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Opinión

18 de Febrero de 2014

Homenaje a ser periférico

Vía Noesnalaferia Que tu dormitorio sea de tres por tres. Que tu living-comedor se confunda con el comienzo de la pieza matrimonial, o que el antejardín equivalga para tu sensibilidad a diez parques San Martín de Mendoza, dicen algo muy concreto. Es eso a lo que no suele darse bola en los cientos de estudios […]

Richard Sandoval
Richard Sandoval
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Vía Noesnalaferia

Que tu dormitorio sea de tres por tres. Que tu living-comedor se confunda con el comienzo de la pieza matrimonial, o que el antejardín equivalga para tu sensibilidad a diez parques San Martín de Mendoza, dicen algo muy concreto. Es eso a lo que no suele darse bola en los cientos de estudios que se escriben día a día sobre marginación, desigualdad o pobreza: los efectos de la arquitectura cotidiana en la vida de las personas.

Así como la cosmovisión de quien vive en una mansión de Vitacura está abierta al mundo y da el poder de la libertad de desplazamiento; la de quien saca las garras en un block de la periferia está restringida -desde el nacimiento- por rejas en punta, ruidos íntimos de la pieza de al lado, la cumbia a todo chancho del vecino, o los inminentes muros de vulcanita que asemejan a la muralla china en plena villa o población.

Esa característica fundacional, es la primera y más importante marca de un periférico. El espacio, el territorio, y las distancias, serán el designio que guiará el desplante por el resto de la ciudad de quien resida en las afueras de la circunvalación Américo Vespucio. Sin ninguna carga subjetiva, es la pura realidad geográfica la que organiza al cerebro en prever cuántas horas “antes de” tengo que poner el despertador, si el carrete es o no con quedarse, o hasta qué hora puedo pololear en una plaza del barrio alto antes de que el Metro cierre sus puertas y de paso mi retorno.

Ser periférico en Santiago -y obviamente en todas las grandes urbes de Chile y el mundo- es una pertenencia a un club inconsciente, cuyos millones de miembros anónimos se mueven sabiendo a todo minuto de donde vienen y hacia dónde tienen que volver. Es el club de los que al subirse a la micro en la que pasarán una hora de viaje eligen su asiento favorito como si en ello se jugaran la vida. Es el de los que cuando se quedan sin saldo en la Bip saludan al chofer como si se tratara del más importante diálogo diplomático de Naciones Unidas. Es la asociación implícita entre quienes a las 3 de la mañana de un viernes deben esperar media hora para que pase la 210, la 201, 516 o 401. Son esos pacientes ciudadanos, los que con sólo mirarse a los ojos y ver audífonos en las orejas de su compañero silente, comparten el temor de quedarse sin batería en el celular y no tener ninguna cumbia, reggaeton o música clásica que escuchar en el largo trayecto a casa; trayecto hecho con la mochila amarrada a los brazos cual beso del amor eterno.

El club de la periferia es el de los que pase lo que pase se aferran a las tres gambas que garantizan un par de sopaipas antes de subirse a la micro. Es el de los que conocen todas las combinaciones posibles en el Metro. Es el de los que dividen el mapa de Santiago en estaciones y colores express. Es el de los que pierden los documentos por lo menos una vez al año debido a tantas sacadas de billeteras producto de las cientos de combinaciones realizadas en la temporada. Es el de los que caen inexorablemente en mapcity cada vez que van a un lugar en Las Condes, Vitacura, Lo Barnechea o La Reina, comunas a las que indistintamente nombran Las Condes. Es el de los que no tienen la más remota chance de tomar un taxi para regresar y dormir en paz.

La clandestina ONG de los periféricos, esos que se reconocen a kilómetros y se ayudan sin decirlo, es la de los que cuando oyen “centro” se imaginan la plaza de Armas de su comuna, con su vieja ferretería que resiste la revolución del capital, con su oxidado vendedor de mote con huesillos, y su increíblemente gordo promotor de la farmacia del Doctor Simi. Es la de los que saludan a su guardia buena onda del ServiEstado. Es la de los que una vez a la semana atraviesan cinco comunas -mínimo- en estado de ebriedad antes de pisar casa propia (o arrendada). Es la de los que cuando les preguntan a qué colegio fuiste, responden “a uno de mi comuna”, sabiendo que su establecimiento no se ha escuchado ni en pelea de perros, pero con el orgullo laborioso de saber el nombre de todos sus compañeros que quedaron en la U tras años de intenso sacrificio familiar. La de los que sienten el trabajo de los papás de sus amigos como propio. La ONG de los periféricos, es la de las mamás que reciben sin falta una tarjeta de cumpleaños del alcalde de turno, sea este trosko o neoliberal. Esa tarjetita, firmada por una impresora, JAMÁS TE LLEGARÁ A TI, aunque seas el mejor militante de tu partido político.

La cruzada de los periféricos, es la de los que tienen por lo menos un familiar sanguíneo que estudió en un liceo politécnico. Es la de los que aún tienen un peladero como punto de referencia. Es la de los que cuando niño se enredaban en las tiritas multicolor que adornaban la carnicería del barrio. Es la de los que dicen “voy a Santiago”, como si se tratara de un diario reto al destino; de una posibilidad de jugar en el Barcelona y romperla, en representación de todos los que esperan tu gloria. Es la de los que van “al Bella” como un gran evento mensual, que considera hacer cagar la cuenta RUT en los cajeros del Patio Bellavista -cola incluida-. Es la de los estudiantes que dejan las patas y la garganta vendiendo hamburguesas de soya o empanadas para autosustentarse o poder salir de vacaciones.

Es la de los que de niño fueron paseados por un “tren” que recorría las cuadras cercanas a la casa por la módica suma de $200. Es la de los que recibieron como regalo de cumpleaños una entrada para ver a Cachureos en el gimnasio municipal, días en que bailar La Mosca era la vida. Es la de los que recuerdan la pavimentación de la calle de afuera de su casa, cuando el olor a tierra mojada te trasladaba al paraíso junto a todos tus seres queridos, dejando mágicamente tu honrosa reja de madera para que ingresaran por ahí los viejos del saco, que no eran más que compañeros de especie que aún no encontraban refugio para pasar las noches.

Es la de los que, con un incuantificable número de amigos, dieron origen a por lo menos una tribu urbana que más tarde llegó a la tele. Es la de los que juntaban las chauchas para viajar al Parque Bustamante a desafiar a los skaters pudientes, quienes pese a tener los implementos más bacanes cedían ante el poder del talento popular de los periféricos. Es la de los que a eso de los 15 conocieron los placeres de la carne en un cuchitril de medio pelo al son del reggaeton, bajo el título -al límite de la Ley- de “discopeque”. Es la de los que recuerdan la primera vez que fueron al McDonald como hito de los 90. Es la de los que, al igual que el Peyuco en “Amores de Mercado”, aprendieron a tomar los palitos del sushi con mayoría de edad. Es la de los que antes de pizza comieron piksa. Es la de lo que cazaron lagartijas veranos eternos con un helado de $50 en la mano izquierda (ojalá marca Melevi), mientras la derecha sujetaba el lazo. Es la de los que, entregados al barro, sin pudor jugaron todo lo posible con una pelota, desde “los países” hasta “el bate” -versión chilena del beisbol-, pasando por la excitante EsCoNdIdA pElOtA.

La misión de los periféricos, es la de los que hoy conviven con un barrio industrial en su comuna. Barrios productores de papeles, harinas, o los más variados productos gourmet que luego terminarán en el refri de los que en lugar de humo tienen áreas verdes para regalar felicidad en exceso. La misión de los periféricos es la de los que ven el nombre de su tierra abriendo la sección policial de los noticieros de la tele, que hacen de la sangre hermana un espectáculo sin complejidades. Es la de los que prestan atención al informe del tiempo para ver qué planchan para salir mañana a estudiar o trabajar. Es la de los que alguna vez witriaron en la micro de regreso de alguna fiesta que marcó sus vidas para siempre. Y regresaron de mañana, porque a cierta hora de la noche, recibieron un llamado de su madre, reina de la periferia, quien con la voz más dulce jamás escuchada, les dijo: “prefiero que te quedes allá”.

Porque el ir y volver de un periférico es una seguidilla de batallas libertarias, las que te presentan todo tipo de escollos antes de poder pararte de igual a igual con un no periférico, en todo orden de cosas. Lo luminoso de esto, es que tantas aventuras convierten las cicatrices y bellezas adquiridas en la principal fortaleza para repetir otra vez lo que ya repitieron Arturo Vidal, Alexis Sánchez, Carlos Tévez o Juan Román Riquelme: el triunfo inexorable de la calle, cimentado por generaciones y generaciones de lucha.

Con amor para: Maipucinos, puentealtinos, floridanos, pudahuelinos, peñalolinos, sambernardinos, quilicuranos, pintaninos y todos los periféricos del mundo uníos. Venceremos.

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#periféricos#periferia

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