían y volvían a leer su contenido, dándose los parabienes de tanta felicidad y prometiéndose que por este medio, pronto se desterraría la ignorancia y ceguedad en que hasta ahora habían vivido”.

Johnston y sus bostones, como se llamaba en Chile a los norteamericanos por la ciudad de Boston, continúan en la tarea de imprimir La Aurora, gozando de las simpatías populares y del favor de los poderosos. Así llega el día 4 de Julio, aniversario de la independencia norteamericana y, además, de la creación de nuestro primer Congreso Nacional. El cónsul yanqui en Chile, Mr. Poinsett, muy cercano a Carrera, organiza una celebración en el consulado de su país. Es invitada la crema y nata de la sociedad chilena y los norteamericanos residentes. Entre ellos destacan los tipógrafos de La Aurora. Según relata Johnston, Santiago amaneció embanderado con los emblemas de Chile y Estados Unidos entrelazados. Ya desde la tarde los tipógrafos, acompañados de algunos amigos chilenos, arman la clásica fiesta en la pega “en la cual la libertad e independencia de ambas naciones fueron celebradas en alegres brindis”. Al parecer esta previa es intensa, pues al llegar al festejo principal en el consulado, los gringos se ponen pesados, especialmente cargantes con las damas. Hay quejas por su grosería, Poinsett interviene y sin asco los expulsa. Picados en el amor propio y exaltados de nacionalismo alcohólico, juran vengar el desaire. Empujados fuera, el oficial de guardia destaca una patrulla de seis fusileros y un sargento para arriar con los curados. Mal avenidos con la escolta y rumiando el desquite, se van de lengua, llueven insultos y agresiones. El jefe de la patrulla, perdida toda mesura, abre fuego. Quedan sobre el piso ocho heridos, entre éstos el tipógrafo Burbidge, quien fallece cuatro días más tarde.

El fatal incidente acaba con Johnston y Garrison encarcelados. Esta prisión, junto con el tiroteo que cierra aquella noche de excesos, pone en serio riesgo la continuidad de la Máquina de la Felicidad. Afortunadamente, el atento criollo José Manuel Gandarillas, ayudante de los gringos, es capaz, con no pocos sacrificios, de sacar adelante las ediciones. Pero la presencia de los expertos bostones se hace cada vez más urgente. Por ello y como gesto de fraternidad americana, son liberados a las tres semanas de cautiverio. Para hacer olvidar el triste y bochornoso 4 de julio, los gringos producen a un ritmo constante y veloz. La Aurora es reemplazada por otro diario “El Monitor Araucano”. Se imprime nuestro primer Reglamento Constitucional, el “Prontuario del Ejército y Evoluciones de la Caballería”, esto es, el primer texto de instrucción militar chileno y la “Carta de un español a un Americano” , en estricto rigor, el primer libro impreso en Chile.

Ya ha pasado más de un año, que es el plazo del contrato entre Johnston y el gobierno de Carrera. Si bien recibe su sueldo íntegro, no ve un peso de varias promesas de utilidades. Los gastos del viaje y las exiguas ganancias le han servido para ahorrar poco más de cien pesos. Entonces resuena el clarín militar. El gobierno patriota organiza en Valparaíso una flota de corso para atacar al Perú, base realista sudamericana. Además del amor a la libertad y a la aventura, se ofrecen jugosas ganancias por las presas capturadas al enemigo. Se asegura además que las tripulaciones son en su mayoría norteamericanas e inglesas. Johnston abandona los moldes y la tinta y corre a Valparaíso para hacerse corsario. Según declara “¿Querrá usted creerlo? Hasta yo mismo me he metamorfoseado en hijo de Neptuno, yendo a buscar renombre por el tronar de los cañones”.

Muy poco le duran los ardores bélicos. Llegado a Valparaíso, descubre que el único yanqui de la tripulación es el capitán Barnewall. Ya tarde para arrepentirse, se embarca en el bergantín “Potrillo” como único oficial. Los acompaña el mercante armado “Perla”. Con esta humilde escuadra se hacen a la mar al avistar frente a Valparaíso al corsario limeño Warren. Seguros de la victoria, ven con extrañeza y luego con espanto que el “Perla” se une al Warren y juntos los cañonean. Peor aún, al recibir las primeras descargas, la tripulación del Potrillo, dando vivas al Rey Fernando de España y al Virrey de Lima, se amotina y los traiciona. Así acaba, tristemente, nuestra primera escuadra patriota.
Rumbo a Lima y en el desenfreno de la rebelión, los marineros abren los odres de aguardiente y vino y los disponen a lo largo del buque para quien le apetezca. La navegación degenera en bacanal. Despojado de sus escasos ahorros, de su espada, del reloj y hasta de su muda de ropa, los borrachos se juegan las pertenencias de Johnston en violentas pendencias.

Tras quince días de caótica navegación, el “Potrillo” llega a Callao. Los marineros son recibidos como héroes y en el entusiasmo de la recepción, disparan varios cañonazos de saludo, con la mala suerte de que uno mata a un curioso en la playa. Al bajar los norteamericanos, una multitud los recibe a peñascazos y si no es por la guardia, los destrozan. Llevado ante el gobernador de la fortaleza y tras un largo interrogatorio, son confinados en las casamatas del puerto. Estas mazmorras, legendarias en su vetusta humedad, apelotonan a cientos de prisioneros con miles de chinches y pulgas.

Johnston debe esperar largo tiempo antes de ser llevado a juicio. Se le acusa de actividades piráticas en contra de Su Majestad el Rey de España. La pena para tales crímenes es la muerte. Acosado por el terror de la ejecución en su calidad de corsario extranjero, siempre hambriento y desabrigado, enferma de tercianas y debe ser llevado al hospital. En esas condiciones, el operario de la máquina de la felicidad cae en la más honda depresión. En sus palabras: “Mi situación es realmente mísera: encerrado en un calabozo a cuatro pies bajo tierra, donde la única luz que disfrutamos nos llega por respiraderos… He sido acusado como malhechor e ignoro si estoy o no condenado, sin que hasta ahora se me haya notificado sentencia alguna… Cuál será la suerte que me aguarde, es imposible conjeturarlo, y probablemente se decidirá por lo que ocurra en Chile. Si este país triunfa, saldremos en libertad a banderas desplegadas…”

El infortunado tipógrafo pasa siete meses en este confinamiento atroz, cuando de improviso, el día 13 de octubre de 1813 y estando en el hospital, se presenta un oficial realista y le ordena que se prepare inmediatamente para embarcar a los Estados Unidos. Lleno de júbilo pero temeroso de un engaño, Johnston se pone en marcha al Callao. Ahí, junto con sus compatriotas apresados, se le toma juramento de nunca más volver a empuñar las armas contra el Virrey del Perú. En seguida son embarcados y zarpan rumbo al sur. Obligados a recalar en Valparaíso, Johnston y el capitán Barnewall se las arreglan para desembarcar y denunciar ante las autoridades chilenas a los culpables de la traición que perdió a nuestra primera escuadra. Resultan ser tres acaudalados comerciantes de Valparaíso, los señores Rodríguez, Villaurrutia y Sofia. Estos sujetos, asociados con comerciantes limeños, antepusieron su lealtad y patriotismo a sus intereses en el comercio del trigo, el cual mantuvieron durante toda la guerra de independencia.

Estas y otras informaciones, más los sufrimientos ocasionados por sus servicios en los buques patriotas, son recompensados por el gobierno con una calurosa felicitación y nada más. El motivo de la tacañería gubernamental es un repentino cambio en la suerte de los Carrera, ahora desplazados por el general Lastra y el clan de los Larraín. Como el contrato de los tipógrafos se acordó con don José Miguel, el actual gobierno se desentiende de todo compromiso y los mira con franco recelo. Amargado, pobre y sin amigos, Johnston aprovecha que se encuentra en Valparaíso la fragata norteamericana Essex y decide embarcarse. Es tal su ansiedad por partir que no lo detiene el hecho de que su nación se encuentra en guerra con Inglaterra y que tres buques ingleses merodean la bahía. El 22 de marzo de 1814 el Essex intenta forzar la salida y entabla combate con los británicos. Los porteños se instalan en los cerros a admirar, como en galería, el primer combate naval ocurrido ante nuestras costas. Destrozado en el desparejo combate, el Essex se rinde cuando ya casi toda su tripulación está muerta o herida. Johnston cae nuevamente preso, ahora de los ingleses y tras un mes de confinamiento, debe jurar que no volverá a tomar las armas, en esta ocasión, contra Su Majestad el Rey de Inglaterra. En abril de 1814, el hombre que trajo a Chile la luz de la ilustración, zarpa rumbo a su patria en la fragata Essex Junior. En sus palabras, poco antes de partir “Se ha largado ya la vela de trinquete de la Essex Junior y un bote se halla esperando a fin de llevar esta carta a tierra. Ni el capitán Barnewall, ni yo, ni persona alguna de la dotación del “Potrillo” han recibido un solo centavo del Gobierno en pago de nuestros servicios y sufrimientos prestados y producidos por su causa. Adiós.”

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