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Opinión

6 de Mayo de 2016

Columna de Constanza Michelson: Más polvo que paja

Imagen referencial Dios no está de moda, pero así como tan muerto tampoco está. Poco importa si uno se cree devoto o ateo, o si bien se declara esa cosa intermedia –especie de DC de la espiritualidad– que sirve para quedar bien en casi cualquier salón: agnóstico. Porque Dios, ese centro de operaciones que se […]

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por

Maiden A1
Imagen referencial

Dios no está de moda, pero así como tan muerto tampoco está. Poco importa si uno se cree devoto o ateo, o si bien se declara esa cosa intermedia –especie de DC de la espiritualidad– que sirve para quedar bien en casi cualquier salón: agnóstico. Porque Dios, ese centro de operaciones que se las bate entre las represiones y los deseos, y entre la aspiración a lo infinito y la castración de la mortalidad, si es algo, es inconsciente. De ahí que no haya garantías de que quien lleve la sotana sea más amable, o incluso más reprimido, que el que se tatúa un Eddie de Iron Maiden.

Dios no ha muerto, es inconsciente (Lacan), es lo que uno puede comprobar en nuestras neurosis de cada día. Me refiero a esas tribulaciones –nuestras cárceles sin barrotes– en las que nos revolcamos con más frecuencia de lo que quisiéramos, y que en el fondo son la mesa de centro de ese lugar mental llamado Dios.

Por ese territorio, el de las neurosis, deambulan las represiones que usualmente se le cargan al Dios clásico: culpa, dudas, inhibiciones. Todas experiencias despreciadas por la moral moderna –sobre todo la del coaching, que promete la versión oficinista del superhombre– y que se baten a muerte con ese otro grupo de entusiasmos considerados infantiles, egocéntricos: envidia, celos, resentimiento, el impulso posesivo, todas bordeando el riesgo de la violencia, y cuyo arquetipo de cabaret es el infaltable aspirante a centro de mesa, el pintamonos demandante.

En medio de esta lucha, tan desgastante, es justo que aparezca –Dios mediante– el demonio de la ilusión del paraíso perdido, donde ahorrarse tanto manfinflerismo interno y externo.

Ese mundo sin neurosis, tal como aquel que conocieron Adán y Eva, permitiría andar en pelota, porque no habría nada que ocultar. El sexo se viviría de modo natural, sin tensiones. Nos mostraríamos transparentes. No tendríamos bolsillos para el lucro, por lo tanto tampoco el deseo de ello. Carentes de pasiones alienadas, nos alimentaríamos de la complementariedad con el otro y de los frutos permitidos, aquellos que la pachamama nos pondría al alcance de la mano. Ya sabemos que ese primer intento mítico no funcionó: a la muy peuca se le ocurrió que era más excitante la serpiente que su compañero y quiso comer lo único que le estaba prohibido. Y ¡puff!, expulsión al mundo terrible de ponerse ropa, de trabajar, de enredarse en el amor, competir con el vecino, odiar al jefe. Nuestro mundo.

Aunque la ilusión del paraíso fracasó en el origen, siempre se puede seguir soñando. Y así aparecen todas sus metáforas, y las que ni siquiera se empeñan en ir más allá de la literalidad. Ahí están, por ejemplo, la fe en la bondad de la naturaleza, y la búsqueda de la verdad en el paisaje agreste. Será por eso que se venden con tanta facilidad –y tanto sobreprecio– los turismos que implican pasar frío, o los barrios ecológicos alejados del mundo masivo alienado (y por cierto también de los pobres, generalmente considerados poco ecológicos). Los que pasan frío en serio, está de más decirlo, posiblemente vean en esta apuesta más un insulto que un paraíso prometido.
Otro paraíso en vitrina es el entusiasmo libertario de los que no se someten a ninguna represión. Esa moral de decir todo lo que se piensa, como si fuera una virtud lanzarle a los demás la verborrea de cuestiones que sólo a uno le interesan. O de hacer todo lo que uno siente, como si uno sintiera cuestiones muy nobles y estables. O la hipersexualidad, como si el entusiasmo sexual actual fuera sinónimo de libertad, siendo que para muchos la obligación de gozar se convierte en otro imperativo infernal.

También gana fieles por estos días el paraíso soñado del buenismo. Esa fantasía de la transparencia que nos permitiría coincidir del todo con nuestro discurso consciente, como un perro: está feliz-mueve la cola, se enoja-muerde, tiene hambre-come. No esconde nada, no tiene complejidad interna. Menos mal que Eva nos enseña desde el mismo paraíso que, aunque se muestre todo el pellejo, hay pasiones que quedan ocultas. Hay contradicción bajo la piel.

Pero soñar no cuesta nada, y si pienso como sería un mundo donde el Dios de la neurosis muera de una vez por todas, supongo que el modelo más parecido serían las series televisivas precristianas, como “Vikingos” o “Game of Thrones”. Donde hay más polvo que paja, sin duda, transparencia pura: si me ofendes, no me quedaré una semana con insomnio rumiando sobre qué decirte, ni sufriré un colon irritable por guardar mis sentimientos, simplemente te cortaré la cabeza. Sin culpa, sin asco, sin caretas, sin represión. Así como el oso en el documental de Herzog “Grizzly Man” no tiene ninguna tribulación en atacar al hombre que lo ama. Naturaleza pura. Dicho sea de paso, estos sujetos sin ambages también existen hoy, en la realidad. Se llaman psicópatas.

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