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Opinión

24 de Abril de 2016

Galemiri 8 1/2 y la adorable Suki

Flashazos de Fellini y Orson Welles, más la presencia divina de un animal salvador, le permiten al dramaturgo Benjamín Galemiri superar una pana creativa generada por la culpa, y así redimirse con un artículo que no sublima sus aventuras sexuales ni su deseo obsesivo por las mujeres. O al menos no literalmente.

Benjamín Galemiri
Benjamín Galemiri
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Estoy pasando una etapa como la del incombustible Marcelo Mastroianni en su rol de Guido, el personaje-cineasta del grandioso filme “Fellini 8½”. Guido debe filmar su nueva película, tiene a todo el mundo comprometido, están sus hermosas mujeres, sus amantes, su bizarro productor, su crew cinematográfico, magos, técnicos que construyen una nave espacial para ir a la Luna, está también su esposa, la irresistible e intelectual Anouk Aimee; en fin, tiene a todos convocados a este rodaje soberbio, pero hay un pequeño gran detalle: está bloqueado.

Hay en esta película una escena de gran belleza, en la que Guido manda a llamar a la súper erótica Claudia Cardinale, musa de sus películas y de su vida. Salen en auto a recorrer la noche de Roma, ella muy diestramente manejando –no sé por qué me excita tanto que maneje una mujer y yo a su lado, tiene algo de perverso erótico– y en un momento ella dice con su erotismo felino: “Guido, háblame de la película. ¿Cuál es mi papel?”. Guido la observa atónito, sin respuesta. El paseo continúa, llegan a un suburbio, la Cardinale detiene el automóvil, se baja y camina deliciosamente frente a Guido. Él la sigue, la toma entre sus brazos y luego la besa intensamente. Enseguida vuelven al auto y ella, con esa sonrisa pícara venida del mismo Paraíso, le dice: “No hay película, ¿no es cierto, Guido?”. Y él le responde: “No, no hay película”. Y la atronadora belleza de la Cardinale le devuelve una sonrisa de mucho amor, una compasión alegre.

Así estoy en estos momentos: en una pana de escritura. Fellini se había retraído porque “La Dolce Vita” fue un gran escándalo en Roma, ya que criticaba a la alta burguesía y sobre todo al clero romano, aunque con mucho fervor cristiano. Fellini cuenta que salía de su casa y beatas le lanzaban piedras. Eso le afectó. Hasta que una noche, sentado en un bar, bebiendo, se encontró con Alberto Grimaldi, uno de esos espléndidos productores de los 60 que eran cultísimos y que produjo a Pasolini, Visconti y a Bertolucci con “El último tango en París”. “¿Qué te pasa, Federico?”. “Estoy vacío. No sé qué película hacer”. “Haz una película en la que hablas de eso”, le dice Grimaldi. Así nació esa obra maestra, llamada “Fellini 8½” porque él había filmado siete películas y un cortometraje. Resultó mucho más potente hacer un filme sobre un filme que al final no se hace, y cuyo protagonista sin embargo consigue la redención y se reconcilia con todos los que verdaderamente lo aman y lo aceptan.

Modestamente a mí me pasó lo mismo con este artículo para The Clinic.

Mis artículos son bastante bien recibidos, pero todos me dan opiniones o me ofrecen temas. Hasta un taxista en estado de trance me contó –sin mirarme, como avergonzado– que quería sacar a su hijo de las drogas duras y no sabía qué hacer; me pidió por favor que escribiera un artículo sobre ese tema y le diera una esperanza. Como compra siempre The Clinic, se lo iba a mostrar a su hijo. Me da pena decepcionarlo, porque nunca escribiré sobre eso. Jamás daría una charla en mis artículos. También, un ciego que se instala en las escalinatas del Metro y que se da cuenta cuando uno se acerca, me preguntó dónde estaba escribiendo. Cuando le menciono a The Clinic, me replica: “¿Por qué no me escribes unas cartas de amor a una cieguita que amo?”. Todo eso me produce culpa. Lo otro que me dicen: “Hasta cuándo con las mujeres y el sexo, pará Galemiri”. Y yo no puedo parar con esa obsesión que viene desde que tenía cinco años de edad.

Esto me produjo un bloqueo para este nuevo artículo. Y si salí de él fue gracias a una de las gatas más bonitas del universo, llamada sutilmente Suki, propiedad de Sol, mi mejor amiga. Fue al acariciar a esa mini pantera de solo ocho meses, mirándola vivir sin pretensiones, con alegría pura, que me dejé llevar y fui olvidando mis artículos tan eróticos, llenos de jovencitas, con mi biografía sublimada. La adorable gatita se apegaba a mi lado ronroneando traviesamente, y entonces recordé como en un flashazo que el todopoderoso cineasta Orson Welles escribía sus guiones en la mejor habitación del Hotel Ritz de París mientras acariciaba a su gata. Y surgió, desde el fondo de mí, la inspiración de este antiartículo con la híper gatita Suki como la suplantación de una mujer/musa: ella se transformó en mi propia Claudia Cardinale, gracias a ella pude escribir mi “Galemiri 8½”.

Nuevamente vienen a mí resabios de mi infancia, de las mujeres que amé y deseé con tanto ardor, de las películas del rotativo de Traiguén que a veces se descompaginaban y yo veía un pedazo del impactante filme “La aventura” de Antonioni mezclado con escenas de “Operación Trueno” con el indesmentible Sean Connery; luego otra bobina perdida de la insufrible película chilena “El gran circo Chamorro” combinada con la genialidad de Cantinflas, y encima de todo ese quilombo, en ese rotativo de Traiguén que me salvó la infancia, un pedazo de “La Strada” de Fellini. También en flashazos vuelve a mi memoria un padre autoritario, abogado y juez de Traiguén y Temuco, golpeador hasta hacerme sangrar y por otro lado extremadamente generoso pagándome un desopilante curso por correspondencia en Hollywood. Ese desorden estético y moral influyó en mi escritura, que luego fue calificada como posmoderna y, por especialistas del teatro europeo, como “el dramaturgo de la transición”. No, yo no me sentía representado por esos calificativos; yo era un joven que nunca dejó de lado su infancia y las travesuras emocionales, sexuales e intelectuales de su vida, pero que ahora, gracias a la inmensa y generosa gatita Suki, por fin lograba largos instantes de tranquilidad y redención, mientras mi amiga Sol miraba fascinada cómo yo había encontrado la energía creativa acariciando a mi salvadora gatita.

El problema es que la gatita no es mía, y cuando vuelva a tener pana, tendré que ir a la casa de mi amiga para que ella se acurruque a mi lado y me envíe ondas magnéticas que son una especie de enchufe directo a las entrañas del Supremo o Deux ex Machina. Que Dios siempre me acompañe, y también la gatita Suki.

Epílogo

Todos mis temas vuelven a sacudirme, las hermosas musas del cine, mi obsesión sexual por ellas, el deseo de ser reconocido a outrance, pero qué importa, en mi cabeza yo me he ganado todos los premios importantes: la Palma de Oro en Cannes a la mejor película, al mejor guión y por cierto a la mejor actriz, que sin duda será una despampanante actriz de alto octanaje. Yo me conseguía las casas de las mamás de mis pololas y ahí hacía seudofestivales y me daba todos los premios de Cannes, de Venecia, de Berlín, de Leipzig.

Cuando niño hice más de cincuenta cortometrajes mudos, había vuelto a la época de Méliès. No sé cómo la gente iba a ver estas producciones patéticas al Goethe Institut en Santiago, donde me trataban como un realizador de fuste. Usaba de protagonistas a mujeres bellas que se sentían aisladas y solas, y que buscaban a través del erotismo –y a veces la ninfomanía– la compañía de un hombre. Una de esas actrices improvisadas fue Karin, de la que me enamoré totalmente y fue quien me enseñó los secretos del sexo. La puse en mi película “Mónica Pórtese Bien”, la primera con sonido que hacía. En esa época, la banda magnética del sonido a veces se corría y las voces se entremezclaban: más aplausos recibía, me tomaban por surrealista. También me enamoré de una rubia espectacular, estudiante de Literatura, con la que viví un romance intenso. La puse de inmediato en mis películas. Siempre, hasta el día de hoy, intento comprar el amor con mi arte. No he podido sacudirme de eso. He estado buscando toda mi vida una mujer que me ame verdaderamente y que no me sienta obligado a ponerla de actriz en mis obras teatrales para asegurarme su amor. ¿Lo conseguiré? La respuesta, mi amigo, está silbando en el viento.

La gata Suki se me arrellana y juguetea conmigo con sus pequeños colmillos, y quisiera comprenderla, cuál es su mundo, por qué con ella se respira tanta valentía, que es la clave para escribir. La acaricio con suavidad y ella se retuerce coquetamente. De pronto recuerdo que este año estoy invitado a una Residencia para escribir una obra en un prestigiosísimo teatro parisino, que montará esa obra en el otoño de 2017. Pero necesito a la Suki. ¿Me la prestará mi buena amiga Sol? ¿La podré llevar en el avión? ¿La filmaré y con eso lograré mitigar su ausencia? Decido a último minuto que tendré un gato, que se llamará Woody.

Pero ahora volvamos al momento en que llevo más de tres años sin una mujer. Es verdaderamente una odisea, pero tengo el alivio de la escritura que es como el oleaje del mar que me mece y me protege. En “Fellini 8½”, al final, a Guido le viene un aire fresco, como que un nuevo pulmón lo inunda, una inmensa lucidez lo sacude entero y todo cobra sentido: su esposa, sus amantes, el cine, sus padres, los críticos, los magos… Lo que Fellini interpreta con una belleza crepuscular es la aceptación del cristianismo, que es lo que escondían todas sus obras. Una sola cosa hería su alma: siempre invitaba a su padre a ver sus películas, y nunca le gustaban. No logró nunca satisfacer a su padre, que a pesar de todo lo amaba. Yo tengo un problema: nunca sabré si mi padre admiraría mis obras teatrales. Pero mientras una mujer me acompañe en este jardín de espinas que es la vida, encontraré la tranquilidad y mi ansiedad por el triunfo desaparecerá.
Ahora estoy en una de mis oficinas-cafés, solo, pero en estado de gracia, porque escribo con el mismo fervor de cuando era un niño de cinco años, todo gracias a la más linda gatita del universo llamada espectacularmente Suki. Todo es muy patético, pero siempre ha sido así.

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