Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

28 de Noviembre de 2013

Los vagos

Últimamente, mientras deambulo por la ciudad, acostumbro fotografiar vagabundos. Aunque algunos no se den cuenta, están por todas partes. No caben entre aquellos a los que se considera “gente pobre”. Obviamente lo son, porque no poseen nada, pero a estos no les interesa tener más. Miran al resto con desdén. De pronto parece que la […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

Últimamente, mientras deambulo por la ciudad, acostumbro fotografiar vagabundos. Aunque algunos no se den cuenta, están por todas partes. No caben entre aquellos a los que se considera “gente pobre”. Obviamente lo son, porque no poseen nada, pero a estos no les interesa tener más. Miran al resto con desdén. De pronto parece que la humanidad les incomodara. No acostumbran pedir dinero, sino que lo aceptan. Desde el momento mismo en que suplican por él, dejan el estado de vagabundo para pasar al de menesterosos. Un día, mis hijos vieron a uno durmiendo en la vereda de la casa y corrieron a prepararle unos sándwiches para cuando despertara. Esperaron pacientemente que volviera en sí, y cuando lo hizo, junto con los emparedados le llevaron manzanas y un yogurt. Sin decir palabra, el hombre echó a un lado los sándwiches y las manzanas, y sólo cogió el yogurt. Acto seguido, agarró su bolsa de alambres, y mientras raspaba los últimos restos del tarro plástico con el dedo, les dio la espalda, y se fue. Sólo unos pocos piensan que el mundo les debe algo; para la mayoría, la humanidad importa un bledo. Habitan en otra frecuencia. Pueden desnudarse en la calle con la naturalidad con que nosotros lo hacemos en la soledad de un bosque con pájaros. No hay razones para tener vergüenza y no defecar apoyados en un poste de luz. Médicamente se les considera locos, y lo son, pero de una jerarquía muy particular. Estos locos andan sueltos, diríamos que orgullosos de su condición. Prefieren arrumarse en las sombras de un pasaje, antes que ponerse pijama en los dormitorios de un albergue cristiano. Si llegan ahí, es por extrema necesidad, así como cualquiera de nosotros dormiría con gusanos en la selva con tal de sortear un temporal. Se visten con lo que la humanidad abandona. Con las hojas de los árboles. Defienden a ultranza y sin explicaciones “el estilo propio”. Por el Parque Japonés, entre Plaza Italia y Miguel Claro (aunque a veces puede llegar mucho más arriba), se pasea un hombre forrado con bolsas plásticas negras. Se hizo incluso un turbante con esas bolsas de basura, perfectamente combinado con el resto de su atuendo. Por ningún motivo parcharía su traje con una colorida bolsa de supermercado. Una ciudad sin vagabundos es un recinto extremadamente controlado. Temo usar para ellos la palabra libertad, pero es, finalmente, la que más les acomoda. Nada les dice la riqueza. De las discusiones políticas saben tanto como de cosméticos. De pronto, les asoma un pasado extraviado. Sucedió hace poco en el Paseo Ahumada, donde pusieron unos pianos en la calle. Un vagabundo cubierto por una manta infantil estampada de perros dálmatas se acercó a uno de ellos. Tanteó las teclas como un niño las manos de su madre, y al cabo de unos minutos estaba interpretando “Trilogy”, de Emerson, Lake and Palmer. Unos que pasaban le dejaron unas monedas sobre el piano, que él recogió de pronto, al tiempo que cubría su cabeza con la frazada, y corría hasta perderse. No es lo mismo vagabundo que pordiosero: mientras estos últimos viven de causar pena, es el orgullo lo que mueve a los primeros.

Notas relacionadas