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Opinión

14 de Agosto de 2014

Editorial: Beatos

Cuando nació The Clinic, el año 1998, el resumen de lo indeseable se llamaba Pinochet. No se trataba exactamente de un odio personal, aunque la suma de todo lo que aborrecíamos quedara contenida en él. El enemigo era el pinochetismo, es decir, en primerísimo lugar, la intolerancia. Al menos nosotros, no defendíamos una verdad, sino […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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EDITORIAL beatos

Cuando nació The Clinic, el año 1998, el resumen de lo indeseable se llamaba Pinochet. No se trataba exactamente de un odio personal, aunque la suma de todo lo que aborrecíamos quedara contenida en él. El enemigo era el pinochetismo, es decir, en primerísimo lugar, la intolerancia. Al menos nosotros, no defendíamos una verdad, sino que atacábamos una imposición. Existía el tema de los derechos humanos, pero esa era una herida más que una causa. La verdadera pelea consistía en romper la camisa de fuerza. Demasiadas cosas eran consideradas inaceptables. A Pinochet todavía se le trataba con respeto. La izquierda también tenía sus santones.

Una vez llegó a nuestras oficinas una comitiva del Partido Comunista a advertirnos que estábamos perdiendo el rumbo, y sólo atinamos a responderles de qué rumbo nos hablaban, porque la verdad es que nosotros estábamos en un torbellino, y sólo teníamos claro que no nos gustaban los profesores en la montonera. El Chupete Aldunate se reía de los viejos cuicos con papada, esos que ven a los melenudos, a los marxistas, a los indios, a los maricas y a los ateos como miembros de otra especie. Se reía remedándolos con cercanía, sin ridiculizarlos mucho más allá de la idea que ellos tenían de sí mismos. Lenin Peña hacía lo propio con los militantes ultra consecuentes de la izquierda, los devotos de la iglesia socialista, los luchadores de tiempo completo, los profetas de la redención. Entonces todavía la norma moral la dictaba el Chupete.

El viejo se murió antes de conocer las biografías de Maciel y Karadima. Le habría resultado insufrible ver a Lenin Peña roncando más fuerte que él. “Increíble hasta dónde han llegado estos rotos ignorantes”, habría dicho, “les dimos la mano y se tomaron el codo”. Derrotados los antiguos pechoños, una nueva casta de sacerdotes se tomó el ágora. Igual que a los de antes, nada les gusta tanto como juzgar y condenar. La palabra “acuerdo” les produce repugnancia, porque para quien posee una verdad, cualquier renuncia a ella constituye traición o cobardía. Escuchan la frase “en la medida de lo posible”, se imaginan a Patricio Aylwin y se les erizan los pelos. La consideran muy estrecha, incluso antes de discutir su ambición.

Quizás se deba a que tienen una aspiración tan fantástica que no cabe en ninguna medida de lo posible, porque si se piensa sin atolondramiento, absolutamente todo lo realizable existe ahí. Les desagradan los matices, porque les parecen poco recios. Avanzan con su bandera en alto, como los curas de la inquisición lo hacían con la cruz, mandando a los infiernos a cualquiera que ose cuestionarlos. Son rápidos para descubrir pecados, y si no los hallan, los inventan, porque aquel que no piensa como ellos, es obviamente un pecador. Pontifican día y noche en las redes sociales, en lugar de decir “amén” retwitean, y si argumentando son débiles, para insultar son maestros.

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