Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

12 de Junio de 2014

Ana Urrutia, 35 años, ex católica y educadora en salud: “En mi casa nadie me habló de sexo”

Este testimonio forma parte de un reportaje de Verónica Torres para la revista The Clinic del 27 marzo 2008, donde se reunieron cinco experiencias de distintas mujeres que se habían practicado un aborto en Chile.

Archivo The Clinic
Archivo The Clinic
Por

Ana Urrutia

Me internaron a los siete años en un colegio de monjas. Mi familia siempre fue religiosa, de campo, de Puerto Montt. Son agricultores. Tienen animales y cultivan papas. Jamás se les ha pasado por la mente que yo me hice un aborto. Nunca les he dicho cómo, tampoco les dije cuando me embaracé por primera vez. Tenía cinco meses y me fajaba.

Me cagaba de miedo de contarles. Tenía 18 años y con mi pareja teníamos relaciones sexuales porque me parecía que así tenía que ser. En mi casa nadie me habló de sexo. Lo único que sabía era por mis amigas que ya se habían iniciado y había mucho mito: que a la primera no te embarazabas, que si él eyaculaba afuera tampoco. No sabía del condón y me olvidaba de las pastillas y cuando me acordaba me mandaba tres pastillas al tiro.

Mi mamá se dio cuenta sola del embarazo y mi papá supo a los 9 meses. Recuerdo que dijo “se caen los aviones y no te ibas a caer tú”. Si hubiera sabido que iba a decir eso no me habría amargado tanto. Cuando tuve a mi hija me puse a trabajar como secretaria hasta que me ofrecieron un puesto como educadora en salud por los derechos sexuales y reproductivos. Hacía talleres a mujeres pobladoras. Ahí me hice feminista, pero no estaba de acuerdo con el aborto porque pensaba: “Yo tuve a mi hija, me arriesgué a que me dieran una paliza, a que me echaran de la casa. ¿Si yo pude por qué otra no puede?”.

Entonces, enjuiciaba, me consideraba buena y al resto lo encontraba malo. Hasta que fui a México a perfeccionarme y conocí una clínica donde a las mujeres que les fallaba el método anticonceptivo les ofrecían hacerse un aborto. Ahí pasé a pabellón y cuando tú estás en un país donde respetan tus derechos y no tienes que esperar 20 semanas lo que sale de tu útero no es una guagua, es un coágulo de sangre.

Después fui conociendo a mujeres que habían abortado y se habían introducido un montón de cosas y tenían perforado el útero. No era justo. En los países desarrollados las mujeres que abortaban no eran maltratadas. No sentían culpas ni cargas.

Entonces, con 28 años me vi embarazada de nuevo y eso que había usado, correctamente, el método. Fue extraño porque esta vez ya sabía que hacer, cómo hacerlo, pero igual me preguntaba ¿por qué me pasa esto? Es que cuando uno tiene un hijo se da cuenta que no es sólo el embarazo sino que la guagua crece y tiene necesidades: jardín, ropa, educación…
Yo no me veía a cargo de dos niños. A las seis semanas, contacté a un médico que había perdido su trabajo por hacer abortos. Me hizo el raspaje en mi casa y me puso anestesia local. El procedimiento duró 40 minutos y costó 250 mil pesos que no me dolieron porque yo veía el “costo-beneficio”: un parto me iba a salir más de 250 lucas y criar una hija no es un año, son 20, 25.
Con mi pareja terminamos al tiempo porque me di cuenta que para él era fácil decir “yo te apoyo” si era yo la que tenía que abortar, o era yo la que iba a ser mamá y él, opcionalmente, papá.

Recuerdo una mujer que me contó que la suegra le había hecho siete abortos porque vivían de allegados con el marido y él no decía nada. Ahí te das cuenta que la paternidad es una opción que muchos ejercen dando 33 lucas mensuales, o llevando al niño a un partido de fútbol, o acordándose que son padres cuando el hijo está criado y titulado. Al final, toda la responsabilidad recae sobre nosotras. Así me pasó cuando fui madre soltera. A veces pienso que no aborté porque pensé que era pecado. Yo creo que eso del asesinato pesó mucho en mí. Yo creía que desde que latía era una guagua. Creía en la Iglesia hasta que quise poner a mi hija en un colegio de monjas donde yo había estudiado y me dijeron “usted es soltera y nosotros recibimos a las niñas que son de matrimonios bien constituidos”. Entonces me lo empecé a cuestionar todo. Tantos años yendo a misa, leyendo la Biblia, escuchando que para Dios éramos todos iguales y en la realidad me daba cuenta que no.

Me sentí discriminada y me di cuenta que no era capaz de juzgar a nadie. Que si yo quise tener a mi hija a lo mejor fue por cobarde, a lo mejor fue porque quería tenerla, a lo mejor me dio miedo vivir el aborto porque no lo conocía, pero si habían personas que tomaban una decisión seria, porque cuando tú ves a todos estos niños que están en la calle, pidiendo plata, estacionando autos, te das cuenta que los niños deseados no están en la calle, están con sus familias en la casa. Imagínate, ahora lo de la píldora. En Puerto Montt nos estamos manifestando porque si a mí se me rompió el condón, se me olvidó tomar la píldora, si mi dispositivo está mal controlado y se corrió, ¿voy a tener como castigo que asumir una maternidad que no planifiqué? ¿Aún cuando no esté preparada, no tenga pareja, o no tenga plata? No es justo. Hay que tener una alternativa y entender que los que quieren usar la anticoncepción de emergencia son responsables porque así evitan hijos no deseados. Porque si una mujer no tuvo plata para pagar un aborto y no lo quiere tener lo más seguro es que el día de mañana vaya a parir la guagua y la vaya a matar, y eso es peor.

Notas relacionadas