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Nacional

27 de Septiembre de 2013

2.000 kilómetros con la barra brava de Pinochet

Hace dos semanas nos embarcamos en un bus con viejos pinochetistas rumbo a la Carretera Austral, invitados por la Corporación 11 de Septiembre. Allí, escondidos de las funas, celebraron los 40 años del Golpe de Estado. Inauguraron un monolito que recuerda la construcción del camino, pidieron por la libertad de los soldados del 73 y, al final, todos terminaron bailando arriba del bus. Viajamos con ellos dos días. Este es el relato de una larga travesía junto a uno de los grupos más leales al fallecido dictador.

Por



Fotos y videos: Jorge Rojas

6:45
A.M. del 10 de septiembre. Aurora Escopelito, Gerenta General de la Corporación 11 de septiembre, uno de los grupos más leales al dictador Augusto Pinochet, me espera en un taxi afuera del departamento. “Te traje un regalo”, me dice apenas me subo al auto, y me pasa el libro “Anécdotas de mi general”, escrito por Álvaro Corbalán Castilla, ex jefe operativo de la CNI, que lleva 22 años preso por delitos de derechos humanos cometidos durante la dictadura militar.

El libro fue lanzado en el 2008, cuando la Corporación festejó así el aniversario de los 35 años del Golpe Militar. Mañana, que se cumplen 40 años, el acto es otro. Vamos rumbo a la calle San Ignacio, donde un bus nos llevará a Caleta La Arena, en la Décima Región. Allí, los fanáticos de Pinochet instalarán un monolito, que recuerda la construcción de la Carretera Austral. Así “celebrarán” esta cuarta década. Ajenos al boom mediático que ha puesto en tela de juicio la obra del fallecido general.

De a poco llegan los viajeros al bus. Primero se suben dos ancianas que cargan un chal, unas bolsas con papeles y unas banderas chilenas. “Buenos días, compatriotas”, susurra una a duras penas mientras camina hacia el final del pasillo apoyada en un bastón. Atrás, aparece Juan González, ex presidente de la Corporación y uno de los rostros más visibles del pinochetismo. Lo acompaña su esposa Chelita y Rubén Ballas, ex militar que hace unos días criticó en un matinal al actor Benjamín Vicuña, por el programa “Imágenes prohibidas”. Salvo tres jóvenes y un par de cuarentones, los pasajeros superan hace rato la tercera edad. Todos, sin excepción, tienen una historia con Pinochet. Son la generación del “yo lo viví”, frase que repiten como un mantra mientras recitan su verdad sobre el Golpe de Estado. Tanto es su fanatismo que, pese a su avanzada edad, están dispuestos a recorrer dos mil kilómetros arriba de un antiguo bus de turismo, sólo para saludar a quien –dicen- logró la segunda independencia de Chile.

El grupo es el mismo que en noviembre de 2011 fue funado en el homenaje que se le hizo a Miguel Krassnoff, condenado a 144 años de prisión por violaciones a los derechos humanos; y el mismo, también, que en junio de 2012 fue golpeado en el Caupolicán durante el estreno del documental “Pinochet”. Son, en definitiva, los mismos pinochetistas de siempre. Los últimos de un eslabón cada vez más invisible. En total son 42 los viajeros. Al lado mío va sentado Christián Jara que, según su tarjeta de presentación, es pianista y productor musical, aunque para este acto sólo va a cargo de la amplificación. Jara tiene 40 años y trabaja haciendo los shows de campaña de los candidatos de derecha, y en el último tiempo también ha incursionado en el mundo de los jingles. Antes de llegar a Angostura, por los parlantes del bus suena la lectura del Bando N° 1 de la Junta Militar. La pista va incluida en un CD de homenaje que Christián hizo hace un par de meses, y que recuerda los 40 años con piezas como: el Himno Nacional con sus dos estrofas, la canción “Libre” de Nino Bravo, el Himno del Combatiente del 73 y un saludo del cura Raúl Hasbún.

Durante las semanas previas al viaje, las dos mil copias del CD, más el DVD del documental “Pinochet”, se vendieron como pack a un precio simbólico de 11 mil pesos. La carátula traía todo un instructivo para celebrar los 40 años en familia. A las nueve y media de la noche del miércoles 11, por ejemplo, sugería “colocar a todo volumen la canción Alborada”, himno pinochetista compuesto a finales de 1973, y que en su primera estrofa dice: “En el azul de septiembre, blanca luz de la alborada, puedo formar la bandera con mi sangre derramada”.

Por los parlantes ahora suena la canción nacional. Juan González se para de su asiento y anima al coro de patriotas. Suena la tercera estrofa y todo el bus aplaude. Luego cantan con vehemencia: “Vuestros nombres, valientes soldados, que habéis sido de Chile el sostén, nuestros pechos los llevan grabados; lo sabrán nuestros hijos también”. Al terminar el himno, desde el fondo del pasillo se escucha un “ceacheí” a nombre de Pinochet. Cerquita de allí, en el último asiento, está Julio Corbalán, que va en representación de su padre, Álvaro Corbalán, el gran organizador de todo este homenaje. Si Pinochet fuese un equipo de fútbol, en este bus viajaría su barra brava.


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En Angostura paramos a tomar desayuno. María Ehijos viaja en un asiento delante del mío. Dice que se ha subido al bus porque después del acto aprovechará de bajarse en Temuco, donde pasará el 18 de septiembre. “Yo fui niñera de la señora María Inés, la hermana de mi general”, cuenta sentada afuera de un servicentro. “Eran buenos patrones ellos, porque eran gente pobre”, agrega con apuro.
María Ehijos desclasifica en pocos segundos los secretos más preciados que guarda el personal de servicio de los Pinochet. Cuenta que su general les enviaba la comida desde la presidencia, porque todos en la familia tenían miedo a ser envenenados, y que su patrona tenía 60 años, pero que se veía como si fuera una lola de 15. “Tan bonito cuerpo… No usaba sostén y le quedaban los pechos paraditos. No ve que ellas tienen guaguas y todas estas viejas no dan pecho”, recuerda.

Por su rol de niñera, Ehijos conoció a todos los sobrinos de Pinochet y a todas las mujeres del clan. De ellas guarda muchos secretos. “La señora (la mamá de Pinochet) era gorda y paraban el tránsito para que cruzara”, dice. Y luego lanza una bomba: “Ellas tenían cualquier joya, que fueron las de la restauración, de la gente que donó”.

El desayuno termina. Volvemos al bus.
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En Rancagua se sube el cura Juan Bautista Vásquez. Tiene 56 años y lleva una boina en la cabeza, una cruz dorada en el pecho, chaleco militar verde con coderas, pantalones de cuero café, y botas vaqueras del mismo color. Viene acompañado de su hijo Manuel. Sí, su hijo, porque Juan Bautista no sólo es padre en su acepción religiosa, sino que también se casó en Ecuador. “Yo soy cura católico ortodoxo, nacionalista, anticomunista y compadre de mi general Pinochet, por algo es padrino de bautizo de mi hija”, explica a los curiosos sobre su situación política, religiosa y sentimental.
Bautista es el cura invitado para bendecir el monolito. En un bolso de mano, su hijo carga con la sotana negra, una estola con cruces doradas, y un incensario. Su devoción por Pinochet comenzó el mismo día del golpe. Para esa fecha, había pasado fugazmente por la Escuela Militar en 1971 y cursaba segundo año de derecho –carrera que no terminó- en la Universidad de Chile. “Allá teníamos una cofradía de ex cadetes militares, éramos un grupo de choque”, dice al recordar la época.

El cura es ciego de un ojo, el derecho, y para ver, uno siempre debe estar a su izquierda. Mirando siempre a ese hemisferio, Juan Bautista le enumera a la gente que lo escucha todas las visitas que tienen sus videos en el canal de Youtube “juanbautistavasquez”, la cuenta virtual donde da rienda suelta a su activismo. Allí tiene varios discursos de Pinochet, paradas militares completas, tedeum de distintos años, canciones de los Huasos Quincheros, y la declaración de Augusto Pinochet Molina en el funeral de su abuelo, entre otras cosas. Por ese sitio, ya han pasado más de 350 mil visitas únicas, cuenta con orgullo.

María Ehijos es una de las que escucha al sacerdote con atención. Como si se tratase de un concurso de trivias, en una pausa le pregunta si sabe lo que son los “fachos”. El cura se detiene en una larga explicación y luego remata con un mal chiste: “A mí no me molesta que me digan ‘facho’, porque tengo buena pinta”, dice sin causar risas. Luego se sienta y saca un celular antiguo y le pone play a Los viejos camaradas, una de las más de 400 marchas alemanas y prusianas que tiene cargadas en el aparato. El bus ahora se mueve al ritmo de una orquesta militar.
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Al medio día en punto paramos a almorzar en Talca y luego de eso Juan González y Rubén Ballas se suben al bus. Conversan sobre los programas conmemorativos de los 40 años. A ambos les molesta que todas las emisiones se hayan enfocado –dicen- en reabrir heridas y polarizar al país.
González y Ballas hablan con el tono de quien hace rato ha encontrado certezas. Nadie en el mundo podría convencerlos de que Pinochet fue un dictador, que ordenó sangrientos ajusticiamientos, y permitió horribles métodos de tortura. Al contrario, están convencidos de que eso no ocurrió y que la reconciliación no existe. Como siempre, todo es culpa de la izquierda. “Ellos enseñan la historia de un lado y hoy los niños van a aprender sesgadamente en el colegio que Chile comienza en 1973”, reclama González con su vehemencia característica.

Juan González ha dado mil veces el mismo discurso. Se ha paseado por todos los canales, radios y diarios repitiendo por qué los militares salvaron a Chile. Escucharlo, sin embargo, siempre alimenta el asombro. Hace un año reafirmó su compromiso con el pinochetismo pese a la pública denuncia que hizo su hermana de haber sido torturada en dictadura, y hoy le ha dado con que los derechos humanos no existen. Sí, así de simple. “Los derechos humanos son un invento de la izquierda, igual que el secuestro permanente. Si esto fuera así, ¿por qué Aylwin, Frei y Lagos no hicieron nada por liberar a estos hombres?”, se pregunta con ironía. “Los derechos humanos se ocupan arbitrariamente y debo ser el único que no está a favor de ellos”, agrega.

Probablemente Juan González debe ser el único que a esta altura niegue la existencia de las violaciones a los derechos humanos, porque si algo ha quedado claro en los programas conmemorativos del 11 de septiembre, es que ese día comenzó una sangrienta represión por parte del Estado, pero González parece vivir en otro planeta. Le dan urticaria los comunistas, los socialistas y los democratacristianos, y no cree en la igualdad, porque –dice- eso no hace libre a las naciones. González aún no termina su intervención cuando decide sacar otro macabro conejo del sombrero: “Yo veo un peligro en el comunismo chino, porque nos están invadiendo con su economía. Nos está gustando un chocolate que nos va a terminar empachando. La izquierda está provocando la vuelta de las fuerzas armadas, se lo están buscando”, advierte.

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Violeta Rojas tiene 82 años, ocupa bastón para caminar, y nadie la acompaña en este viaje. En su bolso trajo dos mudas de ropa que combinan con la bandera chilena, la que viste y la que se pondrá mañana: un chaleco rojo, una falda azul, un sobretodo del mismo color, y una estola blanca. De esa manera –dice- pretende honrar a la patria a 40 años del “pronunciamiento militar”. “En la UP a mí me consideraban terrorista de derecha, porque fui, casa por casa, convenciendo a las esposas de los camioneros para que fueran al paro”, dice apenas nos sentamos a conversar cerca de Temuco.

De una bolsa plástica, Violeta saca una carpeta, y de ella, algunos de los papeles sobre Pinochet que ha acumulado en su vida. A través de recortes va relatando su propio “yo lo viví”: muestra una foto de Pinochet sonriendo vestido con uniforme blanco, una fotocopia de la lista de los “uniformados asesinados por los marxistas en acto de servicio”, una copia de la entrevista a Eduardo Frei Montalva –de octubre de 1973- titulada “Los militares han salvado Chile”, y el texto “Ya no hay tiempo que perder”, escrito por Álvaro Corbalán en abril pasado, y que es un desahogo a sus 22 años de prisión. Trae, también, una pechera con una consigna que resume la lucha de todos los que allí viajan: “Libertad a nuestros soldados del 73”.

En el bus todos cargan con algo que identifica su devoción hacia el General. En los maleteros viajan fotografías, pancartas, lienzos, recortes, banderas, y hasta chapitas con la cara del dictador. En la bolsa de Avon de Carola González, por ejemplo, hay un cartel escrito con letras de molde que dice: “Gracias presidente Pinochet por salvarnos la vida. La economía de Chile es obra del general Pinochet y las Fuerzas Armadas”. En ese mismo paquete, también, va uno de sus tesoros más preciados: un cuaderno con canciones conocidas a las que les ha reemplazado la letra, tal como lo hacen las barras bravas para alentar a su equipo. En el artesanal cancionero, Carola ha escrito temas como “Gracias Pinochet”, cantada al ritmo del Lili Marleen, la marcha favorita del dictador, y salvajadas de este calibre: “Con los huesos de Allende haremos un gran puente, por donde pasarán Augusto y sus valientes”.

-Yo no le paso mi cuaderno a nadie. Suponte se arma una guerra civil y averiguan que yo escribí estas canciones. Voy a ser la primera en morir -me dice cuando le pido que me deje leer lo que escribe.

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Rosa Soto es la única pinochetista de su familia. Tiene un negocio en Providencia y dice que la gran mayoría de sus clientes son de izquierda. Durante la tarde, se ha dedicado a motivar al grupo, y no encontró nada mejor que formar un coro con todos los que van al final del bus. A ellos les encargó que al momento de entrar a Puerto Montt deben cantar la clásica canción que lleva el nombre de la ciudad. Como nadie se sabe la letra, Rosa me pide que la busque en internet y que se la escriba en una hoja para que todos la ensayen. Minutos antes de llegar a Puerto Montt el coro se reúne y se apresta a cantar. Ruth García, una de las más fieles pinochetistas, hace una dedicación especial frente a la cámara de un celular: “Le damos muchos cariños a nuestro Alvarito Corbalán, que lo llevamos siempre en el corazón, porque fue un gran soldado de la patria. Así que va esta canción. Te queremos Alvarito”. Luego de eso, todos cantan Puerto Montt, sin alcanzar siquiera el tono. Ruth se entusiasma y recita la tercera estrofa del himno nacional, y canta “Gracias Pinochet”, al ritmo de Lili Marleen: “Nuestro general supo gobernar, con las fuerzas armadas había estabilidad. Fue un gran gobierno que supo dar seguridad, tranquilidad. Gracias, gracias Pinochet, fue un gran presidente usted”, dice la letra.

A las 23:30 de la noche llegamos a Puerto Montt. El viaje duró más de 15 horas. Nos alojamos en una residencial. Cae una llovizna y a paso lento todos se dispersan hacia sus cabañas.

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Hace una hora que es 11 de septiembre y Julio Corbalán aparece en un bar donde acordamos conversar. “Tengo 23 años. Soy hijo de Álvaro con Anita, que es la ex señora de mi padre”, dice presentándose. Julio es el hijo del medio de los nueve hermanos que son en total. Desde que tiene uso de razón, su padre ha estado preso. Corbalán, de hecho, se ha pasado más de la mitad de estos 40 años con el cartel de condenado por violaciones a los derechos humanos, y con un sangriento prontuario: cadena perpetua como autor del homicidio del carpintero Juan Alegría en 1984; 10 y 5 años, respectivamente, por los homicidios de los militantes del MIR, Lisandro Sandoval y Paulina Aguirre; 4 años por el homicidio del militante comunista Juan Rivera Matus; 12 años por el asesinato del periodista José Carrasco Tapia, en venganza por el atentado a Pinochet en 1986; y 20 años como coautor de la Operación Albania, donde murieron 12 miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Todos los homicidios camuflados bajo la explicación oficial de “muertos en enfrentamientos”.

Julio dice que su propio padre le ha contado las cosas como fueron, pero que prefiere no hablar de eso porque es personal. “Para mí esto ha sido parte de mi vida”, dice cuando le pregunto por cómo se cuenta esta historia en la familia. “Nunca me han interesado los detalles, porque sea lo que sea, a mi padre lo respeto y lo idolatro. Para mí, él siempre será un héroe”, agrega.

El heroísmo que Julio ve es el mismo que ven todos los que vienen en este viaje. Varios de ellos, incluso, visitan a Corbalán en Punta Peuco regularmente, y la propia Corporación 11 de septiembre fue creada por él en 1999. A través de ella, ha organizado una serie de actos destinados a enaltecer el legado de la dictadura y hacer activismo para lograr que los condenados por causas de derechos humanos obtengan beneficios judiciales de cumplimiento de penas. Así ha ocupado su tiempo en la cárcel: en mayo de 2011 ideó un plan de inteligencia destinado a Sebastián Piñera, para que anulara políticamente a Michelle Bachelet y neutralizara a los grupos subversivos en la Araucanía, y en junio del año pasado organizó el lanzamiento del documental Pinochet, en el teatro Caupolicán, donde gran parte de los asistentes fueron golpeados por contramanifestantes. El acto en la Carretera Austral también fue ideado por él y es Julio quien lo representará en la ceremonia.

Julio está orgulloso de ser pinochetista. Se refiere al dictador como “mi general” y en la solapa de su chaqueta lleva prendida una moneda de diez pesos, de las que se acuñaron desde 1981 hasta 1990, y que por su cara tenía la imagen de un ángel rompiendo unas cadenas atadas a sus manos, bajo el manifiesto: “República de Chile, 11 IX 1973”. Esa imagen es el logo de la Corporación. “Soy pinochetista, pero no caigo en el pinochetismo fanático, porque soy un pinochetista moderno”, dice para definirse. “Soy una persona consciente de los errores y de los logros del gobierno militar”, añade.

En la columna de los logros, Julio pone al Metro, la cueca como baile nacional, la construcción de la Carretera Austral y el manejo económico. En la columna de los errores ubica a “los muertos del gobierno militar”, aunque tiene una particular explicación para relativizar los hechos: “hay casos y casos. Por ejemplo, el oficial que llega a su casa y pilla a su señora con el amante, y le pega tres balazos. A él nadie le dio una orden, pero tomó ‘justicia’. Ese caso se suma a los tres mil de los derechos humanos”, explica, para luego insistir con vehemencia sobre los muchos ejecutados que arrancaron del país y están vivos: “Hoy los derechos humanos están fiscalizados por humanos que no se caracterizan por ser derechos, por eso rescato el legado del gobierno militar, más allá de los derechos humanos”.

En esta lucha entre militares y violaciones a los derechos humanos, Julio ve asimetría. Obviamente, no se refiere a la desinformación que tienen los familiares de los detenidos desaparecidos sobre el paradero de sus parientes, sino que a lo complicado que resulta hoy ser un férreo pinochetista: “Es muy distinto salir a la calle reclamando con un cartel que dice “¿Dónde están?”, a salir con uno que diga “Yo soy pinochetista”. A nosotros nos callan, nos oprimen, y puedes perder hasta tu pega. ¿Dónde está la verdadera libertad de expresión?”, se pregunta. Y luego reflexiona sobre la justicia: “No creo en ella, hasta Spiniak y el cura Tato tienen beneficios, pero el preso político militar no. Eso es inconstitucional”.

Más allá del ímpetu que Julio le pone a esta tarea, y de las ganas por mostrar una cara amable del pinochetismo, lejos del fanatismo a veces desaforado de algunos que viajaban en el bus, lo cierto es que la proyección del movimiento en términos políticos es bien pobre. Idolatran tanto al dictador que su receta para la prosperidad es simplemente mantener toda la obra como está y pedir por la libertad de los soldados del 73. Nadan, en definitiva, contra la corriente de todo lo que ha sucedido en los últimos años en las calles y al interior de varios partidos políticos, donde se ha cuestionado gran parte de eso que Julio denomina “el legado de mi general”.

De vuelta en las cabañas Julio se fuma cuatro cigarros al hilo. Él es uno de los tres jóvenes que viajan en el bus, donde el 90% supera la tercera edad. La no renovación es algo que también amenaza con extinguir a este grupo compuesto por apenas 50 socios activos. Siendo generosos, probablemente en 20 años más ninguno de ellos exista. Mientras todos duermen, Julio se esfuerza por explicar de dónde van a provenir las nuevas generaciones que salvarán al pinochetismo de caer en la marginalidad: “Nosotros vivimos las consecuencias del gobierno militar y para eso hicimos el documental, para hablarle a las mentes modernas. Un alto porcentaje de Chile es pinochetista y yo mismo conozco muchos jóvenes. Lo que pasa es que cada vez somos más reprimidos. Creo que nuestra lucha es como uno de los gritos que se hicieron hoy en el bus: ‘mientras Chile exista van a haber pinochetistas’”, dice, mientras apaga el último cigarro y explica por qué quiso hablar: “no queremos dar la impresión de que acá hay sólo un pinochetismo extremo. Cuando dicen que el único error del gobierno militar fue haber dejado tantos comunistas vivos, a mí también me choca”.
***

A Juan González no le cabe la sonrisa en la cara. Vamos camino a Caleta La Arena y se ha enterado que Manuel Contreras, al igual que él, negó anoche en CNN las violaciones a los derechos humanos. En el bus todos tienen algo que decir:

-Haber condenado a gallos por el secuestro permanente es una cosa tremenda. En un rato más vamos a tener ciudadanos con 140 años, todavía están secuestrados esos hueones –dice González entre carcajadas.

-Espérate no más, el próximo año los comunistas van a decir que el general le pegaba patadas en el hocico a los cabros chicos –interrumpe Vicente López, un anciano que también va en el bus y que vende banderas chilenas a $500.

-Sinceramente, si tú eres un ejército y yo soy otro, y yo respeto tus derechos humanos yo voy perdiendo la guerra –le dice González.

-La única verdad es que ustedes son militares y juraron por la patria, y ahora estamos volviendo al tiempo de antes –afirma Ruth García. Y luego recita casi con arrebato religioso: “Cuando la patria está en peligro se recurre a Dios y al soldado. Cuando el peligro ha pasado, Dios es olvidado y el soldado encarcelado”.

En los 45 minutos que dura el viaje, Ruth García grita ocho “ceacheí” en nombre de Pinochet, de la Junta Militar, de las Fuerzas Armadas, de Álvaro Corbalán, y de la “señora Lucía Hiriart”, como le dicen en el bus a la esposa del dictador.
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En Caleta La Arena hay cerca de 30 personas esperándonos. Algunos han viajado en avión desde Santiago y otro grupo desde Puerto Montt. El único representante de la familia Pinochet es Augusto III, el nieto del dictador que fue dado de baja luego del discurso que dio en el funeral de su abuelo.
El monolito está cubierto por una tela y, al lado, Juan Bautista Vásquez viste su impecable sotana. Manda un saludo a la cámara que sostiene su hijo: “En este lugar del extremo sur de América gritamos al unísono: ¡Viva Chile! ¡Viva el general Pinochet! ¡Viva la Junta de Gobierno! Desde la carretera Austral para el mundo entero”.

En el estrado, Julio Corbalán hace de maestro de ceremonia. Se escucha el Bando N°1, la canción nacional y luego vienen los discursos. Habla Elena Fornet, presidenta de la Corporación 11 de septiembre, Patricio Hidalgo, dirigente de Avanzada Nacional, Sergio Contardo, general de la brigada aérea, Juan González, que nuevamente repite que los derechos humanos no existen, y Augusto III, quien llama a los pinochetistas a la acción: “Les agradezco todo el esfuerzo que han puesto para llegar acá, pero no se dejen mermar por la propaganda, no vean televisión, no vean esos programas de mierda que lo único que hacen es mentir”. Luego de eso descubren la placa al ritmo de la canción Alborada: “Con gran visión geopolítica, el general Augusto Pinochet, presidente de Chile, dispuso la construcción de esta carretera… a 40 años del 11 IX 1973, se inaugura este monolito recordatorio como símbolo de la unidad de los chilenos, de reconocimiento, paz, armonía y reencuentro”, dice el mármol que fue donado por un arquitecto.

Los oradores firman el acta y suena la canción Libre, de Nino Bravo. Todos cantan. Julio Corbalán abraza a Juan González y Aurora Escopelito se enjuga las lágrimas: “Esta canción siempre me ha emocionado”, dice entre sollozos. Luego de eso, Juan Bautista bendice el monumento como si estuviese cantando una plegaria en latín, mientras el resto dice amén luego de cada frase: “Que dios todo poderoso bendiga las almas de los héroes que le dieron la libertad a Chile, al general Pinochet, a la junta de gobierno y a todo soldado de la patria”, dice mientras mueve el incensario.

Al terminar el acto, seis hombres remueven unas piedras que afirman la estructura y cargan el monolito como si fuera un ataúd. Como si se tratase de una pieza más de utilería, lo suben a una camioneta, le ponen una colchoneta encima para que no se ralle, y ante la mirada desconcertada de todos, parten con él a esconderlo en algún lugar secreto del Sur.

-Solicitamos permiso hace rato y adrede nos dieron fecha de evaluación para fines de septiembre. Así que lo llevamos de vuelta hasta que podamos instalarlo definitivamente –explica Julio Corbalán.

***
El viaje de regreso lo hacemos de noche. Mientras avanzamos nos llegan noticias de Temuco y Talca, donde está cortada la ruta. El dato lo tiene Julio Corbalán que se encarga de gestionar la posibilidad de una escolta de carabineros para cuando pasemos por esos lugares. Mientras, en varias poblaciones de Santiago hay barricadas y en el Estadio Nacional se hace la tradicional romería, Christián Jara pone su teclado en los respaldos de dos asientos y en el pasillo se arma la fiesta. Todos bailan como si se tratase del cierre de una gran celebración. Mientras el bus se mueve a 100 kilómetros por hora, suena la Lambada, la Bilirrubina, Yo no fui, y un par de canciones Axé.

La noche se hace larga, y tal como ocurre en los paseos escolares, son varios los que se la pasan en vela. A las tres de la mañana, y mientras la mitad del bus duerme, Juan Bautista realiza la última plegaria: “Después de 2000 kilómetros tenemos que pensar qué vamos a hacer cuando lleguemos a Santiago. Yo los invito a pedir por la liberación de los soldados del 73, y a ocupar todos los medios para presionar por que eso ocurra”, dice antes de volver a su asiento y dormirse.

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