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Opinión

11 de Agosto de 2015

Columna: En memoria de Juan Barattini

Fue uno de los profesores carismáticos de ese milagro que todavía es la Universidad de Chile. Sus clases eran lúcidas y complejas porque él era, entre otras cosas, un político experto en teatro, un veterano del teatro de Valparaíso, un retornado del exilio en Polonia e Italia.

Guillermo Calderón
Guillermo Calderón
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Juan Barattini me tomaba del brazo en los pasillos de la escuela de teatro y me hablaba en secreto: “contra el Duce estábamos mejor”. Era 1989. Él había llegado hacía poco del exilio y yo acababa de empezar a estudiar. Los dos compartíamos la decepción agria de los primeros años de la transición. Sin embargo, Juan no lo decía en serio, simplemente le gustaba citar a los partisanos italianos. Sabía muy bien que nada podría ser peor que la vida bajo la dictadura, la que a él le gustaba llamar el Ancien Régime.

Fue uno de los profesores carismáticos de ese milagro que todavía es la Universidad de Chile. Sus clases eran lúcidas y complejas porque él era, entre otras cosas, un político experto en teatro, un veterano del teatro de Valparaíso, un retornado del exilio en Polonia e Italia.

Sus momentos más lúcidos llegaban después de clases. Volvía del almuerzo con el vespertino bajo el brazo, un hombre de otra época, su traje vainilla y su sombrero, y me tomaba del brazo. Me hacía caminar. Lento. Me explicaba la post dictadura, la capitulación ética, la inevitabilidad, la duda íntima. A pesar de ser un escéptico de la nueva democracia, sabía conformarse con que la represión hubiera terminado. No era un hombre de armas. Su mundo era la antigua patria de frentes populares, el idealismo feliz del siglo veinte.

Tenía una confianza profunda en el cambio generacional y en el futuro de la República, en nosotros. Me encantaba escucharlo hablar a la salida de los teatros. Partía con sarcasmos compasivos y luego, sin apartarse de su esposa Marta, agachaba la cabeza, se acercaba, serio, y hacía una crítica de la obra que acabábamos de ver. Conspirativo, en sotto voce, reescribía la obra, la leía en un contexto cultural y político sorprendente.

Tenía una inteligencia elegante. Pensaba distinto a todos. Venía de otro mundo. Había conocido el paraíso. El país soñado del movimiento popular, ese país que nunca volvió. Yo escuché su historia. Se había refugiado con su familia, angustiado, en la embajada de Polonia. Luego viajó al frío, soñando con el país perdido. Revisó las listas de los muertos y después de muchos años volvió a la tierra del trauma, al país irreconocible. Desde ahí construyó una vida sin amargura.

Fue un profesor amado con una mente dedicada en partes iguales a la reflexión política y a la celebración de la vida. Cuando se reía se ponía rojo y mostraba sus dientes cortos. Parece que alguna vez había fumado mucho pero ya lo había dejado para siempre. Una vez me miró serio y me dijo que para él ponerse viejo era muy extraño porque sentía que solo envejecía su cuerpo. Décadas más tarde todavía se sentía de dieciséis años. Ahora me doy cuenta de que tenía dieciséis en 1949, durante la represión de la Ley de Defensa de la Democracia. Seguramente por eso decidió dedicarse al teatro, a pensarlo y a dirigirlo. Quizás crecer bajo represión desarrolla una pasión, la fuerza para dedicar la vida a algo tan profundamente absurdo e importante como es el teatro.

Juan fue un sobreviviente y vivió con una dignidad generosa. Fue el compañero perfecto para las miserias de los años noventa. También fue un profesor inspirador, un esposo feliz y un padre perfecto. Fue un hombre cariñoso, un corazón abierto y un brillante comunista del puerto.

* Director y dramaturgo.

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