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Cultura

29 de Octubre de 2014

Adelanto de “Soy de Cobreloa”: El día en que Pinochet acusó violencia en el Estadio Nacional

Era la Final de la Copa Libertadores de 1981. En el partido de ida, en Maracaná, Flamengo le ganó a Cobreloa (Chile) por 2-1. El de vuelta se disputaba en el Estadio Nacional. Mario Soto, capitán de Cobreloa, jugaba tan sucio que hasta Pinochet encontraba que se le pasaba la mano. Esta es una de las historias que recoge el libro "Soy de Cobreloa" del periodista Carlos Vergara que fue editado por Lolita Editores y será lanzado este domingo 2 de Noviembre a las 16 horas en la FILSA de Estación Mapocho.

Por

soydecobrelo
CAPÍTULO 2
El zapatazo de Merello por sobre la barrera, que alcanzó a desviar Leandro, dejó lelo a Raul y el Chueco recorrió toda la cancha celebrando a la antigua, con los dos brazos en alto.

“Para gritarlo cien, doscientas, mil veces. Esa pelota que va llegando a la red no solo significó el triunfo y los pasajes a Montevideo, sino que le hizo justicia al equipo que merecía ganar. Por más guapo y por mejor. Una mano a la entrada del área, tiro libre y el cañonazo de Merello que se desvía levemente en la cabeza de Leandro para dejar vacías las manos de Raul. Mozer ya lo sufre. Olivera, Soto y Puebla lo gritan. ¡Gol!… ¡Golazo! Para seguirlo gritando por mucho tiempo”, reseña una crónica de la época.

Por supuesto, el festival de patadas se intensificó, con un estupendo puntapié de Alarcón y un nuevo planchazo a Puebla que demostró de qué madera estaba hecho el Ligua. Soto volvería a la carga, esta vez contra Lico. El resultado: el brasileño terminó alegando con un grueso corte en la oreja, producto de otra caricia del capitán naranja.

La mitología brasileña de la época, estampada en sus diarios en aquellos tiempos en los cuales nadie desmentía nada, instaló al mismísimo general Pinochet en las tribunas y, de acuerdo con esta versión, el propio dictador habría condenado la violencia de Mario Soto ejecutada en el mismo estadio en el cual hasta hace pocos años antes se torturaba a día claro.

“¿No se le estará pasando la mano a nuestro Mario Soto?”, fue la imposible pregunta del general, supuestamente dándose la vuelta para comentarlo con alguien a sus espaldas, acaso un escolta u otro militar de turno, según la versión de un matutino brasileño.

(…)

Solo faltaban tres minutos, cuando el técnico de Flamengo, Paulo Cesar Carpegiani, tomó la decisión que marcaría
otras vidas, especialmente la de un moreno delantero de un metro ochenta y dos.

El entrenador se dio vuelta hacia la banca y le hizo un gesto a Anselmo, el mismo señor que en este preciso minuto sigue sacando cuentas y balances de una escuela pública en Quarteira, para que se acercara y le dio la instrucción que acabaría con su carrera.

–Vai lá e dá um soco na cara do Mario Soto –le dijo.

Eso, en una traducción más o menos libre, es algo así como “anda y rómpele la cara a Mario Soto”.

Anselmo, que arrastraba la adrenalina, calentura e impotencia del banquero que ve cómo sus compañeros habían sido ajusticiados por ese desalmado carnicero chileno, no se hizo problema alguno y asintió con la cabeza.

Luego, fue trotando hasta donde estaba el guardalíneas y le mostró la tarjeta del cambio y su pasaporte, lo que lo habilitó para entrar por Nunes.

La pelota estaba en campo contrario y Anselmo ingresó por la mitad de la cancha, a espaldas de Soto.

El único que se percató de sus oscuras intenciones fue el arquero Wirth, quien alcanzó a lanzar el grito que amortiguó la violencia.

–¡Cuidado, Mario!

El puñetazo fue uno de los más maleteros en la historia del balompié rentado que he visto en mi vida. Pero Soto, alertado de que algo venía, alcanzó a moverse lo justo para dejarse caer junto al violento brazo del delantero.

Pese a lo que dijeron los diarios, el golpe nunca lo noqueó.

Anselmo, a sabiendas de que iba a quedar una buena cagada y de que sería expulsado de todas maneras, corrió entonces hacia la pista atlética del Centenario, donde el Hippie Jiménez entraría a mi lista de héroes personales al ponerle un aletazo que lo tiró al piso y, al menos, intentó sugerir algo de justicia.

Combos fueron y vinieron. Finalmente, Cerullo expulsó a Anselmo, por delincuente, a Jiménez, por vaca, y a Soto, porque hacía como dos partidos que se lo merecía.

“Este episodio exprime una contradicción insoluble del fútbol y de la vida. Todos tenemos discursos humanistas y políticamente correctos. Nuestro lado civilizado homenajea a aquellos que descartan la venganza física y se contentan con marcar un gol. Pero dentro de cada fanático existe también un bruto que no se resiste a la poesía de un puñetazo bien dado”, explicó, didácticamente, el periodista del diario Jornal de Paraíba, Braulio Tavares.

Anselmo pasó a convertirse en ídolo para los hinchas de Flamengo y fue apodado El Vengador. Su carrera, sin embargo, se fue por un lustrado resbalín hacia la profunda piscina del olvido.

“Me trataron como ídolo, pero luego como un malo,un bandido, un marginal. No me arrepiento, pero sé que estuvo mal y no quiero volver a hablar de eso”, dijo Anselmo, más de treinta años después.

“Tengo sobre ese puñetazo una tesis irrefutable: allí, gracias a Anselmo, las dictaduras latinoamericanas que horrorizaron al continente durante la Guerra Fría comenzaron a desmoronarse. El destino del propio Pinochet se
selló en ese momento”, escribió ampulosamente el profesor carioca, Luiz Antonio Simas.

También más de tres décadas más tarde, la reflexión del capitán Mario Soto suena más sincera que nunca:

“Tuvimos 270 minutos para matar a Zico, pero algo pasó… Era como si nuestras balas hubieran sido de salva”, reconoció.

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