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Opinión

13 de Mayo de 2016

Columna de Flor Averiada: Yegua de cromo

Hace unos días, en un programa de radio, el actor Ramón Llao habló pestes de las bicicletas. Dijo que parecían sacacorchos con ruedas, que no entendía al ser humano que inventó ese aparato, que es un vehículo peligroso y otras cosas que no voy a repetir. Como imagino a Llao una persona sensible, me consolé […]

Flor Averiada
Flor Averiada
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Cicletada de Halloween

Hace unos días, en un programa de radio, el actor Ramón Llao habló pestes de las bicicletas. Dijo que parecían sacacorchos con ruedas, que no entendía al ser humano que inventó ese aparato, que es un vehículo peligroso y otras cosas que no voy a repetir. Como imagino a Llao una persona sensible, me consolé pensando que sus dichos deben ser parte del parlamento de algún nuevo personaje. Sería inexplicable, si no, que tenga esa visión de un vehículo tan noble, y tan necesario para estos tiempos veloces y contaminados que corren.

Mi bicicleta es, a estas alturas, la pareja que más me ha durado en la vida. La conocí el 25 de diciembre de 1995, tirada en el suelo del Persa Bío Bío. El vendedor, asustado por la presencia a pocos metros de “Salinas y Fabres”, la entregó sin titubear frente a mi clásico regateo árabe. “Llévatela pedaleando altiro, eso sí”, se apuró en decir. Me fui volando en ella –que en ese entonces exudaba juventud por cada poro de su metálico cuerpo, al igual que yo por mi carnosa humanidad– y desde entonces hemos surcado tierra, cemento y barro, de norte a sur, de mar a cordillera y de la capital al puerto principal. Me la han robado y ha regresado a mí de forma milagrosa. La he conducido más de una vez en “evidente estado de ebriedad” y como potro fiel me ha llevado sana y salva a mi morada. Otras veces he galopado sobre sus flacas ruedas como en un brioso corcel y he sentido que mi cuerpo y mis pensamientos vuelan. Nuestros paseos por la costanera, desde la maltenida Playa San Mateo hasta las imponentes Torpederas y más allá, han sido radicales para cada decisión tomada en mis últimos veinte años.

Una de las mejores cosas que he hecho en mi vida fue enseñar a una persona de 14 años a andar en bicicleta. No fue fácil. Hubo caídas y decepciones, hasta que comprendí que la gravedad debía hacer lo suyo. Llevé al pequeño y ansioso individuo a una empinada calle de la comarca. Desde ahí le pedí subir al metálico potrillo y lanzarse cerro abajo sin pedalear, confiando en que el equilibrio surgiría. Con un poco de temor (pero confiando en el método) vi de lejos cómo puso los pies en los pedales y aprovechó el vuelo para dominar la pequeña y delgada estructura, que se dejó guiar por Nicolás unos cuantos metros mientras mis aplausos y vítores se fundían con el aire salado que siempre reina en Camino Cintura, mi avenida favorita del puerto.

Para algunas personas solas, sin hijos ni familia “bien o mal constituida”, ciertos domingos traen angustia pura. Una bicicleta puede hacer la diferencia. Montarse en ella temprano (o no tanto) para enrumbar a Salinas, Cochoa o Concón es una inyección de energía y placer. Hacer un alto para devorar con hambre verdadera una camarón queso y tragar con sed real y a grandes sorbos un jugo de cebada gaseoso y etílico, es éxtasis del bueno. Después de eso, se pedalea con calma, sin ansiedad y mirando el atardecer que señala el fin del séptimo día, mientras un bostezo asoma sin querer cuando uno(a) va llegando a su casa, sin ánimo para andar pensando hueás pencas, listo(a) para una deliciosa ducha y con la certeza de que se dormirá de corrido y hasta que la baba se seque sobre la almohada. Mi bicicleta no es humana, pero yo conozco cada sonido de su cuerpo y en estos dos decenios me he habituado a cada una de sus mañas. He llorado y reído al lado de ella y con ella me quiero casar. Mañana me pondré mi mejor traje y partiré al civil a pedir hora. Me llamarán loca y “unos hombres vestidos de blanco me dirán ven”, pero yegua de cromo estará ahí para emprender la huida y salvarme, otra vez, del manicomio.

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