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Opinión

26 de Octubre de 2013

Después del final

  El pasado histórico vuelve en oleadas. Hasta hace no muchos años las historias de la II Guerra Mundial seguían casi siempre un hilo narrativo o un crescendo que culminaba en un final tajante, de apoteosis o de apocalipsis: la liberación de Europa, la bomba atómica sobre Hiroshima, los soldados aliados o soviéticos llegando a los campos […]

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El pasado histórico vuelve en oleadas. Hasta hace no muchos años las historias de la II Guerra Mundial seguían casi siempre un hilo narrativo o un crescendo que culminaba en un final tajante, de apoteosis o de apocalipsis: la liberación de Europa, la bomba atómica sobre Hiroshima, los soldados aliados o soviéticos llegando a los campos de exterminio, los últimos días y las últimas horas de Hitler en el búnker de la Cancillería. Son materiales poderosos, golpes orquestales que satisfacen la congénita necesidad humana de que cada historia tenga un final, y que sea además un final equiparable al proceso de lo que condujo hacia él. A pesar de la advertencia aleccionadora de T. S. Eliot, queremos que si el mundo termina termine con una explosión, no con un quejido. Como el que lanza una piedra y la mira alejarse y espera su caída, queremos que nuestras historias sucedan con una claridad parabólica. Queremos que los misterios tengan solución, que los crímenes parezcan indescifrables pero que se resuelvan, que las películas acaben en un desenlace, y lo queremos desde niños, desde que nos atrapa por primera vez el hilo más o menos complicado que transcurre entre el érase una vez y el colorín colorado, este cuento se ha acabado. Lo queremos en la ficción, pero también se lo exigimos a la realidad. Pero como en la realidad no hay finales, o son finales poco claros, y están mezclados con desviaciones y principios, como un metal suele estar mezclado con impurezas, nosotros proveemos una conclusión por el expediente simple y efectivo de perder interés, o de negarnos simplemente a saber más, o a seguir preguntando. Nos apasiona el relato del cautivo, pero sólo hasta el momento en que sale de la prisión o del campo. Después de las imágenes de una ciudad inundada por las multitudes que aclaman al ejército liberador lo más adecuado es el cierre en negro y la palabra FIN. Como máximo, podemos seguir interesándonos por esas escenas en sombrío blanco y negro del proceso de Núremberg.

Quizás el giro narrativo empezó con la formidable Postguerra de Tony Judt, a quien por cierto, y dado el camino por el que ha ido el mundo en los pocos años pasados desde su muerte, se echa más de menos cada día. Pero Postguerra tiene el inconveniente —narrativo, no histórico— de que su extensión y el período tan largo que abarca diluyen en la lectura el efecto dramático de los tiempos inmediatamente posteriores a la llegada nominal de la paz. En un libro de más de mil páginas que se prolonga hasta la guerra de Irak los primeros capítulos por fuerza se debilitaban en el recuerdo. O era quizás que uno mismo, como lector, todavía no era capaz de enfocar su atención plena en lo que sucede después del punto final que su imaginación da por definitivo. De que después de la derrota del nazismo siguieron ocurriendo en Europa cosas atroces yo no empecé a ser consciente hasta que no leí, el año pasado, Continente salvaje, de Keith Lowe, que abarca los años más duros y todavía sanguinarios de la posguerra. Descubrir barbaridades que no conocía no fue más inquietante que comprobar la eficacia de mis prejuicios: si no había aprendido más sobre la historia europea posterior a 1945 había sido por pura desgana narrativa.

Por fortuna la oleada continúa, y ahora acaba de publicarse en inglésYear Zero, de Ian Buruma, que se ciñe a la historia de los siete meses de 1945 que transcurren desde la rendición de Alemania. Ian Buruma es más un excelente ensayista literario y político que un historiador. Eso no le hace ser menos riguroso, pero le permite usar con mucho talento una vinculación personal con ese tiempo que él no conoció: al final de la guerra, uno de los millones de desplazados que se movían como espectros entre las ruinas de Europa era su padre, un muchacho holandés de veinte años que había sido llevado a Alemania como trabajador forzoso y recordó toda su vida y le contó a su hijo el terror de los bombardeos aliados sobre Berlín, el silencio increíble que cayó sobre la ciudad arrasada después de la rendición.

 

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